Por James Neilson |
El peronismo acaba de celebrar su cumpleaños número 71 pero
sigue comportándose como un niño que aún no ha decidido lo que le gustaría
hacer en la vida. Ayer fue kirchnerista, mañana podría ser neomenemista. Con
tenacidad, se aferra a su condición de movimiento; si fuera un partido, los
afiliados tendrían que cerrar filas detrás de un programa determinado, lo que
les sería molesto.
Por lo demás, ningún compañero ignora que el éxito político del peronismo se debe en buena medida al carácter proteico que le permite adaptarse a nuevas circunstancias con agilidad llamativa.
Aunque desde el día de su nacimiento el peronismo ha
desempeñado un papel dominante en el país, nadie sabe muy bien lo que
representa. Todos los intentos de ubicarlo en el tablero político han
fracasado. A sabiendas de que los debates en torno a la esencia ideológica del
movimiento en que militan no aclaran nada, muchos peronistas dicen que lo suyo
es un “sentimiento”, una “emoción”, el “sentido común de los argentinos”, o
sea, algo que flota por encima de mundo político en que viven otros. A su modo,
se asemeja al inasible gato de Cheshire que encontró “Alicia en el País de las
maravillas” que desapareció dejando sólo una sonrisa, una que, para frustración
de radicales, socialistas y conservadores, ha conservado su capacidad para
seducir a millones de votantes.
Antes de acercarse Mauricio Macri a las puertas de la Casa
Rosada, algunos asesores le aconsejaban proclamarse la alternativa al
peronismo, lo que brindó a kirchneristas, massistas, sindicalistas y otros
oportunidades para acusarlo de ser jefe de una banda de ultraderechistas
vengativos. A juzgar por lo que ha sucedido desde entonces, se equivocaban. Por
motivos tácticos, por creer que sería mejor adoptar una actitud compasiva con
la esperanza de que el peronismo se extinga por causas naturales o, tal vez,
por haberse formado ellos mismos en la cultura política sui géneris que es una
de las características más llamativas del país, Macri y sus partidarios se han
negado a discriminar en contra de los gobernadores e intendentes del movimiento
aunque, dicen, no soñarían con apoyar a los acusados de corrupción en sus
batallas judiciales.
Así y todo, los estrategas de Cambiemos entenderán que,
cuando los hartos de la sempiterna crisis argentina hablan de “normalidad”, lo
que muchos tengan en mente es un país en que el peronismo sea un fenómeno
extraño que sólo interese a los historiadores. Incluso aquellos que comprenden
que Juan Domingo Perón y sus herederos no fueron los únicos responsables de la
decadencia nacional saben que sería poco razonable minimizar el impacto que ha
tenido la prolongada hegemonía política de un credo que se ha nutrido de la fe
de los irremediablemente pobres en las promesas vacías de caudillos y caciques
inescrupulosos y de la autocompasión colectiva de los que, como Cristina,
insisten en que la Argentina ha sido víctima de una siniestra conspiración
planetaria para privarla del destino de grandeza que le corresponde.
En opinión de los habitualmente calificados de gorilas por
los compañeros más vehementes, el peronismo es consecuencia de un virus que, en
los años cuarenta del siglo pasado, una dictadura militar filo-fascista se las
arregló para inyectar en una sociedad relativamente sana con el propósito de
paralizarla. Exageran; costaría creer que los militares de aquellos días fueran
lo bastante astutos como para construir una obra política tan genial como el
peronismo que, a diferencia de tantos otros movimientos populistas
latinoamericanos, lograría aprovechar los muchos desastres que protagonizaría
en las décadas siguientes.
Mal que les pese a los convencidos de que para salir del
pantano en que ha quedado atrapado, el país tendrá que liberarse del populismo,
la variante local ha echado raíces tan profundas que no le será nada fácil
dejarlo atrás. Por cierto, sería prematuro agregar otro obituario a los miles
que a partir de 1955 se han escrito. El peronismo se ha levantado tantas veces
de la tumba en que sus adversarios lo depositaron para regresar al poder; no
sorprendería en absoluto que lo hiciera nuevamente si el gobierno de Macri
comenzara a flaquear.
A los peronistas más cerebrales les encanta aludir a sus
“doctrinas” que, según ellos, han permitido que el movimiento se recuperara
luego de sufrir reveses que hundirían a cualquier partido común, pero sólo se
trata de aforismos que en un momento merecieron la aprobación del general. La
fortaleza del peronismo no se debe a los ideales reivindicados por los
dirigentes sino a la extrema plasticidad que le ha permitido colonizar la mayor
parte del territorio político, desde los confines de la ultraizquierda hasta
los reductos más derechistas. El peronismo se dirige al electorado como haría
el Groucho Marx de “Estos son mis principios. Si a usted no le gustan, tengo
otros”. Si lo que los tiempos reclaman es neoliberalismo, se afirman discípulos
de Álvaro Alsogaray; cuando el chavismo se puso de moda, hasta los “moderados”
rindieron homenaje al comandante venezolano.
En el fondo, el peronismo es mucho más pragmático que el
macrismo, pero mientras que los simpatizantes del gobierno actual juran estar
resueltos a privilegiar los resultados concretos económicos y sociales sin
preocuparse demasiado por los detalles ideológicos, los peronistas del montón
propenden a subordinar todo a su notoria “vocación de poder”. Lo que más
quieren hoy en día es volver a manejar aquella fuente inagotable de ingresos
que es el Estado. Tantos compañeros están alejándose furtivamente de Cristina y
la gente de La Cámpora no por entender que su “modelo” fue un bodrio
intrínsecamente disfuncional que, de no haber sido por la derrota de Daniel
Scioli en las elecciones del año pasado, ya nos hubiera deparado otra
catástrofe socioeconómica, sino por temor a que el electorado los vincule con
la corrupción rampante.
Entre los convencidos de que ha llegado la hora para que el
peronismo procure adaptarse a los tiempos que corren están el gobernador
salteño Juan Manuel Urtubey y el diputado Sergio Massa. Mientras que aquel ha
mantenido los pies firmemente en el plato, este optó por sacarlos para liderar
una agrupación transversal, el Frente Renovador, de su propia factura, pero aun
así la mayoría sigue tratándolo como un peronista disidente ambicioso que
apuesta al fracaso de sus rivales. Aunque la estrategia elegida por Massa es
riesgosa, ya que conducido por alguien como Urtubey el peronismo unificado
tendría un vehículo electoral más potente que el Frente Renovador, le ha
servido para erigirse en uno de los interlocutores principales de Mauricio
Macri, para no decir líder aparente de una oposición que permanecerá
fragmentada hasta que el PJ logre salir del estado de deliberación en que se
metió cuando, para consternación de quienes creían que la Argentina era
congénitamente peronista, los votantes lo echaron del poder.
Aunque algunos macristas están procurando brindar la
impresión de querer que Cristina quede en carrera a fin de demorar la eventual
reunificación del movimiento detrás de un líder menos tóxico como Urtubey o
Massa, la capacidad de los operadores gubernamentales para influir en la
caótica interna peronista será más limitada de lo que muchos supondrán. En
última instancia, el desenlace de las luchas, cuyas alternativas tienen más que
ver con personalidades que con diferencias doctrinarias, dependerá del estado
de ánimo del electorado. De creer los dirigentes peronistas más lúcidos que por
fin la mayoría se ha cansado de los viejos relatos voluntaristas y por lo tanto
quiere que la oposición intente modernizarse asemejándose más a PRO, los
decididos a reconciliarse con el mundo que efectivamente existe terminarán
marginando a los tradicionalistas que, si les parece conveniente, estarían más
que dispuestos a seguir chantajeando a la ciudadanía susurrándole que sólo el
JP está en condiciones de asegurar la gobernabilidad.
Se trata del arma nuclear del peronismo, una que nunca ha
vacilado en emplear para desalojar a los radicales y sus aliados de “la casa de
Perón”. De no haber sido por la conciencia difundida de que, si bien los
peronistas no saben gobernar, son plenamente capaces de impedir que otros lo
hagan, la Argentina se hubiera ahorrado un sinnúmero de problemas. Con todo,
aunque los kirchneristas quieren que los compañeros sindicales y “luchadores
sociales” usen su arma más temible cuanto antes para poner fin al reinado de
terror macrista, hasta ahora los referentes más poderosos no han prestado
atención a sus súplicas, acaso por entender que el grueso de la ciudadanía
tomaría una rebelión violenta, disfrazada de “estallido social provocado por el
neoliberalismo”, por un intento desesperado de salvar a los corruptos de la
cárcel. Para desconcierto de Cristina y sus incondicionales, parecería que Hugo
Moyano, Luis Barrionuevo y compañía, además de los líderes de algunas
agrupaciones “sociales”, están más interesados en el destino del país que en
las prioridades de los acusados de saquearlo en escala industrial. Asimismo,
saben que los macristas, que comparten muchos genes con los peronistas, están
tan dispuestos como el que más a repartir beneficios entre los necesitados.
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