Por Guillermo Piro |
En un solo desplazamiento pueden caber muchas conjeturas. Me
refiero a cualquier tipo de desplazamiento: a un mueble que durante años estaba
emplazado en un rincón y de pronto decidimos moverlo al centro del cuarto; a
una mudanza, por supuesto; y ni hablar de tres mudanzas, que son igual a un
incendio. La editorial Mardulce acaba de reeditar La vida tranquila, de
Marguerite Duras, en la traducción de Alejandra Pizarnik de 1972 (el mismo año
de su muerte).
El libro de Duras había sido editado entonces por el Centro
Editor de América Latina, en la colección Narradores de Hoy que dirigía Luis
Gregorich. Luis Gregorich es uno de los hombres más memoriosos que conozco, de modo
que lo llamé por teléfono para preguntarle detalles de aquella traducción, a
saber: ¿quién había propuesto traducir ese libro? ¿La propia Alejandra
Pizarnik? ¿En cuánto tiempo lo tradujo?, etc. El hombre más memorioso que
conozco no recordaba nada. Y no porque hubiera perdido la memoria (sigue
intacta) sino porque en 1975 Marguerite Duras no era la autora tan célebre que
es ahora, y Alejandra Pizarnik tampoco. O al menos su celebridad no llegaba al
punto de que la editorial se vanagloriase del nombre del traductor en la tapa,
o en la contratapa. Nada. Ni siquiera recordaba haber publicado aquel libro. Me
creyó porque le dije que tenía el ejemplar en la mano, pero si no hubiera sido
por eso creo que habría pensado que yo estaba equivocado.
Hablé también con Damián Tabarovsky, el editor de Mardulce:
él también, oportunamente, hizo sus averiguaciones, pero no llegó más lejos que
yo.
Lo que me había llamado la atención y había motivado las
llamadas fue justamente el desplazamiento del nombre de Alejandra Pizarnik,
desde la página de legales, en una tipografía ínfima en la edición de 1975, a
la tapa, y en una tipografía del mismo tamaño que la de la autora, en la
edición de Mardulce de 2016. Cuarenta y un años no es poco tiempo, pero ese
desplazamiento y ese engordamiento no pueden pasar desapercibidos. No es el
momento de contar quién fue Alejandra Pizarnik (la primera vez que oí hablar de
ella fue en 1979 de boca de Yaki Setton, a quien desde acá le mando un saludo).
Mucho menos es el momento de contar quién fue Marguerite Duras. No es el
momento, sobre todo, porque la cosa carece de importancia.
Todo esto viene a cuento del proyecto de ley de traducción
autoral, presentado por un frente de traductores argentinos a la Honorable
Cámara de Diputados esgrimiendo razones más que justas. Pero en un punto
promueve que el nombre del traductor aparezca en la tapa, en la portadilla y en
los créditos de los libros, lo cual, además de parecerme una exageración, me
resulta injusto para quienes, como en el caso de la poeta Alejandra Pizarnik,
se ganaron un lugar en la tapa a fuerza de escribir una obra y de haberse
matado ingiriendo cincuenta pastillas de Seconal. Ese debería ser el requisito
para que un traductor aparezca en la tapa de un libro. Es lo justo.
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