Por Fernando Savater |
Sabemos que lo de
“memoria histórica” encierra un oxímoron: la memoria es personal e intransferible,
la historia es un estudio con pretensiones objetivas, basada en documentos. La
historia se discute como cualquier ciencia, la memoria repele objeciones e
intromisiones. A medio camino están las ficciones que reconstruyen épocas
pasadas. Aquí todo depende
del acierto del narrador: las fallidas son arbitrarias como la memoria pero
áridas como los estereotipos historicistas, mientras que las buenas tienen las
ventajas de ambos géneros: palpitan y convencen.
A estas últimas
pertenece sin duda Patria,la gran
novela de Fernando Aramburu. Una crónica fiel y ficticia del caldero de brujas
que ha sido el País Vasco desde hace décadas. No sólo de las pompas fúnebres
del terrorismo, cuidado, porque los desmanes de los patriotas asesinos han
nacido de una pócima infame en la que se mezclan la superstición étnica, la
historia patibularia, los egoísmos aldeanos, los infundios de la clericanalla y
tantas cosas más.
La violencia ha
sido derrotada, felizmente, pero la pócima de la que nació sigue burbujeando en
el caldero.
Lo prueban
reiterados homenajes a los asesinos, como el reciente aquelarre de Lekeitio, la
imposibilidad de los conmilitones para condenar no la violencia sino a ETA y
sobre todo la evidencia feroz de que los grupos políticos que más han padecido
el terrorismo son los perjudicados electoralmente por su cese, mientras que
quienes recogieron sus nueces o colaboraron con él son premiados en las urnas.
¿En qué lógica cabe semejante despropósito democrático de este pueblo que se
pasa la vida exigiendo más democracia?
En Patria, un personaje se pregunta por la lógica de
los etarras y otro responde: “No hay lógica, sólo delirio y probablemente
negocio”. Ahí está, delirio y negocio, lo que ahora llaman derecho a decidir.
© El País (España)
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