Por Carlos Ares (*) |
Espero que al recibo del presente, enviado desde el pasado,
te encuentres bien junto a todos los seres queridos. Al menos, en paz. Lo que
ya sería mucho pedir, tal como van las cosas. Perdoná que intente comunicarme a
través de un medio tan extraño para vos como el mail. Seguramente podrás leerlo
en un viejo artefacto porque estará de moda coleccionar desechos electrónicos.
Vender recuerdos nunca dejará de ser negocio.
La vida va dejando una estela de
momentos a los que siempre se trata de recuperar. Ahora mismo, mientras te
escribo, Hugo Díaz toca sus tangos en un aparato que reproduce vinilos.
¿Sabrás de qué te hablo? ¿Alcanzarás a oírme? Si fuera así,
si de verdad ya lograron ampliar la comprensión de un texto a la reproducción
de los sonidos cercanos, me encantaría vivir hasta entonces sólo para quedarme
sentado ahí, leyendo a Salgari mientras escucho alrededor todas las voces de mi
infancia.
Pero bueno, a lo que importa. A pesar de cierta melancolía
que habrás notado ya en el tono del comienzo, –por otra parte inevitable cuando
se trata del tiempo–, no tomes este correo arrojado al océano virtual como el
mensaje de un náufrago dentro de una botella. Es un acto desesperado, sí, pero
como el de quien se para en el umbral de la noche y estremece el silencio con
un grito que es a la vez de horror e impotencia.
Querido futuro, quiero contarte, para decirlo ya de un modo
brutal y directo, que nos estamos matando. Así como lo leés. Dirás, quizá, con
esa mirada de la distancia que amortigua el efecto de los sentimientos
inmediatos, epa, qué exagerado, de qué hablaba este tipo. A mi vez, me pregunto
cómo hacer para explicarle a quien se preserva como último refugio de ilusión y
esperanza de algo mejor que la situación ahora mismo no parece tener solución a
la vista.
Me remito a la memoria. Si revisás los archivos, ahí están
las historias. Todo lo que hacemos hoy, al final del día, es contar víctimas.
La mayoría son mujeres. La impotencia de los hombres se revuelve contra ellas y
contra sí mismos. No hay explicación. Se mata y se muere por nada, o por todo,
por entrar, por salir, por mirar, por vestirse de un modo o de otro, porque sí,
porque no, porque tenía, porque no tenía, por joven, por viejo, porque tomaba,
porque quiso, porque no quiso, por caminar, de día, de tarde, de noche, por
barra, por trapito, porque estaba dado vuelta, porque se “ajustan las cuentas”,
por policía , por preso, por narco, de hambre, por mala praxis, porque se cortó
la luz, porque no había cama, porque la ambulancia no entra, porque no llegó,
porque sí, porque no.
No es el resultado de una guerra formal, declarada. Parece
de todos contra todos. Tampoco la consecuencia de una peste, ni de una
maldición bíblica. En ese sentido, te recuerdo que el Papa y el propio Dios,
según la leyenda, son argentinos. De tal modo, se supone que en estas
cuestiones de constante agonía y muerte, sin resurrección, ni el Señor, ni el
destino, ni la divina providencia tienen nada que ver. Al cabo de tantos años
de fracaso, de tanto llorar, de tanto pedir justicia, de tanto enterrar cuerpos
y acumular dolor, se va dejando de creer en lo poco que se creía. En que, a
pesar de todo, valía la pena levantarse y seguir. El país prometido estaba
siempre ahí, al alcance de la mano, era cuestión de un esfuerzo más, de un poco
más. Pero la muerte pasa de la vida que se va y las promesas no se cumplen.
Podría hacerte una larga lista de los que son y han sido los
principales estafadores de la fe pública. López, Fernández, Jaime, Lázaro,
Menem, De la Rúa, Pedraza, el Caballo Suárez, De Vido, Boudou, Kunkel, Recalde
y más, muchos más. Políticos, jueces, sindicalistas, empresarios, médicos,
abogados, periodistas, criminales de todas las profesiones. Pero ¿qué valor
tendrán esos nombres para vos?. ¿Serán algo más que las caras de la vergüenza?
¿Los juzgará la historia? ¿Irán a prisión? ¿Los borrarán de los sitios
públicos? ¿Demolerán sus bustos y monumentos? ¿Y qué con eso? No hay, no habrá,
condena ni castigo suficiente que compense tanto mal que han hecho.
No es mi intención ensombrecerte. Ni cargarte con el peso de
lo que ocurre. Al contrario, te deseo leve, ingrávido y transparente. Esto no
es más que uno de los tantos reclamos que te hacen a diario, “por un futuro
mejor para nuestros hijos”. Hasta pronto. Te esperamos con los mejores olvidos
de lo que pudo ser y no fue. Va un abrazo. Un solo abrazo, pero del que no me
voy a soltar.
PD: si te da, mandá una señal. Una buena señal.
(*) Periodista
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