Por Diego Fonseca
Sinteticemos el futuro con el pasado reciente: en
los tres debates presidenciales, Hillary Clinton acabó calmada y saludando al
público, mientras Donald Trump culminaba una nueva rabieta escoltado solo por
su familia en los fondos del proscenio, un marginal en exposición.
En el
último, Clinton mantuvo la horma institucional con un discurso controlado,
consciente de que un presidente juega su imagen con cada palabra y gesto.
Trump, para quien no hay mayor autoridad que su testosterona, llevó la deshonra
al extremo: después de mentir, conspirar e insultar sin filtros, dijo que si
pierde la elección presidencial del 8 de noviembre, ya sabrá el diablo si
acepta el resultado electoral. El hombre que ha insuflado ánimos a
miles de deplorables es capaz de escupir sobre el sistema democrático y,
tal vez, salirse con la suya (God bless America).
Dos Estados Unidos estaban claros antes del primer
debate y dos quedaron retratados en piedra y para la historia tras el último.
Trump es el producto de un extenso y amplio fracaso del sistema político e
institucional de Estados Unidos, del mismo modo que Clinton es uno de sus más
acabados —e imperfectos— productos. Quien gobierne los próximos cuatro años, y
por mínima supervivencia planetaria esa debiera ser Hillary, dirigirá la mayor
democracia del mundo en un equilibrio tan delicado que caminar sobre la cuerda
floja entre dos rascacielos parecerá el inicio del entrenamiento.
Los Estados Unidos de Clinton aún pueden sostener
la promesa. Con todas sus fallas, Clinton está preparada para gobernar. El
tamaño de su victoria determinará la profundidad de sus reformas en salud,
migración, banca y educación, pero, en cualquier caso, habrá proyecto: una
nación con una narrativa orientadora, un destino. Nada de eso significa que
gobernará con comodidad: Clinton será votada a ceño fruncido, negada por
una porción perniciosa de la sociedad y estará vigilada por votantes que piden cambios
significativos de gestión pública en Washington. Aun así, es la última
herramienta y esperanza de que el sistema político pueda corregirse a sí mismo
y continuar el trabajo de Barack Obama en la modernización y liberalización de
sociedad y cultura.
Los Estados Unidos de Trump, en cambio, son un
rugido, Sauron –como el personaje de J. R. R. Tolkien en El
Señor de los Anillos— o un llamado al combate: el fin de una nación tal
como la conocíamos.
¿Puede haber paz tras su siembra de uvas de ira?
¿Cómo se desmovilizan millones de votantes furiosos a quienes ha hecho todo por
convencer de que, si no triunfa, es porque hubo fraude? Trump como candidato no
ha sido capaz de elaborar propuestas y es improbable que su gobierno sea más
que una peligrosa improvisación. Pero sería ingenuo creer que después de la
posible derrota de Trump terminará la rabia. Los Estados Unidos no eran
perfectos, pero ahora lo son menos, pues han demostrado que un ignorante jactancioso
puede llegar a centímetros de la presidencia. Trump ya hizo del mundo un lugar
peor. Sus imitadores no tardarán en tomar impulso.
En los ocho años que van del Tea Party a Trump, el
Partido Republicano perdió el presente y enajenó su futuro. La ignorancia y el
desinterés por comprender un mundo más complejo crearon un nuevo actor político
en Estados Unidos, incapaz de lidiar con las instituciones, que demanda
soluciones determinantes e inmediatas y no tiene respeto por ideas distintas al American
Way of Life del dominio blanco del siglo XX.
Ese nuevo actor político, un votante iracundo, es
la bestia que Trump soltó y que merodeará al gobierno de Clinton. No quiere
diálogo: quiere obediencia y acción. Trump ha hundido los cimientos del primer
partido de la derecha racista europea en el continente americano, un tercio del
electorado que supone a Estados Unidos dominado por los agentes locales de una
oscura conspiración global. Ese nativismo recargado de xenofobia y odio racial
obligará al Partido Republicano a la búsqueda de una nueva alma como una
derecha moderna capaz de ofrecer propuestas económicas inteligentes. ¿Tomará
una, dos generaciones?
No: los Estados Unidos de la democracia liberal no
existen más. Están desafiados por una sociedad hipertensa. La promesa del Sueño
Americano es una pesadilla negra. La educación pública, regida por los estados
y no el gobierno federal, está afectada por serios problemas de calidad
formativa y presupuestaria. El modelo de salud parece diseñado para matar de
estrés financiero a las familias; los bancos, los millonarios y Wall Street
tienen una gran vida sin responsabilidades sociales; millones de personas
trabajan demasiado duro en pos de una promesa que no se cumple.
En América Latina sabemos cómo la frustración es caldo
de cultivo para aventuras autoritarias. La polarización política mina los lazos
societarios y en nada de tiempo —Argentina, Venezuela, Ecuador, sume y siga— ya
no hay acuerdos mínimos y la barranca se hace cercana. Muchos de nuestros
presidentes han actuado como políticos de trinchera antes que estadistas:
cuando debían curar heridas, hundieron el dedo en la llaga.
Clinton —la probable, necesaria presidenta— puede
demostrar que se preparó a conciencia. Es el adulto en la sala capaz de
reeducar al kindergarten de Trump. No es simple: deberá ocuparse
del país, y, en esa misión, ayudar a que la oposición recupere el centro,
curándose del veneno del agente naranja. Para beneficio de todos y sobre todo
como antídoto al odio en los Estados Unidos.
Diego
Fonseca es escritor argentino que actualmente vive en Phoenix y Washington. Es
autor de "Hamsters" y editor de "Sam no es mi tío" y
"Crecer a golpes".
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