Detalle de La columna rota, obra de Frida Kahlo, de 1944 |
Por Agustín Fernández Mallo
1
No sé cuántas veces habré visto la película Casablanca.
Una vez escribí un relato en el que hablaba de las sorprendentes y casi nunca
comentadas imágenes que, ya al comienzo, larvan la película de verdadera
violencia. Me refiero a unas filmaciones reales de la Segunda Guerra Mundial:
tanques avanzan a través de Europa y en carromatos llenos de maletas y
colchones familias enteras huyen de las bombas.
Hoy, cuando repaso la
película, noto que mis emociones no se fijan tanto en la historia de Ingrid
Bergman y Borgart sino en toda esa gente real, que huye. Pero hay otro momento
en el que irrumpirán imágenes de archivo, esta vez tomadas en París. Bogart y
Bergman evocan en flashback su relación amorosa; el montaje de estudio consiste
en ellos en el plató de la Warner Bros haciendo como que navegan en el Sena,
mientras de fondo corren imágenes reales de un puente sobre el río de París. Me
interesa mucho ese puente.
2
En el año 1939 Frida Kahlo desembarca en la capital
francesa con el propósito de montar una exposición retrospectiva, apalabrada
por André Breton. Nada más llegar se da cuenta de que lo prometido por Breton
no es tal. Ni éste ni su grupo de surrealistas tienen sala para organizar la
exposición, tampoco hay hotel disponible para ella; se hospeda en la propia
casa de Bretón, donde compartirá habitación con la hija pequeña de éste. Frida
no entiende cómo los franceses pueden vivir en apartamentos tan pequeños
comparados con los mejicanos o estadounidenses. También llaman su atención las
mesas de las cafeterías parisinas, diminutas al punto de parecer que la gente
se apiña en torno a éstas como si de una bola de pitonisa se tratase. Es enero,
hace frío. Frida no soporta el frío, y su pie y su espalda le duelen; comienzan
de nuevo los agudos problemas de salud. Asegura entonces que por mucho que
digan Breton y sus amigos, ella no es una pintora surrealista, corriente a
cuyos integrantes inmediatamente cataloga de sucios, inútiles, vagos y cotillas
de café; palabras suyas: “esa banda de hijos de puta lunáticos que son los
surrealistas.” Recorre París en soledad. En Notre Dame enciende velas por su
esposo Diego Rivera, por su hermana Cristina, por Trotsky, por su amante
neoyorquino, Nick, y por ella misma porque –dice– el fuego puede apagarse pero
lo que nunca hace el fuego es envejecer. Los Jardines del Luxemburgo le
provocan nostalgia de los 3 hijos que no ha tenido; a menudo va allí y se
sienta durante horas. Producto de esas visitas a los jardines, deja escrito:
“La pintura ha llenado mi vida. He perdido tres
hijos y otra serie de cosas que hubieran podido llenar mi horrible vida. La pintura
lo ha sustituido todo. Creo que no hay nada mejor que el trabajo.”
Sin nada que hacer en París piensa entonces en
fabricar un corsé que le calme los dolores de espalda. No quiere encargárselo a
ortopedas parisinos, de quienes desconfía; ella misma se vale. Encerrada en la
habitación de la hija de Breton, manda que no le molesten. La hija deberá
dormir esos días en el sofá. Inspirada en cuentos infantiles de la pequeña,
concluye que el corsé tendrá que poseer articulaciones similares a las
costillas de ciertos reptiles extintos, y que tendrá que extenderse desde el
cuello hasta las ingles, donde unas correas de cuero lo atarán a las piernas.
Pocos días más tarde tiene fabricado un prototipo con cuerdas de cáñamo y
tablillas extraídas de las persianas, que arranca sin miramientos de la ventana
de la habitación. Cuando Bretón se da cuenta, entra en cólera y le dice que a
partir de entonces será ella quien duerma en el sofá. A Frida no le importa,
sólo piensa en su corsé. Por ver cómo se comporta en funcionamiento real, sale
a dar paseos con el invento bien ajustado a sus caderas y pecho. Se siente
mejor, pero tras poco más de un kilómetro el corsé se desmonta. Irritada, a la
orilla del Sena, lo tira en una papelera pública. El corsé ardería días más
tarde por causa de un rayo atraído por esa papelera, metálica. Fue una tormenta
que la familia Breton y Frida contemplaron desde la ventana del apartamento, y
que supuso su reconciliación con la vieja y domesticada Europa: “aquí la
naturaleza también sabe hacer cosas salvajes”. Fue al día siguiente de la
tormenta cuando sabría que el corsé había ardido: en un intento de recomponer
las piezas vuelve a buscarlo y lo encuentra aún en brasas. Diría después que
esas brasas le proporcionaron una poderosa visión acerca de la propagación de
la carne de un cuerpo a otro, visión que le serviría para el resto de su vida.
3
Regreso ahora a la escena de la película Casablanca.
Como he dicho aparecen Bogart y Bergman en una barcaza, y al fondo, en película
de archivo, un puente sobre el Sena. Alguien cruza ese puente, es Frida Kahlo.
Su silueta se pierde en la izquierda de la imagen, en dirección a lo que
podemos suponer que es la papelera con su corsé en aún brasas.
Quiero pensar ahora en esas dos mujeres, la mujer
de la pantalla y la mujer real, la que en una pista de aterrizaje de la ciudad
de Casablanca abandona su pasión por una convención social, y la que contra
todo un ejército de surrealistas construye un corsé con el propósito de curarse
ella misma. Quiero pensar en ese instante en el que en la pantalla sus vidas se
cruzan y no se reconocen. Si la una le hubiera pasado el testigo a la otra, ya
nada volvería ser como antes.
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