Por James Neilson |
Lo de “que se vayan todos” no fue nada en comparación con la
convulsión política que acaba de producirse en Estados Unidos. Para
desconcierto no sólo de los demócratas sino también de muchos republicanos, y
horror de buena parte del resto del planeta, Donald Trump, un demagogo a menudo
esperpéntico, logró derrotar a Hillary Clinton que, hasta bien entrada la noche
del martes, se creía ganadora por ser una mujer, amiga de “los hispanos” y
representante cabal del establishment mayormente progre de la nación más
poderosa de la Tierra.
Lo logró al movilizar el rencor que sienten decenas de
millones de norteamericanos convencidos de que las elites costeras han llevado
su país al borde de la ruina, y lo han transformado en un gigante enfermo y
pusilánime, desdeñado por todos. Además consideran que “exportaron” las partes
más productivas de la economía a China y México, y los dejaron con nada más que
migajas.
Concluido el rito electoral, los partidarios de lo que ya es
el viejo orden se han puesto a criticar a Hillary. Un tanto tardíamente, se han
dado cuenta de que no era la candidata indicada, que por ser esposa de Bill
Clinton no tenía la autoridad moral para acusar a Trump de ser un violador
serial, que era fría y calculadora, una tecnócrata sin carisma y, para colmo,
una mentirosa corrupta cuya fundación recibía una cantidad fenomenal de dólares
de Arabia Saudita y Qatar a cambio de algo nada claro. Aunque la perjudicó
mucho la actitud vacilante del FBI frente a aquellos e-mails célebres, la habrá
herido aún más el hecho de que haya usado la computadora personal de un
pedófilo caído en desgracia, Anthony Weiner, el marido de Huma Abedin, una
asesora clave que, para más señas, pertenece a una familia de islamistas militantes.
Mientras duró la campaña, el grueso de los medios,
encabezados por el New York Times, se negó a llamar la atención a los “errores”
cometidos por Hillary o comentar acerca de la trayectoria de ciertos miembros
de su entorno para concentrarse en las muchas deficiencias de Trump. De tal
modo, contribuyeron al triunfo del candidato antisistema, para no decir
antipolítico. El multimillonario, cuya campaña costó una fracción de la de su
rival, fue beneficiado por la sensación difundida de que la rama mediática del
establishment estaba resuelta a hundirlo. En Estados Unidos, se ha abierto una
grieta muy ancha entre una elite globalizadora, de retórica “liberal”, cuando
no izquierdista conforme a las pautas nacionales, y sumamente soberbia que ni
siquiera se esfuerza por ocultar el desprecio que sus voceros más locuaces
sienten por quienes no comparten sus opiniones.
Por ser cuestión de un personaje que conquistó la
presidencia de su país al aprovechar la bronca de una proporción significante
de sus compatriotas, nadie sabe muy bien lo que Trump podría hacer una vez
iniciada su gestión. No le sería posible devolver Estados Unidos a los buenos
tiempos de las décadas finales del siglo pasado; para hacerlo, tendría que
vencer un enemigo que es mucho más poderoso que China o México; la tecnología
que está triturando empleos antes bien remunerados. Es de suponer que comenzará
a expulsar a muchos sin papeles, una medida que hace poco hubiera parecido
perfectamente legítima pero que, para los defensores actuales de una política
de fronteras abiertas, es típicamente “fascista”.
También procurará discriminar entre los musulmanes
“moderados” por un lado y los yihadistas por el otro, revertiendo así la
política de Barack Obama, según la cual no hay vínculo alguno entre el islam y
el terrorismo de grupos que toman las exhortaciones coránicas al pie de la
letra. ¿Y la Rusia de Putin? Puede que lo trate como una aliada valiosa en la
guerra contra los yihadistas, poniendo en práctica la recomendación del ex
primer ministro británico Tony Blair que quisiera que Estados Unidos, Europa,
Rusia y China cerraran filas para combatir un muy peligroso enemigo común.
Los hay que prevén que el establishment
demócrata-republicano de Estados Unidos se las arregle para capturar a “El
Donald” para que no perpetre demasiadas barbaridades. Es probable que lo
intente, pero si Trump resulta ser otro presidente “normal”, como Ronald Reagan
en su momento, digamos, o decide que le convendría dejar los asuntos más
importantes en manos de expertos procedentes del mundillo académico o aquel de
los negocios, decepcionaría sobremanera a sus muchos simpatizantes que sueñan
con cambios existenciales. Así las cosas, le será necesario hacer por lo menos
algunas cosas espectaculares para mostrar que no es meramente un político como
los demás.
Puede entenderse, pues, el nerviosismo que se ha difundido
en las capitales de Europa, Asia, África y América latina. Nadie cree que El
Donald se conforme con haber protagonizado una aventura política realmente
asombrosa, derrotando en el camino hacia la Casa Blanca a los aparatos
demócrata y republicano, los medios periodísticos gráficos y televisivos más
prestigiosos, una multitud de estrellas de la farándula internacional, los
universitarios y docenas de agrupaciones étnicas, religiosas y sexuales.
Trump es el líder más notable, aunque sólo fuera por las
dimensiones insólitas de su país, de un movimiento internacional que, entre
otras cosas, ya nos ha dado el Brexit y el crecimiento del Frente Nacional de
la francesa Marine Le Pen. Irónicamente, se trata de una variante de la
“política de identidad” originalmente fomentada por la izquierda extrema, con
la diferencia de que sus cultores no aspiran a destrozar las tradiciones
occidentales sino defenderlas mientras aún haya tiempo. Dicho movimiento es
reaccionario por antonomasia; se basa en la convicción de que han sido
contraproducentes los cambios impulsados por el progresismo, sobre todo los que
han llevado a la transformación demográfica de Europa y Estados Unidos.
Podría ser que estemos asistiendo a la agonía del “proyecto
de la Ilustración” que desde el siglo XVII ha dominado el pensamiento europeo
con su promesa de progreso indefinido hacia una utopía racional. Andando el
tiempo, los ideales nobles reivindicados por los epígonos de pensadores como
Voltaire, Rousseau, Locke, Hume, Smith y Kant se vieron adoptados por casi
todos, pero últimamente se han estrellado contra el hecho lamentable de que el
orden que ayudaron a crear sólo puede funcionar en sociedades relativamente homogéneas.
Asimismo, si bien la evolución vertiginosa de una economía globalizada ha
permitido que centenares de millones de asiáticos hayan salido de la pobreza
ancestral, también ha descolocado a muchísimos jóvenes del sur de Europa y
norteamericanos que, por razones comprensibles, son reacios a verse
sacrificados en aras de un proyecto que les parece cada vez más ajeno.
Aunque culpar a los inmigrantes en su conjunto por las
penurias que sufren es claramente injusto, el que por principio los defensores
del statu quo se nieguen a diferenciar entre los deseosos de probar suerte en
países desarrollados, como si a su juicio todos fueran igualmente valiosos en
términos económicos o culturales, no sorprende en absoluto que los alarmados
por lo que está ocurriendo también formulen generalizaciones tan burdas como
las de Trump cuando se ensañó con los mexicanos.
Trump mismo comparó su triunfo personal con el del Brexit en
el Reino Unido, donde, para indignación de las elites políticas y culturales,
los equivalentes de “los deplorables” del magnate inmobiliario votaron
masivamente a favor de salir de la Unión Europea. En Francia, Holanda, Suecia y
Alemania, para no hablar de Polonia y Hungría, están avanzando agrupaciones
similares a aquellas que se encolumnaron detrás de las banderas de Trump. Bien
que mal, los líderes de la resistencia europea contra la globalización y lo que
está causando suelen ser muchísimo más cerebrales y cultos que el
norteamericano, lo que, desde el punto de vista de los comprometidos con un
mundo sin fronteras, el pacifismo y la benevolencia universal, los hacen aún
más siniestros.
Trump no es un fascista. No es del todo probable que
organice milicias de matones uniformados para hostigar a sus adversarios. Es un
populista instintivo y bastante irresponsable en un país en que, a diferencia
de lo que se ve en otras partes del mundo, el populismo es más anarquista que
estatista; se caracteriza por la hostilidad hacia la interferencia
gubernamental. Por su parte, Hillary y sus adherentes se proponían aumentar aún
más el poder ya notable de las distintas instituciones estatales; como Obama,
admiran el orden socialdemócrata europeo, pero parecería que no han aprendido
nada de los reveses recién experimentados por sus putativos correligionarios
transatlánticos debido a los cambios demográficos que hacen insostenible el
Estado benefactor que se construyó en los años que siguieron a la Segunda
Guerra Mundial.
Por paradójico que parezca a ojos de los acostumbrados a
suponer que populismo siempre significa más estatismo y un mayor gasto público,
Trump ganó las elecciones presidenciales de la superpotencia subrayando su
voluntad de achicar el Estado y bajar los impuestos y por lo tanto el gasto en
todos los niveles. Tal vez no le sea dado concretar sus planes ambiciosos, pero
a buen seguro procurará hacerlo, de ahí la alarma que se ha difundido entre
millones que de una manera u otra dependen de cheques gubernamentales.
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