Por Carlos Ares (*) |
Hay varios en las estaciones de subte, cerca de los túneles
de salida o de combinación con otras líneas. Son cestos de metal gris, de boca
redonda, atornillados a la pared, largos como un cono de helado truncado abajo.
Al pie, en el piso, se lee una pintada que ordena: “Tire aquí su basura”. Para
que no queden dudas, una flecha de color señala hacia el cesto.
Debo reconocer que la primera vez que los vi tuve una
impresión desagradable. ¿A quién se le ocurre? Sonaba demasiado terminante. ¿Mi
basura? ¿Toda mi basura la tengo que tirar acá? Miré a un lado y a otro. Eramos
pocos en el andén, a esa hora. Quizá esperaba que vinieran agentes de la
Metropolitana a obligarme. Imaginé el diálogo con ellos. Yo, con los bolsillos
del saco y del pantalón colgando hacia afuera, después de hacer un bollo con
las servilletas de bar y los papelitos en los que apunto ideas, y ellos
reclamando más. “Vamos, vamos, usted es un hombre grande ya. ¿Vivió siempre
acá?”. Iba a explicarles que no, que hubo una época en la que... Pero me
escuché, resignado, diciendo “sí”. No daba andar contando historias de otro
siglo. “Entonces tiene que tener más basura”, dijo uno de los agentes, “vamos,
revise, confiese, saque, tire”.
Cerré los ojos y quedé a oscuras. En simultáneo, como
fotogramas acelerados para llegar desde mi adolescencia hasta ese andén, traté
de separar los recuerdos reciclables de los inservibles que se habían degradado
y podía descartar. Me volví un experto cartonero de mi propia vida. Familia,
amigos, mujeres, equipos, partidos de fútbol, clubes, bailes, carnavales,
veranos, compañeros de trabajo, exilios, pueblos, ciudades. Los camiones de la
memoria llegaban cargados de residuos orgánicos e inorgánicos que depositaban
en la cinta transportadora de la película.
Había restos de comida, migajas de palabras, puchos,
cenizas, pocillos con restos de café, bollos de papel, fotos ocres, pedazos de
hierros oxidados, hules, astillas, libros descolados, puertas de ropero que
conservaban las páginas de diarios que se usaron para que pudieran cerrarse.
Podía verlo y olerlo todo. Inclusive, el pestilente aroma del Riachuelo que
envolvía el sur cuando el viento soplaba desde el norte.
De pronto, el traqueteo de la cinta me sobresaltó. Comenzó a
recargarse con episodios sociales. Actos, manifestaciones, bombas de gases,
disparos, reclamos, voces, gritos. “Justicia, justicia, justicia”. La descarga
era imparable. Pasaban cadáveres, fantasmas. Onganía, Lanusse, Vandor, Perón,
López Rega, Firmenich, Isabel, Videla, Galtieri, Herminio Iglesias, Vicco,
Gostanian, Spadone, Kohan, Dromi, Kirchner. Muertos que parecían vivos todavía.
De la Rúa, Aníbal Ibarra, Ruckauf, Menem, Scioli. Cuerpos corruptos, años
descompuestos, esperanzas vencidas, promesas podridas.
Redoblé el esfuerzo de recordar. Me sentía enérgico,
decidido a contener el asco y a barrer con todo. Casi no me daban las manos
para apartar lo que podía servir de lo que ya no tenía reparación. Volcados, de
cabeza, en los cestos pataleaban las piernas de Aníbal Fernández, De Vido,
López, Jaime, Báez. Reaccioné cuando el agente de la Metropolitana me tocó el
hombro. “El gordo ése, el último, no entra, espere que los jueces vengan a
vaciar el cesto, lo deposita nuevamente y sigue con los demás”.
Abrí los ojos. El cesto estaba a medio llenar, con papeles y
un par de botellas plásticas. Volví a leer: “Tire su basura aquí”. No es mala
idea, pensé, al fin. Antes o después de ir a terapia. Antes o después de volver
del trabajo. Antes o después de ver la tele, de leer los diarios. Un poco en
los foros, un poco en las redes sociales, un poco en la calle, un poco acá, y
se sentirá más liviano, de mejor humor. Habría que instalar uno al pie de cada
texto –“Tire su basura aquí después de leer”–, en la puerta de cada casa –“Tire
su basura aquí antes de entrar”–. Tal vez con la basura de todos podríamos
rellenar la grieta, echar tierra sobre ella y ver si crece algo mejor.
(*) Periodista
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