martes, 8 de noviembre de 2016

ENTREVISTAS / ROSA MONTERO

“La carne arde a los 60”

Rosa Montero: "Ni miedo por lo vivido ni pena por lo que queda por vivir".
Por Nuria Labari

Rosa Montero tiene la carne más suave que he tocado nunca. Esto lo descubrí la misma noche en que nos conocimos, hace dieciocho años de nada.  Entonces ella no tenía tatuajes, la piel aún intacta. Digo que lo descubrí al verla y no al tocarla porque el primer contacto con la piel son siempre los ojos. Luego llegaría el momento de comprobarlo con la yema de los dedos. 

Bien, todo ese tiempo después me habló un día de La carne, la novela que acaba de publicar Alfaguara. Estábamos cenando en una azotea del centro de Madrid, bajo el cielo rojo eléctrico de septiembre. 

—La vas a liar parda —digo. Y ya no logro concentrarme en la idea de la novela ni en lo que pretende narrar con ella—. ¿En serio piensas escribir una novela protagonizada por una mujer sexagenaria que paga por tener sexo? ¿Te imaginas la promo? Está bien que la escribas justo ahora, a los sesenta y pocos, pero ¿no crees que sería mejor que la protagonista tuviera cincuenta y cinco?

—Otra botella de vino blanco, por favor —dice Rosa que no presta atención a la pregunta.

Ha dejado de prestármela de forma descarada. Ha echado a volar. Eso le pasa a veces. Tiene tatuada una bandada de pájaros en su brazo izquierdo, le suben hasta el cuello y de vez en cuando se llevan su cabeza. Su cabeza viaja más deprisa que la conversación. Pero yo he aprendido a revolotear a su lado sin molestar. Sé que está organizando las fechas en que se irá a Cascais a escribir, al mismo tiempo que pone nombre a Soledad, la que será protagonista de La carne. Está construyendo una escena de cama en la que se escucha Liebestod (el aria final de Tristán e Isolda de Wagner) y que Soledad incluirá en la exposición Escritores malditos de la que será comisaria en la novela. Mientras, Rosa va dando sorbitos a una copa de Guitián Godello.  

Ella vuela y yo temo las repercusiones de semejante bombazo y las más que nunca predecibles preguntas: ¿cuánto hay de autobiográfico en esta novela? ¿Con cuántos hombres se ha acostado usted, señora Montero, para inspirarse? O quién sabe, a lo mejor las cosas no son tan predecibles en esta vida. ¿Cómo iba una dama a hacer algo así? El sexo pagado es cosa de hombres. De eso no habrá duda ni siquiera después de La carne. ¿O sí?

—Voy a reírme mucho leyendo tus entrevistas —digo. 
—Será una novela existencialista, como todas las mías y me preguntarán por eso. No te pongas televisiva, querida. 
—Pues serán las típicas y aburridas entrevistas de libros que el autor no quiere hacer y que resulta un aburrimiento leer. Te recuerdo que se va a llamar La carne, no La existencia
—¿Brindamos?

Aquí yo soy Nuria la colega y no la entrevistadora impostada que hilvana este texto. Rosa ha sido cómplice de toda mi vida adulta, conoce todos mis asuntos inconfesables y yo algunos de los de ella. Pero a pesar de nuestra amistad y en parte también por ella, no es un personaje a quien me sienta capaz de entrevistar. Una es mi amiga Rosa y otra la Rosa Montero de la Wikipedia. Esta otra, la tal Montero es la entrevistadora más sagaz que ha dado mi país. Las entrevistas de Rosa Montero en El País y A sangre fría de Capote fueron mi carrera paralela de periodismo mientras estudiaba Políticas  (ahora lo llamarían doble grado y tendría que pagar muchos más créditos). Son varios cientos de entrevistas y en todas ellas, de Yasir Arafat a Lou Reed y a Claudia Schiffer, pasando por Margaret Thatcher o el juez Grande Marlasca, los personajes se le desnudan, se quedan en cueros. Es así, te sientas delante de ella y se te cae el velo, ese que oculta tu oscuridad de los extraños. ¿Cómo entrevistar a semejante personaje? Preferible no hacerlo. No me veo enchufándole la grabadora y tomando notas. Así que no lo hago. Pero he dicho que sí a la entrevista. Horror. Voy a decepcionarla precisamente hablando de lo que más le importa, su escritura. 

Mensaje de whatsapp. Es ella. “¿Al final va a darte tiempo para la entrevista de Zenda, nena?”. Dos semanas más tarde, Rosa de nuevo en la bandeja: “Querida ha venido Jeosm, el fotógrafo de Zenda, a casa. ¿Tienes fecha para esa entrevista”. Esta ya no es mi amiga, es la periodista profesional que me recuerda que voy tarde. 

No doy bola a estos mensajes. Tengo que escribir el texto sin preguntar. Así que recupero nuestras conversaciones de whatsapp, las antiguas, por si hubiera alguna declaración jugosa. Nada. Tropiezo con mensajes corrientes. “¿Cenamos o qué? Ganas de verte”. Éste se lo mandé yo en medio del proceso de escritura de La carne, cuando se puso tan difícil de ver.

Mexicano. Margarita on the rocks suave de limón, que es como le gustan. Noche larga asegurada y gran resaca. La musa sedienta también trasnocha con escritoras, aunque el imaginario literario consista en una pandilla de varones ilustrados bebiendo whisky en bares de alterne. Queda tanto por contar…

—Me muero de ganas por escribir todo el rato —dice antes del primer trago—. ¿Sabes cuando tienes que ir detrás de una idea como de un amante? Estoy disfrutando mucho esta novela y eso es desde ya un regalo, independientemente de lo que tenga que pasar después. 
—Sabes que ahora mismo te odio, ¿verdad? Yo soy la escritora en ciernes y la que debería fliparlo. En cambio, para mí es un calvario y tú pareces recién salida del club de las poetas muertas. Yo debería ser la joven entusiasta y tú la vieja gloria desencantada, ¿no te parece?
—Escribir es como picar piedra, te lo he dicho ya muchas veces.  Es un trabajo duro, fatigoso. Pero llega un momento, muy tarde, muy al final, en que hay una parte de la artesanía que ya está incorporada. Esto a mí me ha pasado sólo una vez, con Bruna. Y creo que me volverá a pasar con La carne
—Dime por favor que es postureo y que dudas y que llegará un momento en que odies este libro y llorarás porque te darás cuenta de que no te gusta nada en realidad y yo te animaré y te alentaré para que hagas las paces con el texto y tal… ¿O es que a los grandes no os pasan este tipo de cosas?
—Lo que llega es un momento en el que te sientes absolutamente libre, libre hasta de la ambición de hacer una gran novela. Y ese es un camino maravilloso. Cuando seas vieja, si tienes suerte, quizás te pase a ti también. Es quizás lo único bueno de envejecer, esta libertad. Estoy bailando con las palabras, casi por primera vez.  

Una cosa sí puedo aportar con esta no entrevista. Estamos ante un timo. Lo de la idea de la vejez en Rosa, digo. Un timo. Pura ficción. Ciencia ficción, diría yo. En las novelas y en la vida. Rosa NO puede ser vieja. No es capaz de tener la edad que tiene ni ninguna otra. Los ángeles no tienen sexo y ella no tiene edad, qué le vamos a hacer. Ella es una niña asomándose a la muerte, durmiendo agazapada a su lado, mirando por encima del hombro ese abismo.

Cuando la conocí tenía cuarenta y pocos. Entonces ya se sentía la versión de sí misma más vieja posible. “Nunca eres tan vieja como el día en que te das cuenta de que has vivido más de lo que te queda por vivir”, me dijo. Y yo me lo creí. Pardilla. Desde entonces ha ido cambiando el sentido de la vejez para conjugar el sentimiento de muerte desde el asombro más absoluto: la niña que descubre.

—No sé cómo piensas hacer para representar la mente de una sexagenaria —le digo como si ella no estuviera en los sesenta—. Creo que éste es tu verdadero personaje de ciencia ficción y no Bruna Husky. 
—Necesito que tenga esa edad porque se enfrenta a la posibilidad de no llegar a conocer el amor en toda su vida. Así que tengo que llegar al final de una vida, cuando hay cosas que ya no será posible vivir. Eso es precisamente hacerse viejo. 

¡Lo ha vuelto a hacer! La vejez vuelve a ser otra idea definitiva y nueva. “No te la creas, no te la creas”, me digo. “Ella no envejece”.  Ella tiene tan poca idea de lo que la edad significa cotidiana y socialmente, que la novela la ha pillado por sorpresa. Después de La carne, todo el periodismo patrio le ha acribillado a preguntas sobre la existencia del sexo en una mujer, la protagonista, de más de sesenta. Nadie ha sacado punta al gigoló ni al hecho de que una mujer pague por sexo en la novela. Lo más fuerte de La carne ha resultado ser que una mujer a los sesenta quiera follar a toda costa, se depile el pubis minuciosamente y elija entre dieciocho  sujetadores antes de un buen polvo… En algunas entrevistas sólo ha faltado preguntar si las mujeres de sesenta tienen clítoris. Yo me he partido de risa, claro. Y ella, pobre mía, completamente ajena al prejuicio sexista y al peso de la edad en su sentido menos literario. Rosa no puede imaginarse una mujer ajena a su cuerpo y a su sexualidad. Y han sido tantas las preguntas que no le ha quedado otra que pronunciarse a toda columna (sin desperdicio) en El País. Escribe, “atónita, patidifusa”. “Ahí estaban todas esas personas indicándome con sus preguntas que mi personaje era una anomalía social y sexual, y que, por consiguiente, yo también lo era, puesto que no me había dado cuenta de su rareza. Pero, claro, es que en mi mundo (que es el mundo real) eso es lo habitual. Conozco muchos hombres y mujeres en torno a esa edad, algunos más jóvenes, algunos más viejos, que siguen haciendo el amor todo lo que pueden, que siguen ligando, conquistando, añorando, desesperando, quemándose en las ascuas de la pasión carnal. La verdadera vida es así.”.

Y la verdadera vejez también, añado. Lo que pasa es que la vejez puede sentirse a los ocho años. Y yo sé que Rosa la sintió incluso antes. De hecho diría que para Rosa los seres humanos se dividen en dos grupos: los que tienen conciencia de muerte y los que no. Mis hijas, por ejemplo, a las que adora desde que nacieron, le interesan íntimamente sólo ahora, concretamente la mayor, que ya ha visto desplegadas las alas de la muerte, ese instinto. “Tengo que quedar con esa niña”, dice. “Ya”.

Suena el móvil hace meses, casi un año. La novela aún no se ha publicado pero creo que ya está terminada, o casi.

—Acabo de volver de Chile. Estoy agotada. Me he propuesto viajar menos el próximo año, pero estoy feliz porque estuve en un sitio increíble. Fui al desierto de Atacama y vi la frase que el poeta Raúl Zurita ha hecho excavar en la tierra. Bueno, más que verla, caminé sobre esas letras ciclópeas. “Ni pena ni miedo”.  Eso dice la frase. Cuatro palabras de 3.140 metros de longitud que sólo pueden leerse desde el cielo. ¿No es maravilloso? Ni pena por lo vivido ni miedo por lo que quede por vivir. Tienes que entrar en google a verlo, aunque ninguna foto hace justicia a la realidad. 
—Es buenísimo. No conocía el verso. 
—Es maravilloso. Ni pena por lo vivido ni miedo por lo que queda por vivir. 
—Muy bueno, como para tatuárselo— bromeo. 

En nuestra siguiente cita Rosa lleva las cuatro palabras tatuadas en la nuca. Lo ha vuelto a hacer. Lo hace todo el rato. Y no sólo con las novelas y los tatuajes y el vino y la noche y los hombres y el trabajo y los viajes y las ideas y las manifestaciones. Lo HACE. Rosa es acción en el tiempo. 

La he visto padecer muchas veces por el sentimiento de muerte que atraviesa su obra y su vida. Pero siempre, frente al instinto actúa, crea, grita, no para quieta. Rosa es eso que fluye en los deltas que se forman entre la vida y la muerte. Un pensamiento terrenal y metafísico (difícil mezcla), tan natural en ella como plantarse unas deportivas y un pantalón de Issey Miyake para pasear a los perros. 

Me pregunto si “carne” es sinónimo de “muerte” en esta novela. Y Rosa responde con la precisión de carril que da la promoción.  Esta frase es de las que va a repetir… “La carne nos aprisiona, nos enferma, nos mata y también nos hace rozar la gloria a través de la sexualidad, el deseo, el amor…. Es la carne infierno y éxtasis”.

Ahora bien, cuidado con las palabras, con los símbolos y la literalidad que contienen. Cuidado con La carne, esa palabra, este libro. Esa carne que es un título tan brutal, porque lleva aparejado el tiempo y la pasión;  la muerte y el éxtasis, como bien dice Rosa. Y todo lo contrario… Porque, piénsenlo, fuera de toda poética, la carne no tiene edad. Coloca dos pedazos de carne humana sobre una bandeja. Carne de veinte y carne de sesenta. La piel, la arruga, la flaccidez, el maldito envoltorio del caramelo es lo que presenta, en todo caso, la sintomatología de la vejez. La carne palpita con sangre, no con juventud. Siempre es roja. Pues eso, esta novela trata en realidad de la carne en estado puro. De la que suma a su gramaje el peso del alma y de la que no está sujeta a ninguna edad. Y sólo Rosa podía escribirla (ella que no tiene edad) y sólo ahora (que puede sentir el peso del alma, que no es tiempo).

Por lo demás, habrá quienes echen de menos carnaza entre tanta carne literaria y metafísica. Lo comprendo, yo también tengo esa vena. Así que aquí van algunos inconfesables como despedida. Durante los últimos años me lo he pasado muy bien hablando de esta novela con Rosa (y de todo lo demás, especialmente de todo lo demás). Al grano. Sí, hemos hablado mucho de sexo a cuenta de La carne, inevitable y divertido. Y nos hemos presentado gente de la que sí y de la que no y nos hemos enseñado algún posible amante en la pantalla del móvil. Hemos comparado nuestras vidas sexuales y me ha hecho sentir vieja, hemos comparado nuestras aplicaciones móviles y me ha hecho sentir anciana, nos hemos comparado con nuestras amigas escritoras jóvenes y me ha presentado a escritoras de mi edad a las que ella descubre antes que yo… ¡maldita sea, Rosa! Eso directamente no se hace. Hemos comparado nuestro armario y me ha prestado ropa. ¿Qué quieren que les diga? Es un hecho: Rosa Montero es una fuerza de la naturaleza, una escritora que ya conocen y disfrutan y un ser humano extraordinario con independencia de las letras (que no de la palabra). Y no. La muy bruja no tiene edad. Y yo que soy su amiga empiezo a desear que la tenga. O a que me toque a mí algo de la suya, esa vejez de la que se pavonea exultante y que mantiene la carne y La carne ardiendo.

© Zenda – Autores, libros y compañía

Selección: Agensur.info

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