Por James Neilson |
Hace apenas cinco meses, lo que más agitaba a la
intelectualidad politizada norteamericana era la lucha en torno a la llamada
ley de baños: para indignación del presidente Barack Obama, del Departamento de
Justicia federal y una multitud de progresistas, al gobernador de Carolina del
Norte se le había ocurrido prohibir a los transexuales usar baños públicos que
no correspondían al género que figuraba en su partida de nacimiento.
Mucho ha
cambiado desde aquellos días felices en que asuntos tan esotéricos eran
prioritarios. Desde hace poco más de una semana, los politizados están
preguntándose si la democracia es compatible con el sufragio universal, si
deberían preocuparles el destino de quienes no podrán adaptarse a las
exigencias de una economía posindustrial y lo terrible que sería si “los
blancos” comenzaran a actuar como los militantes de agrupaciones de hispanos y
negros que, a menudo de forma muy agresiva, exaltan su propia condición étnica.
Puede que el triunfo electoral, por un margen bastante
estrecho, de Donald Trump no perjudique demasiado a las minorías sexuales, ya
que a diferencia de su compañero de fórmula, el evangélico Mike Pence, el
presidente electo no parece sentir interés alguno por el tema. Así y todo,
muchos temen que haya llegado a su fin una época dominada por personajes
resueltos a derribar todas las barreras habidas y por haber y que en adelante
lleven la voz cantante conservadores de mentalidad neovictoriana. No sería la
primera vez que un período de hedonismo libertario provoque una reacción
puritana, o viceversa; tampoco sería la última ya que en dicho ámbito, como en
tantos otros, las sociedades suelen seguir un camino zigzagueante.
Aunque la elección de Trump siempre estuvo entre las
alternativas factibles, los comprometidos con lo que tomaban por progreso se
convencieron de que la historia continuaría marchando en la dirección que les
parecía apropiada, de ahí el estupor que tantos sintieron al enterarse de que
Estados Unidos no era el país que habían imaginado. En efecto, decenas de miles
de norteamericanos por lo común jóvenes siguen resistiéndose a creer que Trump
será el próximo presidente. Antes de las elecciones, los demócratas vaticinaban
que los simpatizantes del empresario las declararían ilegítimas a menos que las
ganara, pero resulta que muchos que apoyaron a Hillary son igualmente
desdeñosos de las reglas políticas imperantes. En las manifestaciones de
repudio los hay que exhiben pancartas con el lema amable “viola a Melania”,
mientras que muchos cibernautas dicen que les encantaría ver asesinado a su
marido.
Por fortuna, los partidarios más lúcidos del statu quo
moribundo, entre ellos los responsables del muy influyente New York Times, son
de temperamento más pacífico. Juran estar sometiéndose a una sesión de
autocrítica. Entienden que cometían un error muy grave al pasar por alto el
rencor de los golpeados por la globalización, los alarmados por la irrupción de
millones de inmigrantes de costumbres para ellos exóticas, cuando no violentas,
y los hartos de verse tratados por quienes se jactan de su superioridad moral
como cavernícolas primitivos que, por suerte, pronto serán reemplazados por
“minorías” más progres. ¿Aprenderán tales personas algo de la derrota que
acaban de sufrir los presuntamente buenos en la guerra maniquea que están
librando contra los malos? Es posible, pero la reacción feroz de sus correligionarios
menos sofisticados que han llenado las calles de ciudades costeras como Nueva
York para protestar sólo servirá para fortalecer a los convencidos de que lo
que más necesita Estados Unidos hoy en día es una virulenta contrarrevolución
cultural.
En el resto del mundo, el impacto de lo que algunos
califican del “tsunami Trump” ha sido casi tan fuerte como en Estados Unidos.
Muchos sospechan que sus propios países están por experimentar una metamorfosis
similar. La inquietud que sienten los asustados por tal eventualidad puede
entenderse. También en Europa hay muchos millones de personas que se sienten
víctimas de una clase política y mediática que las desprecia. Quieren
desquitarse. Dirigentes de movimientos habitualmente denigrados como “populistas”,
“derechistas” o “nativistas”, entre ellos el británico Nigel Farage, la
francesa Marine Le Pen, el holandés Geert Wilders y la alemana Frauke Petry,
celebraron la hazaña electoral de Trump y se afirmaron confiados en su
capacidad para replicarla en sus propios países. Lo mismo que el
norteamericano, quieren frenar e incluso revertir las corrientes migratorias
que, en un lapso muy breve, han modificado la conformación demográfica de
sociedades que antes eran relativamente homogéneas, lo que ha provocado un
sinfín de problemas.
¿Son racistas Trump y sus admiradores europeos? Aunque
no cabe duda de que algunos partidarios de tales rebeldes si lo son, a juzgar
por su retórica, los líderes mismos están mucho más preocupados por las
consecuencias infelices del “multiculturalismo” que fue reivindicado durante
años por progresistas que por las teorías eugénicas que fascinaban a tantos
pensadores, algunos de ellos izquierdistas, en la Europa de la primera mitad
del siglo pasado. Por ahora cuando menos, se limitan a insistir en que les toca
a los recién venidos y sus hijos hacer un esfuerzo auténtico por “asimilarse” a
la cultura mayoritaria o, en el caso de que se nieguen a intentarlo, que se
vayan a otra parte donde se sentirían más cómodos.
Tales actitudes eran universales hasta que, en los países
más desarrollados, se instalaron en el poder los formados por la
“contracultura” de los “soixanthuitards”, como llaman los franceses a quienes
se aferran a las banderas de la revuelta estudiantil parisina de 1968. Andando
el tiempo, tales personas engendrarían la moda de la corrección política, un
arma potente que usarían para intimidar a los defensores de tradiciones de raíz
“judeocristiana” que según ellos son intrínsecamente racistas y antiislámicas.
Así las cosas, no es del todo sorprendente que en ambos lados del Atlántico
muchos se hayan reaccionado frente a lo que ven como una ofensiva destinada a
privarlos de su lugar en el mundo; lo único sorprendente es que hayan tardado
tanto en hacerlo.
Para desazón de los demócratas norteamericanos, los
esfuerzos por movilizar a las “minorías” contra los “blancos” no tuvieron el
éxito que previeron. Una cantidad significante de hispanos y negros votó a
Trump u optó por quedarse en casa. Sucede que a muchos hispanos les molesta
tanto como al que más la presencia de millones de indocumentados, mientras que
los negros saben muy bien que les benefició muy poco la gestión de Obama, a
pesar de que por solidaridad racial el 90 por ciento lo hubiera apoyado cuando
hablaba de “esperanza y cambio”. Comparten la sensación generalizada de que en
los años últimos Estados Unidos perdió el rumbo y que ha llegado la hora de
reencontrar el “sueño norteamericano” conforme al cual cualquiera podrá
prosperar con tal que trabaje duro y acate la ley. Se tratará de una ilusión,
claro está, pero de una que aún sirve para dar un sentido a la vida y confirmar
la identidad en un país en que los símbolos patrios han conservado su poder
aglutinante.
En sociedades como la norteamericana en que “la política de
la identidad” afecta a virtualmente todo, privilegiar las aspiraciones de un
grupo determinado siempre garantizará que haya conflictos con otros rivales.
Luego de solidarizarse de forma tan evidente con “la clase trabajadora blanca”,
a Trump le costará ganar el apoyo o, por lo menos, la aquiescencia, de
organizaciones formadas para aprovechar las quejas de los hispanos y negros que
se habían acostumbrado a disfrutar del apoyo del gobierno federal y sus aliados
mediáticos.
Dijo una vez el entonces gobernador del Estado de Nueva
York, Mario Cuomo, que “se hace campaña en poesía y se gobierna en prosa”.
Coincide el neoyorquino Trump: buen actor, en cuanto se selló su triunfo en el
colegio electoral, se puso a elogiar en términos extravagantes a Obama y Hillary
Clinton, manifestar su amor imperecedero por los hispanos debidamente
documentados y su deseo fervoroso de ser el presidente de todos los
norteamericanos, lo que, pensándolo bien, sonó muchísimo más “poético” que las
arengas furibundas que había pronunciado un par de horas antes.
Con todo, Trump no se ha transformado instantáneamente en un
tipo tierno, de opiniones resueltamente moderadas que nunca soñaría con
expulsar a ningún inmigrante; dice que comenzará su gestión echando a tres
millones de “pandilleros y narcotraficantes”. Asimismo, además de
reconciliarse con los republicanos que ocuparán la mayoría de los escaños en la
Cámara de Representantes y el Senado porque los necesitará para llevar a cabo
las reformas drásticas que se ha propuesto, tendrá que mantener el apoyo de las
bases que lo eligieron. Espera que aquellos se sientan conformes con el
nombramiento de Reince Priebus, un hombre del aparato partidario, o sea, del
establishment, como jefe de Gabinete, y que estas festejen la decisión de hacer
de Steve Bannon, un conservador acusado de ser un ultra de la derecha
nativista, su asesor estratégico principal, lo que, huelga decirlo, levantó
muchas ampollas. De todos modos, ya se habrá dado cuenta de que no le será
fácil mejorar su propia relación con el establishment republicano sin enojar
sobremanera a sus partidarios más combativos.
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