Por Javier Marías |
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Sigo viendo muchas películas, pero hace tiempo que
no voy a los cines. Hubo épocas juveniles en las que iba hasta tres veces
diarias cuando mis ahorros me lo permitían: rastreaba títulos célebres, que por
edad me habían estado vedados, en las salas de barrio más remotas, y así conocí
zonas de Madrid que jamás había pisado.
La primera vez que fui a París, a los
diecisiete años, durante una estancia de mes y medio vi más de ochenta películas;
gracias, desde luego, a la generosidad de Henri Langlois, el mítico director de
la Cinémathèque, que me dio un pase gratuito para cuantas sesiones me
apetecieran, quizá conmovido por la pasión cinéfila de un estudiante con muy
poco dinero.
Hay varias razones por las que he perdido tan
arraigada costumbre, entre ellas la falta de tiempo, la desaparición de los
cines céntricos de la Gran Vía (se los cargaron el PP y Ruiz-Gallardón,
recuerden, otra cosa que no perdonarles), y en gran medida los nuevos hábitos
de los espectadores. Hay ya muchas generaciones nacidas con televisión en casa,
a las que nadie ha enseñado que las salas no son una extensión de su salón
familiar. En él la gente ve películas o series mientras entra y sale, contesta
el teléfono, come y bebe ruidosamente, se va al cuarto de baño o hace lo que le
parezca. Esa misma actitud, lícita en el propio hogar, la ha trasladado a un
espacio compartido y sin luz, o con sólo la que arroja la pantalla. Las últimas
veces que fui a uno de ellos era imposible seguir la película. Si era una de
estruendo y efectos especiales daba lo mismo, pero si había diálogos
interesantes o detalles sutiles, estaba uno perdido en medio del continuo
crujido de palomitas masticadas, sorbos a refrescos, móviles sonando,
individuos hablando tan alto como si estuvieran en un bar o en la calle. Seré
tiquis miquis, pero pertenezco a una generación que reivindicó el cine como
arte comparable a cualquier otro, y veíamos con atención y respeto todo, Bergman y Rossellini o John Ford, Blake Edwards,
los Hermanos Marx y Billy Wilder. Con estos últimos, claro está, riéndonos.
Así que el DVD me salvó la vida, no me quejo. Sin
embargo, me doy cuenta (y no soy el único al que le pasa) de que, seguramente
por verlo todo en pequeño, y además en el mismo sitio (la pantalla de la
televisión), olvido y confundo infinitamente más lo que he visto. No descarto
que también pueda deberse a que hoy escasean las películas memorables y muchas
son rutinarias (si vuelvo a ponerme Centauros del desierto la
absorbo como antaño). A cada cinta se le añadía el recuerdo de la ocasión, el
desplazamiento, la persona con la que la veía uno, la sala … Esos apoyos de la
memoria están borrados: siempre en casa, en el sofá, en el mismo marco, etc.
Por eso intuyo que nunca leeré en e-book o
dispositivo electrónico, por muchas ventajas que ofrezca. He viajado toda la
vida con cargamentos de libros que ahora podría ahorrarme. He recorrido
librerías de viejo en busca de un título agotadísimo que hoy seguramente me
servirían de inmediato. Sin duda, grandes beneficios. Pero estoy convencido de
que, si con el cine y las series me ocurre lo que me ocurre, me sucedería lo
mismo si leyera todo (o mucho) en el mismo “receptáculo”, en la misma pantalla
invariable. Las novelas se me mezclarían, éstas a su vez con los ensayos y las
obras de Historia, no distinguiría de quién eran aquellos poemas que tanto me
gustaron (¿eran de Mark Strand, de Louise Glück, de Simic o de Zagajewski?).
Letra impresa virtual tras letra impresa, un enorme batiburrillo.
A mis lecturas inolvidables tengo indeleblemente
asociados el volumen, la cubierta que me acompañó durante días, el tacto y el
olor distintos de cada edición (no huele igual un libro inglés que uno
americano, uno francés que uno español). Madame Bovary no
es para mí sólo el texto, me resulta indisociable del lomo amarillo de la
colección Garnier y de la imagen que me llamaba. Pienso en Conrad y, además de
sus ricas ambigüedades morales, me vienen los lomos grises de Penguin Modern
Classics y sus exquisitas ilustraciones de cubierta, como con Henry James y
Faulkner. Machado se me aparece envuelto en Austral, lo mismo que Rilke. Y
luego están, naturalmente, la ocasión, la ciudad, la librería en que compré
cada volumen, a veces la alegría incrédula de dar por fin con una obra que nos
resultaba inencontrable. Todo eso ayuda a recordar con nitidez los textos, a no
confundirlos. No quiero exponerme a que con la literatura me empiece a pasar lo
que con el cine, pero aún más gravemente: en éste, al fin y al cabo, las
imágenes cambian y dejan más clara huella, aunque se difumine rápido a menudo;
en los textos siempre hay letra, letra, letra, el “aspecto” de lo que tiene uno
ante la vista es casi indistinto, por mucho que luego haya obras maestras,
indiferentes e insoportables. Me pregunto, incluso, si en un libro electrónico
no acabarían por parecerme similares todas, es decir (vaya desgracia), todas
maestras o indiferentes, o todas insoportables.
© Zenda –
Autores, libros y compañía
Selección:
Agensur.info
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