Un texto de José
Ingenieros
La vulgaridad es el aguafuerte de la mediocridad. En la
ostentación de lo mediocre reside la psicología de lo vulgar; basta insistir en
los rasgos suaves de la acuarela para tener el aguafuerte.
Diríase que es una reviviscencia de antiguos atavismos. Los hombres
se vulgarizan cuando reaparece en su carácter lo que fue mediocridad en las
generaciones ancestrales: los vulgares son mediocres de razas primitivas:
habrían sido perfectamente adaptados en sociedades salvajes, pero carecen de la
domesticación que los confundiría con sus contemporáneos. Si conserva una dócil
aclimatación en su rebaño, el mediocre puede ser rutinario, honesto y manso,
sin ser decididamente vulgar. La vulgaridad es una acentuación de los estigmas
comunes a todo ser gregario; sólo florece cuando las sociedades se
desequilibran en desfavor del idealismo. Es el renunciamiento al pudor de lo
innoble.
Ningún ajetreo original la conmueve. Desdeña el verbo altivo
y los romanticismos comprometedores. Su mueca es fofa, su palabra muda, su mirar
opaco. Ignora el perfume de la flor, la inquietud de las estrellas, la gracia
de la sonrisa, el rumor de las alas. Es la inviolable trinchera opuesta al
florecimiento del ingenio y del buen gusto; es el altar donde oficia Panurgo y
cifra su ensueño Bertoldo en servirle de mona-guillo.
La vulgaridad es el blasón nobiliario de los hombres
ensoberbecidos de su mediocridad; la custodian como al tesoro el avaro. Ponen
su mayor jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su afrenta. Estalla
inoportuna en la palabra o en el gesto, rompe en un solo segundo el encanto
preparado en muchas horas, aplasta bajo su zarpa toda eclosión luminosa del
espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible, nos rodea y nos acecha; deléitase
en lo grotesco, vive en lo turbio, se agita en las tinieblas. Es a la mente lo
que son al cuerpo los defectos físicos, la cojera o el estrabismo: es
incapacidad de pensar y de amar, incomprensión de lo bello, desperdicio de la
vida, toda la sordidez. La conducta, en sí misma, no es distinguida ni vulgar;
la intención ennoblece los actos, los eleva, los idealiza y, en otros casos,
determina su vulgaridad.
Ciertos gestos, que en circunstancias ordinarias serían
sórdidos, pueden resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, invitado por el
enemigo a rendirse, responde su palabra memorable, se eleva a un escenario
homérico y es sublime.
Los hombres vulgares querrían pedir a Circe los brebajes con
que transformó en cerdos a los compañeros de Ulises, para recetárselos a todos
los que poseen un ideal. Los hay en todas partes y siempre que ocurre un
recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mismo que entre la
escoria, en la avenida y en el suburbio, en los parlamentos y en las cárceles,
en las universidades y en los pesebres. En ciertos momentos osan llamar ideales
a sus apetitos, como si la urgencia de satisfacciones inmediatas pudiera
confundirse con el afán de perfecciones infinitas. Los apetitos se hartan; los
ideales nunca.
Repudian las cosas líricas porque obligan a pensamientos muy
altos y a gestos demasiado dignos. Son incapaces de estoicismos: su frugalidad
es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reservando mayor
perspectiva de goces para la vejez impotente. Su generosidad es siempre dinero
dado a usura. Su amistad es una complacencia servil o una adulación provechosa.
Cuando creen practicar alguna virtud, degradan la honestidad misma, afeándola
con algo de miserable o bajo que la macula.
Admiran el utilitarismo egoísta, inmediato, menudo, al
contado.
Puestos a elegir, nunca seguirán el camino que les indique
su propia inclinación, sino el que les marcaría el cálculo de sus iguales.
Ignoran que toda grandeza de espíritu exige la complicidad del corazón. Los
ideales irradian siempre un gran calor; sus prejuicios, en cambio, son fríos,
porque son ajenos. Un pensamiento no fecundado por la pasión es como los soles
de invierno; alumbran pero, bajo sus rayos se puede morir helado. La bajeza del
propósito rebaja el mérito de todo esfuerzo y aniquila las cosas elevadas.
Excluyendo el ideal queda suprimida la posibilidad de lo sublime. La vulgaridad
es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz de embellecer la vida.
El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia
un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la
caridad una fiesta, del placer un sensualismo. La vulgaridad transforma el amor
de la vida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgullo en vanidad,
el respeto en servilismo. Lleva a la ostentación. a la avaricia, a la falsedad,
a la avidez, a la simulación; detrás del hombre mediocre asoma el antepasado
salvaje que conspira en su interior acosado por el hambre de atávicos instintos
y sin otra aspiración que el hartazgo.
En esas crisis, mientras la mediocridad tórnase atrevida y
militante, los idealistas viven desorbitados, esperando otro clima. Enseñan a
purificar la conducta en el filtro de un ideal; imponen su respeto a los que no
pueden concebirlo. En el culto de los genios, de los santos y de los héroes,
tienen su arma; despertándolo, señalando ejemplos a las inteligencias y a los
corazones, puede amenguarse la omnipotencia de la vulgaridad, porque en toda
larva sueña, acaso, una mariposa. Los hombres que vivieron en perpetuo
florecimiento de virtud, revelan con su ejemplo que la vida puede ser intensa y
conservarse digna; dirigirse a la cumbre, sin encharcarse en lodazales
tortuosos; encresparse de pasión, tempestuosamente, como el océano, sin que la
vulgaridad enturbie las aguas cristalinas de la ola, sin que el rutilar de sus
fuentes sea opacado por el limo.
En la meditación de viaje, oyendo silbar el viento entre las
jarcias, la humanidad nos pareció como un velero que cruza el tiempo infinito,
ignorando su punto de partida y su destino remoto. Sin velas, sería estéril la
pujanza del viento; sin viento, de nada servirían las lonas más amplias. La
mediocridad es el complejo velamen de las sociedades, las resistencias que
éstas oponen al viento para utilizar su pujanza; la energía que infla las
velas, y arrastra el buque entero, y lo conduce, y lo orienta, son los
idealistas: siempre resistidos por aquélla. Así - resistiéndolos, como las
velas al viento-, los rutinarios aprovechan el empuje de los creadores. El
progreso humano es la resultante de ese contraste perpetuo entre masas inertes
y energías propulsoras.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO I – EL HOMBRE
MEDIOCRE)
Selección y
transcripción: Agensur.info
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