Por Javier Marías |
Hay mucho inquietante en las sociedades actuales,
pero algún rasgo es además misterioso, como la continua, siempre incansable,
proliferación de imbecilidades. Es seguro que en gran parte se debe a las redes
sociales, que actúan como amplificadoras de toda sandez que se le ocurra a
cualquier idiota ocioso. Hace tiempo que dije que la estupidez, existente desde
que el mundo es mundo, nunca había estado organizada, como ahora.
Cada memo
lanzaba su memez y ésta se quedaba en el bar o en una conversación telefónica
entre particulares. Había poco riesgo de contagio, de imitación, de epidemia.
Hoy es lo contrario: cualquier majadería suele tener inmediato éxito, legiones
de seguidores, al instante brotan decenas de miles de firmas que la suscriben,
hacen presión y a menudo imponen sus criterios o sus censuras o sus
prohibiciones. Porque otro de los signos de nuestro tiempo es ese, el afán de
prohibir cosas, de regularlo todo, de no dejar un resquicio de libertad
intocado. Hablé hace poco de quienes quieren que no se publiquen –así, sin más– las opiniones que
no les gustan o que contrarían sus fanatismos variados. Demasiados individuos
desearían dictaduras a la carta, con ellos de dictadores. Y, lo mismo que el
crimen organizado es mucho más difícil de combatir que el crimen por libre,
otro tanto sucede con la necedad organizada.
La última que me llega es la bautizada como
“apropiación cultural”, sobre la cual, claro está, se están arrojando anatemas.
Veamos de qué se trata: hay un montón de colectivos –o partes de esos
colectivos, espero– que consideran un insulto que alguien no perteneciente a
ellos practique sus costumbres, interprete “su” música, baile “sus” danzas o se
vista como sus miembros. Pongamos ejemplos de esta nueva ofensa inventada: si
alguien que no es argentino baila tangos, está llevando a cabo una “apropiación
cultural” que, según los protestones, siempre implica robo y burla, hurto y
befa; si unos señores se disfrazan de mariachis y cantan rancheras, lo mismo si
no son mexicanos auténticos; los blancos no pueden tocar jazz, porque es expresión del alma negra y un no-negro
estaría parodiándola y faltándole al respeto; por supuesto nadie que no sea
gitano de pura cepa puede salir en un restaurante a arañar el violín con
atuendo zíngaro, vaya escarnio.
Si la cosa se llevara a rajatabla, nos
encontraríamos con que Bach estaría reservado sólo a intérpretes alemanes,
Schubert a austriacos y Scarlatti a italianos. Nadie que no hubiera nacido en
Sevilla debería bailar sevillanas, ni muñeiras quien no fuese gallego. El sitar
sería un instrumento vedado a cuantos no fuesen indios de la India (aunque
tampoco estoy seguro de que sea exclusivo de ellos), nadie que no fuera ruso
debería acercarse a una balalaika ni lucir casaca cosaca, y un colombiano jamás
osaría marcarse una samba. Las grabaciones de Chet Baker y otros jazzistas
blancos habrían de ser quemadas, por irrespetuosas, y nadie que no proviniera
de ciertas zonas de los Estados Unidos estaría autorizado a entonar una balada country. ¿Y qué es eso de que Madonna aparezca con
traje de luces en algunos de sus conciertos? Vaya escándalo, vaya mofa para
España y Francia.
Es un escalón más. Hace tiempo escribí sobre algo
parecido: centenares de miles de firmas clamaban al cielo porque en una
película de Peter Pan (con actores), a la Princesa Tigrillas no la hubiera
encarnado una actriz india de verdad (india de América), sino una blanca. Estos
agraviados, por lógica, condenarían a cualquier actor que, no siendo danés,
hiciera de Hamlet; al que, no siendo “moro de Venecia”, hiciera de Otelo; al
que, no siendo manchego, se atreviera con Don Quijote, y así hasta el infinito.
Esto de la “apropiación cultural” es de esperar que no prospere y que nadie
haga maldito el caso, pero ya de nada puede uno estar seguro. Los bailes de
disfraces quedarían automáticamente prohibidos, por irreverentes, y a Jacinto
Antón habría que correrlo a gorrazos por vestirse de vez en cuando –según ha
contado– de policía montado del Canadá o de explorador británico con salacot y breeches. Un
hereje el pobre Jacinto.
Más allá de lo grotesco y las bromas, cabe
preguntarse qué ha pasado para que hoy sea todo objeto de protesta. Por qué
todo se ve como denigración, y nada como admiración y homenaje, o incluso como
sana envidia. Hubo un tiempo no lejano en el que los colectivos se sentían
halagados si alguien imitaba sus cantos y sus bailes, si atravesaban fronteras
demostrando así su pujanza, su bondad y su capacidad de influencia. ¿Por qué
todo ha pasado a verse como negativo, como afrenta, como “apropiación indebida”
y latrocinio? Da la impresión de que existan masas de imbéciles desocupados
pensando: “¿Qué nueva cretinada podemos inventar? ¿De qué más podemos
quejarnos? ¿Contra quiénes podemos ir ahora? ¿A quiénes culpar de algo y
prohibírselo?” Ya lo dijo Ortega y Gasset hace mucho: “El malvado descansa de
vez en cuando; el tonto nunca”. O algo por el estilo.
© Zenda –
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