Por Nelson Francisco Muloni |
¿Qué es la distancia? ¿Una longitud? ¿Un trayecto? ¿Una
medida o espacio temporal? A veces, las distancias no pueden ser medidas,
contenidas. En reglas ni en metronomías. Sólo están. Como pueden estarlo los
recuerdos, por ejemplo. Que no se miden en años/luz ni en cantidad de
nostalgias. Simplemente, son.
Por alguna razón, las distancias suelen ser asemejadas a las
lejanías. “¡Cuánta distancia! ¡Cuánta lejanía!”, decimos, mientras hurgamos en
canciones de Bob Dylan o de Carole King, buscando alguna explicación que nos mitigue
esos interrogantes. Soplamos en el viento
y sentimos que la tierra se mueve bajo nuestros pies, pero no entendemos
qué es la distancia. Ni por qué está.
Pero, aún en las cercanías, siempre existen las distancias.
Ni piel a piel, siquiera, se borran. Porque pueden existir pensamientos
distintos. O latidos diferentes. Que marcan una distancia. Aun cuando los dedos
de una mano se entrelacen con otra. O, cuando el beso del amor se profundice en
los labios del amado. El sentir, incluso, los borbotones de la sangre cuando
los cuerpos se juntan, para el inicio o el final del deseo de amar, la
distancia no deja de existir.
Porque la distancia marca diferencias. Que a veces acercan.
Otras, alejan más. Por momentos, ese espacio es presente, pasado o futuro. Y no
hay razón para suponer que no deba estar.
Pero hay una distancia única, inentendible, elusiva de
cualquier paradigma filosófico o moral. Es cuando todo lo anterior –lejanías,
recuerdos, nostalgias, besos, piel, amores, sangre, vientos o pies- se vuelve
nada. Null. Cero. Y, aún persistiendo -en una dimensión lógica en la que se fortalecen-,
esas maneras, modos, espacios o lo que quiera llamárseles, aquella otra
distancia notable en sí misma, es definitiva. Y por ello, insalvable: la
muerte.
Por más que la memoria se esfuerce en reducir los tiempos o
las longitudes, la distancia ya es una imposible cercanía. Porque es total.
Definitiva. E, irremediablemente, ajena. Hasta que sea la nuestra.
Pero, no es este un lamento sobre ese espacio definitivo que
es la distancia de la muerte –o por la muerte o hacia la muerte- sino una
valoración de las distancias que, aún inasibles, inentendibles, son las que
están. Las que son. Las que pueden enrollarse en el corazón o apaciguarlas en
las cercanías de un beso, aunque siempre el espacio esté. Por infinitamente
pequeño que sea.
Y eso es lo importante. Saber que, queramos o no, esas distancias
siempre podrán ser menores. O estarán esperando ser menos lejanías. O alejarse
hasta alcanzarnos desde atrás, para empezar, para seguir, para empujarnos otra
vez, en la misma construcción de la vida.
© Agensur.info
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