Por Arturo Pérez-Reverte |
Este artículo de hoy es una disculpa y una
confesión de impotencia. Durante los trece años que llevo en la Real Academia
Española he recibido, como otros compañeros, numerosos comentarios, sugerencias
y peticiones de ayuda. Se nos han enviado repetidas muestras de disparates
lingüísticos vinculados a la política, al feminismo radical, a la incultura, a
la demagogia políticamente correcta o a la simple estupidez; de todo aquello
que, contrario al sentido común de una lengua hermosa y sabia como la
castellana, la ensucia y envilece.
Y debo decir, en honor a la Academia, que a
lo largo de todo ese tiempo he asistido a muchos intentos por ayudar a quienes
piden consejo o amparo ante la estupidez, la arbitrariedad y el despropósito.
Por dar respuesta eficaz a las quejas de ciudadanos indignados con el maltrato
que de la lengua se hace en medios informativos y televisiones, apoyar a padres
a cuyos hijos se impide estudiar en castellano, orientar a funcionarios de
autonomías donde las autoridades locales imponen disparates que violentan el
sentido común, o defender a quienes son víctimas de acoso por no pretender sino
ejercer su derecho a hablar y escribir con propiedad la lengua española.
Sin embargo, muy rara vez la Academia ha hecho oír
en público la voz de su autoridad. Sólo recuerdo un caso en trece años, pese a
que cada denuncia, cada sugerencia razonable, ha sido llevada a los plenos de
los jueves por algunos de nosotros pidiendo intervenciones menos discretas y
más contundentes. El último debate fue antes del verano, cuando funcionarios y
profesores andaluces pidieron amparo ante unas nuevas normas que pueden obligar
a los profesores, en clase, a utilizar el ridículo desdoblamiento de género
que, excepto algunos políticos demagogos y algunos imbéciles, nadie utiliza en
el habla real. Eso nos llevó en la RAE a un animado debate, en el que algunos,
incluido el director, nos mostramos partidarios de escribir una carta a la
Junta de Andalucía para señalar ese despropósito. Pero la iniciativa, cual
todas las anteriores sobre esta materia, no salió adelante. La Academia, como
tantas otras veces, volvió a guardar silencio.
Esto requiere una explicación. En la Academia, los
acuerdos se toman por unanimidad o mayoría; pero allí, como en otros lugares,
hay de todo. Eso incluye a acomplejados y timoratos. Es mucha la presión
exterior, y eso lo comprendes. No todo el mundo es capaz de afrontar
consecuencias en forma de etiqueta machista, o verse acosado por el matonismo
ultrafeminista radical, que exige sumisión a sus delirios lingüísticos bajo
pena de duras campañas por parte de palmeros y sicarios analfabetos en las
redes sociales. Lo notas en las miradas cómplices o aprobatorias cuando
planteas algo conflictivo, miradas que luego contrastan con los silencios a la
hora de mojarse o de votar. «Para qué nos vamos a meter en política», argumenta
alguno, para quien meterse en política es todo aquello que nos lleve a opinar
en público. Incluso la iniciativa –hasta hoy frustrada– de que la RAE presente
y difunda un informe anual sobre el estado de la lengua, la consideran
injerencia.
El único ejemplo reciente de coraje público lo
dimos cuando Ignacio Bosque, quizá nuestro más brillante compañero, presentó su
famoso informe contra la estupidez de género y génera.
Aun así, el profesor Bosque lo hizo como iniciativa
personal, y algunos académicos se negaban a refrendarlo hasta que tuvieron que
plegarse a la mayoría. Aquello era, apuntaban como siempre, «meternos en política».
Y es que, como dije antes, en la RAE hay de todo.
Gente noble y valiente y gente que no lo es. Académicos hombres y mujeres de
altísimo nivel, y también, como en todas partes, algún tonto del ciruelo y
alguna talibancita tonta de la pepitilla. En Felipe IV sigue cumpliéndose aquel
viejo dicho: hay académicos que dan lustre a la RAE, y otros a los que la RAE
da lustre. Que acabaron ahí por carambolas, cuotas o azares, y deben a la
Academia buena parte de lo que son, o aparentan ser, ahora.
Pero en fin. Unos cuantos académicos lo seguiremos
intentando. La RAE lo merece: notario de la lengua española y vértebra capital
de una patria de 500 millones de hispanohablantes cuya bandera es El Quijote. A veces, es cierto, en episodios como los
que acabo de narrar, apetece coger la puerta e irse; pero no es cosa de regalar
esa satisfacción. Mejor seguir dentro dando por saco, peleando por el sentido
común, llamando cada jueves pusilánimes a los que lo son, y estúpidos a quienes
creen que por meter la cabeza en un agujero no se les queda el culo al aire.
© XLSemanal
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