Por James Neilson |
Sería difícil imaginar un peor candidato presidencial que
Donald Trump. Para desesperación de los jefes del Partido Republicano, que no
lo quieren para nada pero ya no pueden reemplazarlo por alguien más
presentable, durante meses no manifestó interés alguno en congraciarse con
amplios sectores del electorado como haría un político más ortodoxo.
Antes
bien, para regocijo de quienes lo despreciaban, Trump se ensañó con los
hispanos de origen mexicano e insultó indirectamente a millones de mujeres
alardeando –hace doce años, es verdad–, de lo fácil que le es someterlas a su
voluntad, además de mofarse de héroes de guerra icónicos como el senador John
McCain y manifestar su admiración por el ruso Vladimir Putin. Para colmo, no ha
intentado impresionar a los votantes con su capacidad para entender lo que está
sucediendo en el mundo. Por el contrario, parece enorgullecerse de su
ignorancia de tales asuntos.
Puede entenderse, pues, que algunos aficionados a las
teorías conspirativas hayan llegado a la conclusión de que El Donald es un topo
al servicio de Hillary Clinton cuya misión consiste en despejarle el camino
hacia la Casa Blanca. Frente a alguien menos antipático y mejor informado que
Trump, la esposa de Bill hubiera tenido que defender su propia trayectoria que,
por desgracia, dista de ser impoluta, pero, felizmente para ella, la campaña se
ha visto dominada por completo por las barbaridades proferidas por un
adversario esperpéntico.
Aunque según virtualmente todos los sondeos más recientes la
demócrata podría triunfar por un margen ridículo en las elecciones del 8 de
noviembre, una eventualidad que aterroriza a los republicanos que temen perder
todo en el naufragio previsto, hay algunos que pronostican una sorpresa
mayúscula equiparable a la asestada al establishment mediático y político
británico por los partidarios del Brexit. Trump dice creer que las empresas que
hacen las encuestas, como los diarios y las corporaciones televisivas más
importantes, están militando en su contra, lo que en su opinión es evidencia
incontrovertible de que sus enemigos se han propuesto cometer un fraude
electoral en escala gigantesca.
Casi tan alarmante como la posibilidad, que acaso sea remota
pero así y todo existe, de que gane el multimillonario inmobiliario y
personalidad televisiva, es el que, a pesar de sus deficiencias notorias,
durante meses Trump haya logrado mantenerse en carrera. Si pierde, no sería por
haberse comprometido a construir un “muro” en la frontera con México, echar a
diez millones de inmigrantes ilegales, erigir un sinfín de barreras
proteccionistas, ser duro con los chinos y musulmanes y amigo de los rusos,
sino porque muchos que pensaban en votarlo terminaran convencidos de que sería
mejor no dejar que un tipo tan raro probara suerte en el rol del “hombre más
poderoso del mundo”.
Así las cosas, es razonable suponer que, en el caso de que
un político más astuto y mucho más civilizado que Trump adoptara una versión
levemente retocado del mismo programa, no tardaría en conseguir el respaldo de
una mayoría sustancial de los norteamericanos. Sería asombroso que en los meses
y años venideros no aparecieran dirigentes talentosos dispuestos a aprovechar
la oportunidad así supuesta.
Mientras tanto, parecería que, gracias a las características
personales de Trump, el orden establecido norteamericano, en el que desempeña
un papel clave el progresismo costero actualmente representado por Barack Obama
y Hillary Clinton, sobrevivirá al desafío planteado por quienes están
rebelándose contra su hegemonía. Con todo, una victoria aplastante de la
demócrata no querría decir que los tentados por el proyecto esbozado por el
republicano se hayan resignado a su suerte.
Hillary lo sabe. Ya abandonó su apoyo a los tratados de
comercio globalizadores impulsado por Obama por entender que Trump, al
atacarlos, se aseguró el apoyo de millones que se saben perjudicados por los
cambios de los años últimos. No extrañaría en absoluto que, si le toca ocupar
la Casa Blanca, asumiera posturas parecidas a las reivindicadas por su rival
ante la inmigración ilegal y la amenaza yihadista. Así, pues, aun cuando, como
muchos esperan, a Trump le aguarde una derrota electoral humillante, lleva las
de triunfar en la batalla cultural que, para indignación de “las elites”, está
librándose no sólo en Estados Unidos sino también en Europa y América latina.
La campaña electoral que se aproxima a su fin ha sido un
espectáculo deprimente. En comparación con los tres que celebraron los
candidatos norteamericanos, el debate que aquí se dio entre Mauricio Macri y
Daniel Scioli fue un dechado de respeto mutuo y sabiduría. Por incapacidad en
el caso de Trump y cautela en el de Hillary, los dos finalistas se dedicaron a
intercambiar insultos a menudo infantiles, con alusiones frecuentes por parte
de la señora a las proclividades sexuales de su oponente, el que replicó
hablando de las proezas notables en tal ámbito de Bill Clinton. De más está
decir que a los demócratas les ha convenido que el electorado se haya
concentrado en las cualidades personales de los candidatos, dejando para otra
ocasión los conflictos motivados por la divergencia de los intereses de una
mayoría conformada por “perdedores” y aquellos de la minoría cada vez más
limitada que se siente a sus anchas en un mundo globalizado.
No sólo es cuestión de la angustia de los obreros,
oficinistas, ejecutivos medianos y otros, muchos otros, recién empobrecidos que
están procurando adaptarse a las exigencias implacables de una economía que ya
no los necesita, también lo es de la sensación difundida de que las elites
mayormente progresistas los desprecian, tratándolos como cavernarios
supersticiosos por su apego a valores tradicionales. Lo mismo que aquellos
europeos que están reaccionando frente a lo que ven como una alianza de islamistas
e izquierdistas resueltos a transformar sociedades antes homogéneas en
aglomerados multiculturales, muchos norteamericanos quieren regresar a las
décadas finales del siglo pasado, cuando todo les parecía más seguro y más
previsible. Es lo que insinúa Trump al hablar de su voluntad de restaurar “la
grandeza” de Estados Unidos; puede que tal objetivo sea inalcanzable y que,
para más señas, no tiene la menor idea de lo que sería necesario hacer para
volver el reloj atrás, pero es natural que muchos millones de norteamericanos
compartan la nostalgia así evocada.
El Brexit, el surgimiento en Europa de docenas de
movimientos denostados como “ultraderechistas” y la irrupción de Trump
presagian el colapso inminente del consenso socialdemócrata que, con matices diversos,
desde hace décadas impera en todos los países desarrollados. Aunque dicho
consenso cuenta con la adhesión fervorosa de los medios periodísticos más
prestigiosos, financistas riquísimos, el mundillo académico y el artístico, las
consecuencias concretas de iniciativas políticas supuestamente basadas en
principios morales incuestionables han sido negativas para decenas, tal vez
centenares, de millones de personas. Para desconcierto de “las elites”, tales
personas han comenzado a repudiar el statu quo con virulencia creciente.
Para el resto del planeta, Estados Unidos sigue siendo el
gran laboratorio sociocultural en que se crean fenómenos que, poco después, se
reproducen en otras latitudes. La moda de la corrección política, atribuida por
los incorrectos a la izquierda gramsciana, tuvo su origen en las universidades
norteamericanas para extenderse enseguida a las británicas y más tarde a las
demás. Lo mismo puede decirse de la militancia feminista y homosexual, además
del movimiento en contra de la supremacía hasta hace poco indiscutida de la
tradición cultural europea o, como dicen sus enemigos más decididos, “blanca”,
y muchas otras causas que molestan sumamente a los reacios a cambiar. Es por lo
tanto de prever que la reacción coyunturalmente liderada por Trump, un
empresario que se las ha arreglado para encarnar el hombre común de cultura
limitada que se siente bajo ataque por quienes se creen mucho más inteligentes
y cultos, tendrá un impacto muy fuerte en todas partes.
Entre otras cosas, la para muchos extravagante pero
peligrosísima aventura emprendida por el magnate que, por un rato, muchos
tomaron por nada más que un truco publicitario pero que pronto adquirió vida
propia, ha servido para plantear preguntas desagradables acerca de la
democracia, un sistema que, bien que mal, permite que, aunque sólo fuera por un
día, las opiniones de analfabetos, individuos que no saben dónde se encuentran
el Medio Oriente o China, pesan tanto como las de los expertos más consumados.
En el Reino Unido y, desde luego, al otro lado del Canal de la Mancha, “las
elites” coinciden en que el entonces primer ministro David Cameron cometió un
error imperdonable al celebrar un referéndum sobre la permanencia de su país en
la Unión Europea para que la gente tuviera la palabra final. De triunfar Trump
en las elecciones, muchos integrantes de la elite académica y cultural
norteamericana se preguntarán cómo fue posible que una multitud de
“deplorables”, para emplear el epíteto despectivo usado por Hillary, permitiera
que un sujeto como él se adueñara de la presidencia del país más poderoso de la
Tierra.
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