“La carne arde a los 60”
Rosa Montero: "Ni miedo por lo vivido ni pena por lo que queda por vivir". |
Por Nuria Labari
Rosa Montero tiene la carne más suave que he tocado
nunca. Esto lo descubrí la misma noche en que nos conocimos, hace dieciocho
años de nada. Entonces ella no tenía tatuajes, la piel aún intacta. Digo
que lo descubrí al verla y no al tocarla porque el primer contacto con la piel
son siempre los ojos. Luego llegaría el momento de comprobarlo con la yema de
los dedos.
Bien, todo ese tiempo después me habló un día de La carne, la novela que acaba de
publicar Alfaguara. Estábamos cenando en una azotea del centro de Madrid, bajo
el cielo rojo eléctrico de septiembre.
—La vas a liar parda —digo. Y ya no logro
concentrarme en la idea de la novela ni en lo que pretende narrar con ella—.
¿En serio piensas escribir una novela protagonizada por una mujer sexagenaria
que paga por tener sexo? ¿Te imaginas la promo? Está bien que la
escribas justo ahora, a los sesenta y pocos, pero ¿no crees que sería mejor que
la protagonista tuviera cincuenta y cinco?
—Otra botella de vino blanco, por favor —dice Rosa
que no presta atención a la pregunta.
Ha dejado de prestármela de forma descarada. Ha
echado a volar. Eso le pasa a veces. Tiene tatuada una bandada de pájaros en su
brazo izquierdo, le suben hasta el cuello y de vez en cuando se llevan su
cabeza. Su cabeza viaja más deprisa que la conversación. Pero yo he aprendido a
revolotear a su lado sin molestar. Sé que está organizando las fechas en que se
irá a Cascais a escribir, al mismo tiempo que pone nombre a Soledad, la que
será protagonista de La carne. Está construyendo una escena de cama
en la que se escucha Liebestod (el aria final de Tristán
e Isolda de Wagner) y que Soledad incluirá en la exposición Escritores
malditos de la que será comisaria en la novela. Mientras, Rosa va
dando sorbitos a una copa de Guitián Godello.
Ella vuela y yo temo las repercusiones de semejante
bombazo y las más que nunca predecibles preguntas: ¿cuánto hay de
autobiográfico en esta novela? ¿Con cuántos hombres se ha acostado usted,
señora Montero, para inspirarse? O quién sabe, a lo mejor las cosas no son tan
predecibles en esta vida. ¿Cómo iba una dama a hacer algo así? El sexo pagado
es cosa de hombres. De eso no habrá duda ni siquiera después de La
carne. ¿O sí?
—Voy a reírme mucho leyendo tus entrevistas
—digo.
—Será una novela existencialista, como todas las
mías y me preguntarán por eso. No te pongas televisiva, querida.
—Pues serán las típicas y aburridas entrevistas de
libros que el autor no quiere hacer y que resulta un aburrimiento leer. Te
recuerdo que se va a llamar La carne, no La existencia.
—¿Brindamos?
Aquí yo soy Nuria la colega y no la entrevistadora
impostada que hilvana este texto. Rosa ha sido cómplice de toda mi vida adulta,
conoce todos mis asuntos inconfesables y yo algunos de los de ella. Pero a
pesar de nuestra amistad y en parte también por ella, no es un personaje a
quien me sienta capaz de entrevistar. Una es mi amiga Rosa y otra la Rosa
Montero de la Wikipedia. Esta otra, la tal Montero es la entrevistadora más
sagaz que ha dado mi país. Las entrevistas de Rosa Montero en El País y A
sangre fría de Capote fueron mi carrera paralela de periodismo
mientras estudiaba Políticas (ahora lo llamarían doble grado y
tendría que pagar muchos más créditos). Son varios cientos de entrevistas y en
todas ellas, de Yasir Arafat a Lou Reed y a Claudia Schiffer, pasando por
Margaret Thatcher o el juez Grande Marlasca, los personajes se le desnudan, se
quedan en cueros. Es así, te sientas delante de ella y se te cae el velo, ese
que oculta tu oscuridad de los extraños. ¿Cómo entrevistar a semejante
personaje? Preferible no hacerlo. No me veo enchufándole la grabadora y tomando
notas. Así que no lo hago. Pero he dicho que sí a la entrevista. Horror. Voy a
decepcionarla precisamente hablando de lo que más le importa, su
escritura.
Mensaje de whatsapp. Es ella. “¿Al final va a darte
tiempo para la entrevista de Zenda, nena?”. Dos semanas más tarde, Rosa de
nuevo en la bandeja: “Querida ha venido Jeosm,
el fotógrafo de Zenda, a casa. ¿Tienes fecha para esa entrevista”. Esta ya no
es mi amiga, es la periodista profesional que me recuerda que voy tarde.
No doy bola a estos mensajes. Tengo que escribir el
texto sin preguntar. Así que recupero nuestras conversaciones de whatsapp, las
antiguas, por si hubiera alguna declaración jugosa. Nada. Tropiezo con mensajes
corrientes. “¿Cenamos o qué? Ganas de verte”. Éste se lo mandé yo en medio
del proceso de escritura de La carne, cuando se puso tan difícil de
ver.
Mexicano. Margarita on the rocks suave
de limón, que es como le gustan. Noche larga asegurada y gran resaca. La musa
sedienta también trasnocha con escritoras, aunque el imaginario literario
consista en una pandilla de varones ilustrados bebiendo whisky en bares de
alterne. Queda tanto por contar…
—Me muero de ganas por escribir todo el rato —dice
antes del primer trago—. ¿Sabes cuando tienes que ir detrás de una idea como de
un amante? Estoy disfrutando mucho esta novela y eso es desde ya un regalo,
independientemente de lo que tenga que pasar después.
—Sabes que ahora mismo te odio, ¿verdad? Yo soy la
escritora en ciernes y la que debería fliparlo. En cambio, para mí es un
calvario y tú pareces recién salida del club de las poetas muertas. Yo debería
ser la joven entusiasta y tú la vieja gloria desencantada, ¿no te parece?
—Escribir es como picar piedra, te lo he dicho ya
muchas veces. Es un trabajo duro, fatigoso. Pero llega un momento, muy
tarde, muy al final, en que hay una parte de la artesanía que ya está
incorporada. Esto a mí me ha pasado sólo una vez, con Bruna. Y creo que me
volverá a pasar con La carne.
—Dime por favor que es postureo y que dudas y que
llegará un momento en que odies este libro y llorarás porque te darás cuenta de
que no te gusta nada en realidad y yo te animaré y te alentaré para que hagas
las paces con el texto y tal… ¿O es que a los grandes no os pasan este tipo de
cosas?
—Lo que llega es un momento en el que te sientes
absolutamente libre, libre hasta de la ambición de hacer una gran novela. Y ese
es un camino maravilloso. Cuando seas vieja, si tienes suerte, quizás te pase a
ti también. Es quizás lo único bueno de envejecer, esta libertad. Estoy
bailando con las palabras, casi por primera vez.
Una cosa sí puedo aportar con esta no entrevista.
Estamos ante un timo. Lo de la idea de la vejez en Rosa, digo. Un timo. Pura
ficción. Ciencia ficción, diría yo. En las novelas y en la vida. Rosa NO puede
ser vieja. No es capaz de tener la edad que tiene ni ninguna otra. Los ángeles
no tienen sexo y ella no tiene edad, qué le vamos a hacer. Ella es una niña
asomándose a la muerte, durmiendo agazapada a su lado, mirando por encima del
hombro ese abismo.
Cuando la conocí tenía cuarenta y pocos. Entonces
ya se sentía la versión de sí misma más vieja posible. “Nunca eres tan vieja
como el día en que te das cuenta de que has vivido más de lo que te queda por
vivir”, me dijo. Y yo me lo creí. Pardilla. Desde entonces ha ido cambiando el
sentido de la vejez para conjugar el sentimiento de muerte desde el asombro más
absoluto: la niña que descubre.
—No sé cómo piensas hacer para representar la mente
de una sexagenaria —le digo como si ella no estuviera en los sesenta—. Creo que
éste es tu verdadero personaje de ciencia ficción y no Bruna Husky.
—Necesito que tenga esa edad porque se enfrenta a
la posibilidad de no llegar a conocer el amor en toda su vida. Así que tengo
que llegar al final de una vida, cuando hay cosas que ya no será posible vivir.
Eso es precisamente hacerse viejo.
¡Lo ha vuelto a hacer! La vejez vuelve a ser otra
idea definitiva y nueva. “No te la creas, no te la creas”, me digo. “Ella no
envejece”. Ella tiene tan poca idea de lo que la edad significa
cotidiana y socialmente, que la novela la ha pillado por sorpresa. Después de La
carne, todo el periodismo patrio le ha acribillado a preguntas sobre la
existencia del sexo en una mujer, la protagonista, de más de sesenta. Nadie ha
sacado punta al gigoló ni al hecho de que una mujer pague por sexo en la
novela. Lo más fuerte de La carne ha resultado ser que una
mujer a los sesenta quiera follar a toda costa, se depile el pubis
minuciosamente y elija entre dieciocho sujetadores antes de un buen
polvo… En algunas entrevistas sólo ha faltado preguntar si las mujeres de
sesenta tienen clítoris. Yo me he partido de risa, claro. Y ella, pobre mía,
completamente ajena al prejuicio sexista y al peso de la edad en su sentido
menos literario. Rosa no puede imaginarse una mujer ajena a su cuerpo y a
su sexualidad. Y han sido tantas las preguntas que no le ha quedado otra que pronunciarse a toda columna
(sin desperdicio) en El País. Escribe, “atónita,
patidifusa”. “Ahí estaban todas esas personas indicándome con sus preguntas que
mi personaje era una anomalía social y sexual, y que, por consiguiente, yo
también lo era, puesto que no me había dado cuenta de su rareza. Pero, claro,
es que en mi mundo (que es el mundo real) eso es lo habitual. Conozco muchos
hombres y mujeres en torno a esa edad, algunos más jóvenes, algunos más viejos,
que siguen haciendo el amor todo lo que pueden, que siguen ligando,
conquistando, añorando, desesperando, quemándose en las ascuas de la pasión
carnal. La verdadera vida es así.”.
Y la verdadera vejez también, añado. Lo que pasa es
que la vejez puede sentirse a los ocho años. Y yo sé que Rosa la sintió incluso
antes. De hecho diría que para Rosa los seres humanos se dividen en dos grupos:
los que tienen conciencia de muerte y los que no. Mis hijas, por ejemplo, a las
que adora desde que nacieron, le interesan íntimamente sólo ahora,
concretamente la mayor, que ya ha visto desplegadas las alas de la muerte, ese
instinto. “Tengo que quedar con esa niña”, dice. “Ya”.
Suena el móvil hace meses, casi un año. La novela
aún no se ha publicado pero creo que ya está terminada, o casi.
—Acabo de volver de Chile. Estoy agotada. Me he
propuesto viajar menos el próximo año, pero estoy feliz porque estuve en un
sitio increíble. Fui al desierto de Atacama y vi la frase que el poeta Raúl
Zurita ha hecho excavar en la tierra. Bueno, más que verla, caminé sobre esas
letras ciclópeas. “Ni pena ni miedo”. Eso dice la frase. Cuatro
palabras de 3.140 metros de longitud que sólo pueden leerse desde el cielo. ¿No
es maravilloso? Ni pena por lo vivido ni miedo por lo que quede por vivir.
Tienes que entrar en google a verlo, aunque ninguna foto hace justicia a la
realidad.
—Es buenísimo. No conocía el verso.
—Es maravilloso. Ni pena por lo vivido ni miedo por
lo que queda por vivir.
—Muy bueno, como para tatuárselo— bromeo.
En nuestra siguiente cita Rosa lleva las cuatro
palabras tatuadas en la nuca. Lo ha vuelto a hacer. Lo hace todo el rato. Y no
sólo con las novelas y los tatuajes y el vino y la noche y los hombres y el
trabajo y los viajes y las ideas y las manifestaciones. Lo HACE. Rosa es acción
en el tiempo.
La he visto padecer muchas veces por el sentimiento
de muerte que atraviesa su obra y su vida. Pero siempre, frente al instinto
actúa, crea, grita, no para quieta. Rosa es eso que fluye en los deltas que se
forman entre la vida y la muerte. Un pensamiento terrenal y metafísico (difícil
mezcla), tan natural en ella como plantarse unas deportivas y un pantalón de
Issey Miyake para pasear a los perros.
Me pregunto si “carne” es sinónimo de “muerte” en
esta novela. Y Rosa responde con la precisión de carril que da la
promoción. Esta frase es de las que va a repetir… “La carne nos
aprisiona, nos enferma, nos mata y también nos hace rozar la gloria a través de
la sexualidad, el deseo, el amor…. Es la carne infierno y éxtasis”.
Ahora bien, cuidado con las palabras, con los
símbolos y la literalidad que contienen. Cuidado con La carne, esa
palabra, este libro. Esa carne que es un título tan brutal, porque lleva
aparejado el tiempo y la pasión; la muerte y el éxtasis, como bien dice
Rosa. Y todo lo contrario… Porque, piénsenlo, fuera de toda poética, la carne
no tiene edad. Coloca dos pedazos de carne humana sobre una bandeja. Carne de
veinte y carne de sesenta. La piel, la arruga, la flaccidez, el maldito
envoltorio del caramelo es lo que presenta, en todo caso, la sintomatología de
la vejez. La carne palpita con sangre, no con juventud. Siempre es roja. Pues
eso, esta novela trata en realidad de la carne en estado puro. De la que suma a
su gramaje el peso del alma y de la que no está sujeta a ninguna edad. Y sólo
Rosa podía escribirla (ella que no tiene edad) y sólo ahora (que puede sentir
el peso del alma, que no es tiempo).
Por lo demás, habrá quienes echen de menos carnaza
entre tanta carne literaria y metafísica. Lo comprendo, yo también tengo esa
vena. Así que aquí van algunos inconfesables como despedida. Durante los
últimos años me lo he pasado muy bien hablando de esta novela con Rosa (y de
todo lo demás, especialmente de todo lo demás). Al grano. Sí, hemos hablado
mucho de sexo a cuenta de La carne, inevitable y divertido. Y nos
hemos presentado gente de la que sí y de la que no y nos hemos enseñado algún
posible amante en la pantalla del móvil. Hemos comparado nuestras vidas
sexuales y me ha hecho sentir vieja, hemos comparado nuestras aplicaciones
móviles y me ha hecho sentir anciana, nos hemos comparado con nuestras amigas
escritoras jóvenes y me ha presentado a escritoras de mi edad a las que ella
descubre antes que yo… ¡maldita sea, Rosa! Eso directamente no se hace. Hemos
comparado nuestro armario y me ha prestado ropa. ¿Qué quieren que les diga? Es
un hecho: Rosa Montero es una fuerza de la naturaleza, una escritora que ya
conocen y disfrutan y un ser humano extraordinario con independencia de las
letras (que no de la palabra). Y no. La muy bruja no tiene edad. Y yo que soy
su amiga empiezo a desear que la tenga. O a que me toque a mí algo de la suya,
esa vejez de la que se pavonea exultante y que mantiene la carne y La carne ardiendo.
©
Zenda – Autores, libros y compañía
Selección:
Agensur.info
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