domingo, 9 de octubre de 2016

Un baño de realidad

Por James Neilson
Toda vez que un gobierno o una institución, por lo común eclesiástica, ya que la Iglesia Católica aspira a apropiarse del tema, nos recuerda que en la Argentina los pobres se cuentan por millones, muchos reaccionan con asombro para entonces preguntarse, con indignación, cómo es posible que en un país con tantos recursos naturales, una proporción sustancial de sus habitantes viva en la miseria. 

Luego de afirmarse escandalizados por lo que toman por una aberración imprevista, la atribuyen a errores crasos cometidos por las autoridades actuales y las anteriores, al capitalismo que nos hace mezquinos o, en el caso de algunos de actitudes que en opinión de la mayoría son anacrónicas, a las deficiencias culturales de los pobres mismos, para entonces pedir la puesta en marcha de un plan de emergencia.

Es lo que ha ocurrido con regularidad deprimente desde que, a mediados del siglo XIX, la “cuestión social” comenzó a preocupar a los biempensantes. Fue de prever, pues, que la difusión por el Indec renacido de los datos más recientes desatara una tormenta verbal que, tal y como están las cosas, se repetirá dos o tres vez por año en las décadas próximas. Los kirchneristas se las ingeniaron para eludir el debate ya rutinario en torno a la consolidación del tercer mundo argentino al falsificar groseramente las estadísticas para que no estigmatizaran a nadie, pero los macristas esperan que su propia voluntad de enfrentar la realidad los ayude a superarla.

Es poco probable que logren hacerlo a menos que entiendan que no es paradójico en absoluto que a esta altura del siglo XXI haya cada vez más pobres en un país que es rico en recursos naturales. Antes bien, es lógico. En sociedades cuyos ingresos provienen de la venta de bienes primarios, gobernar es repartir, razón por la que la Argentina, el ex granero del mundo, tiene el clientelismo en su ADN. A su manera, todos, desde el Presidente y los gobernadores provinciales hasta los punteros en los barrios más decrépitos, son clientelistas y piensan en términos clientelares, ya que su prioridad consiste en distribuir según sus propios criterios los fondos que llegan a sus manos. Solidarios o politizados, honestos o ladrones, no pueden sino confiar en que sus protegidos les devuelvan algo a cambio de lo que a su entender es un favor. Tal vez la relación entre los llamados dirigentes y la gente de a pie sería otra si el país tuviera un Estado impersonal, pero como Cristina y, según parece, Mauricio Macri saben muy bien, la mayoría ve en el que efectivamente existe los rasgos del jefe o la jefa de la gran familia nacional.

Con la excepción del campo, todos los distintos sectores, entre ellos el conformado por la costosísima corporación política, suelen depender de subsidios de un tipo u otro. Sin la ayuda directa o indirecta del gobierno de turno, buena parte de la industria moriría. El esquema resultante funcionaba relativamente bien hasta los años sesenta del siglo pasado, pero no pudo adaptarse a los cambios revolucionarios que transformaban la economía mundial, razón por la que la Argentina pronto se vería aventajada no sólo por España, Italia y Corea del Sur, países cuyo bienestar no debe nada a la suerte geológica, sino también por vecinos como Chile.

Para el gobierno del presidente Macri, el clientelismo –en escala barrial, se entiende–, es malo, pero pocos días transcurren sin que se comprometa a enviar más dinero a las provincias, municipalidades, organizaciones sociales, sindicatos y demás. De tal modo, participa activamente de la ya tradicional puja distributiva en que los logros tienen más que ver con la política que con la eventual productividad de los grupos favorecidos por la hipotética generosidad oficial. Aunque la gente de PRO y sus aliados radicales o progres quisieran librar una “batalla cultural” contra la mentalidad clientelista, no tienen más opción que la de respetar las entrañables costumbres nacionales. Ya es tarde para que la Argentina se metamorfosee en un tigre capaz de competir con las bestias más voraces de la jungla internacional que, huelga decirlo, no se destacan por la solidaridad hacia los perdedores.

Macri sueña con la “pobreza cero”. Es un eslogan muy lindo, pero por desgracia abundan los motivos para suponer que el objetivo que se ha planteado es fantasioso. Puede que en el pasado algunos países escandinavos se hayan acercado a dicha meta, pero últimamente ellos también han visto aumentar la cantidad de pobres.

Asimismo, en Estados Unidos, los éxitos iniciales de la “guerra contra la pobreza” que declaró el presidente Lyndon B. Johnson en 1964 han sido anulados por cambios recientes; todo hace prever que en el mundo desarrollado seguirá creciendo la cantidad de quienes dependen de limosnas estatales para mantenerse a flote. Para más señas, la evolución vertiginosa de la tecnología está destruyendo millones de fuentes de trabajo que hasta hace poco se suponían permanentes.

Políticos, clérigos, “luchadores sociales”, intelectuales progresistas y otros a menudo parecen convencidos de que la prosperidad generalizada es “normal” y la pobreza un fenómeno anómalo, imputable a la codicia de una minoría rapaz o, a juicio de la izquierda, al neoliberalismo, es decir, al capitalismo. Si fuera así la “solución” sería sencilla, pero no lo es. Antes de que casi todos puedan disfrutar de un nivel de vida equiparable con el de la clase media de los países avanzados que, conforme a las pautas históricas, es extraordinariamente alto, pero que hoy en día suele considerarse normal, será necesario que la sociedad experimente una multitud de cambios.

El capitalismo, en el que el sector privado cumple un rol fundamental, es el único sistema que es capaz de generar bienes materiales en cantidades adecuadas para satisfacer las expectativas de la mayoría. Así las cosas, a menos que muchos de los aproximadamente 13 millones de personas que, según el Indec, son pobres lograran adquirir los conocimientos y actitudes que los habilitarían para desempeñar papeles útiles en una economía moderna, sería muy difícil modificar su situación sin expandir exponencialmente un aparato clientelista que ya es muy grande.

Supongamos por un momento que, gracias a un tsunami de inversiones, se crea un sinnúmero de puestos de trabajo de calidad apropiados para una economía relativamente avanzada. ¿Podrían aprovechar la oportunidad todos aquellos que, para sobrevivir, dependen de “planes” asistenciales?

Claro que no. Lo más probable sería que empresas deseosas de hacerse internacionalmente competitivas o reparticiones estatales informatizadas se vieran obligadas a importar trabajadores calificados desde Europa o Asia, lo que motivaría muchas protestas. Dicho de otro modo, una eventual recuperación económica no necesariamente permitiría que el país se anotara muchos triunfos en “la guerra contra la pobreza” que el gobierno macrista quiera librar. Antes bien, podría servir para ampliar todavía más la brecha que separa a los rezagados de los demás.

Los conscientes de que el grueso de los pobres actuales no está en condiciones de aportar mucho a una economía más eficiente dicen que la educación es clave. Están en lo cierto, pero esperar que el sistema educativo nacional se encargue del problema es pedir peras al olmo. Por motivos que nadie parece entender muy bien, pero que con toda seguridad incluye la militancia sindical –parece ser una ley universal que, cuanto más fuertes son los sindicatos docentes de un país determinado, peores serán los resultados educativos–, y una cultura social a un tiempo sensiblera y facilista, la escuela pública ha deteriorado tanto en los años últimos que los chicos aprenden mucho menos que sus coetáneos en Europa, Asia oriental y ciertos países latinoamericanos. Mientras que en China, el Japón y Corea del Sur, los padres rinden culto a “la cultura del esfuerzo” y están plenamente dispuestos a sacrificarse para que sus hijos aprendan lo necesario para abrirse camino en la vida, aquí demasiados creen que, por ser la educación un “derecho” consagrado, sus retoños merecen recibir diplomas presuntamente prestigiosos aun cuando no se hayan preocupado por aprobar los exámenes correspondientes.

Macri, lo mismo que los mandatarios de docenas de países, además de Jorge Bergoglio, habla como si se creyera el líder de una cruzada nacional contra la pobreza. Muchos coinciden; les parece innegable que en última instancia todo dependerá del accionar gubernamental. Tal vez el concepto así insinuado sería positivo si un gobierno congénitamente paternalista supiera conculcar en los pobres la voluntad de superarse, de conseguir valerse por sí mismos, pero sorprendería que el mensaje no resultara contraproducente. Para reducir la pobreza a dimensiones menos escalofriantes, sería necesario que el país experimentara una revolución cultural parecida a las que se dieron en Italia, España e Irlanda al replegarse el catolicismo, en el Japón de la segunda mitad del siglo XIX o en China después de la disparatada convulsión maoísta que tantos progresistas occidentales aplaudieron. Mal que les pese a quienes se felicitan por sus sentimientos caritativos, los protagonistas de “la guerra contra la pobreza” tendrán que ser los pobres mismos, pero hasta ahora no hay señales de que la mayoría esté esforzándose por liberarse de la tutela de sus presuntos benefactores.

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