Por James Neilson |
Mauricio Macri califica de “círculo rojo” la minoría
influyente que sigue con atención las alternativas políticas de su propio país
y del mundo; en una oportunidad, dijo que sería mejor que los politizados
dejaran de preocuparse por tales asuntos para limitarse a leer “la parte de
deportes en el diario”. Los políticos de otras latitudes están de acuerdo; no
les gusta para nada ser tratados como miembros de una elite globalizada,
mayormente progresista, que en opinión de muchos es responsable del estado nada
bueno del mundo actual.
Esta clase política internacional, cuyos integrantes más
destacados se reúnen con frecuencia creciente, se siente amenazada por los
convencidos de que han sido víctimas de una estafa perpetrada por una “casta”
de individuos más interesados en sus propios negocios o, cuando menos, en su
figuración, que en el bienestar de la mayoría y que, para mantenerse a flote,
reparten promesas huecas entre los destinados a hundirse. Variantes de la
consigna “que se vayan todos” están globalizándose.
En Estados Unidos, la insurgencia popular o, si se prefiere,
populista contra el statu quo se ve liderada por el multimillonario Donald
Trump, mientras que Hillary Clinton se ha encargado de la defensa del orden
establecido. Felizmente para Hillary, “el Donald” es un personaje bastante
rudimentario, razón por la que a ella no le fue del todo mal en el primer
debate televisivo que se celebró el lunes pasado. ¿Lo ganó? Según los medios
periodísticos más prestigiosos, logró imponerse con facilidad, pero sucede que
tanto el grueso de la prensa, como el árbitro pretendidamente neutral que
esporádicamente intervino para incomodar a Trump, forman parte del
establishment que está bajo ataque.
Para muchos norteamericanos que se sienten ajenos a las
elites costeras, saber manejarse con astucia en un debate estructurado es de
por sí un tanto antipático, razón por la que Hillary se esforzó por brindar la
impresión de ser de origen humilde. En cuanto a Trump, el retador, lo único que
tuvo que hacer fue dotarse de una imagen más o menos presidencial, o sea, no
cometer demasiados errores grotescos, algo que, para alivio de sus partidarios,
no hizo. Es poco probable, pues, que el intercambio de lindezas entre el Donald
y Hillary frente a un público de cien millones de televidentes haya modificado
mucho en la carrera hacia la Casa Blanca.
Por cierto, si algunos esperaban que los dos aspirantes a
erigirse en lo que sus compatriotas aún llaman “la persona más poderosa del
mundo” procurarían aclararles lo que se proponían hacer para superar o, por lo
menos, atenuar los problemas que ellos mismos consideran prioritarios, se
habrán sentido defraudados. Trump no podía entrar en detalles y Hillary sabía
que no le beneficiaría demasiado llamar a atención a su capacidad técnica, ya
que en tal caso confirmaría que es, como dicen los muchos que la desprecian,
una mujer privilegiada, gélida y arrogante. Los dos entendían que deberían
concentrarse en tratar de hacer pensar que son personas buenas pero fuertes,
conectándose así con el grueso del electorado que, lo mismo que sus
equivalentes de otras latitudes, no sobresale por su rigor intelectual.
La popularidad de Trump entre los muchos norteamericanos que
sienten que su país los ha abandonado a una suerte poco envidiable se debe en
buena medida al mensaje nacionalista, nativista y proteccionista que ha hecho
suyo, lo que es una mala noticia para Barack Obama, ya que Hillary da a
entender que ella también se opone a los tratados comerciales que el presidente
actual quiere dejar a su sucesor. Por lo demás, no cabe duda de que si la
esposa de Bill triunfa en noviembre, adoptaría una política exterior mucho más
combativa que la de Obama, sobre todo en el Oriente Medio, donde el repliegue
apurado de la superpotencia no ha ayudado a pacificar la región sino que, por
el contrario, ha tenido consecuencias explosivas. En este ámbito, Hillary se
ubica bien “a la derecha” de Trump, un político que es aún más aislacionista
que Obama: parecería que su estrategia diplomática se basa en la idea de que el
resto del mundo merezca cocinarse en su propia salsa por un rato para que
aprenda a respetar más a Estados Unidos.
Pase lo que pasare en las semanas próximas, el rencor que ha
sabido aprovechar Trump continuará incidiendo en la conducta internacional de
la superpotencia, ya que lo comparte una proporción sustancial de los
norteamericanos. Lo mismo que muchos millones de europeos que están rebelándose
contra lo que toman por el fracaso de las elites locales, los tentados por las
recetas facilistas ofrecidas no sólo por Trump sino también, de modo más
sofisticado, por Hillary, se sienten traicionados por el presente y temen por
el futuro. Aunque los políticos tradicionales insisten en que sería peligroso
permitirse seducir por los cantos de sirena de quienes quieren volver a tiempos
irremediablemente idos, minimizar la importancia de la frustración que tantos
sienten, como suelen hacer los profesionales de clase media que tienen la voz
cantante en las distintas agrupaciones progresistas, de las que una es el
Partido Demócrata de Obama y Hillary, sólo sirve para intensificarla.
Trump y sus simpatizantes creen que los encuestadores
subestiman el nivel de apoyo que les brinda “la mayoría silenciosa”, aquellos
que nadie soñaría con incluir en un “círculo rojo” o “elite” pero que en las
urnas pueden hacer valer su derecho a votar. Recuerdan que, en vísperas del
Brexit, los sondeos preveían que los partidarios de permanecer en la Unión
Europea se impondrían por varios puntos porcentuales, de ahí el asombro que se
apoderó de ellos cuando la clase obrera inglesa votó masivamente por alejarse
de “los burócratas de Bruselas”. Esperan que algo similar suceda en Estados
Unidos al movilizarse los indignados por una realidad asfixiante. Puede que en
esta oportunidad se hayan equivocado y que, gracias al apoyo de “las minorías”
étnicas, Hillary gane, pero es palpable el nerviosismo de quienes sospechan que
el panorama político estadounidense, al igual que el europeo, podría estar por
experimentar algunas transformaciones drásticas.
Sea como fuere, Trump y Hillary coinciden en muchas cosas.
Ambos reconocen que propende a aumentar la cantidad de perjudicados por la
evolución de la economía norteamericana y que será necesario hacer algo para
revertir dicha tendencia, lo que podría ser una mala noticia para la “patria
financiera” cuyo cuartel general está en Wall Street. Trump quiere recuperar
los empleos que según él fueron “robados” por los mexicanos, chinos y otros,
además de reducir los impuestos pagados por empresarios; en cambio, la solución
planteada por Hillary es la convencional: más educación subsidiada para
reciclar a los descolocados por el progreso tecnológico. Aunque no hay motivos para
suponer que más proteccionismo o más educación tendrían el impacto previsto,
los candidatos presidenciales tienen forzosamente que brindar la impresión de
saber muy bien cómo impedir que siga ensanchándose la brecha alarmante que se
da entre los ganadores y perdedores, aunque sólo fuera porque estos últimos ya
se cuentan por decenas de millones.
Hasta hace relativamente poco, el sistema imperante en las
democracias desarrolladas era inclusivo: pareció razonable esperar que, andando
el tiempo, virtualmente todos encontrarían un lugar satisfactorio en un orden
socioeconómico que, sin ser igualitario, se aproximara a tal ideal. Por
desgracia, el progreso así definido resultó ser una ilusión. En todas partes,
los gobiernos se han visto obligados a elegir entre la eficiencia del conjunto,
es decir, “la competitividad” por un lado y los reclamos de quienes se resisten
a perder terreno por el otro.
Aunque con escasas excepciones, los políticos insisten en
que tales objetivos son compatibles, sin embargo parecería que distan de serlo.
Por entender que en un mundo globalizado un país no competitivo se condenaría a
la miseria, lo que tal y como están las cosas parece inevitable, todos los
gobiernos se sienten sin más alternativa que la de privilegiar la eficiencia, de
ahí la transformación de tantos socialistas, como el mandatario galo François
Hollande, en “neoliberales” luego de algunos meses en el poder.
Los dirigentes norteamericanos, tanto los republicanos que
apoyan a Trump como, últimamente los demócratas de Hillary, se creen capaces de
cuadrar el círculo aplicando políticas proteccionistas. Merced a las
dimensiones descomunales de su propio mercado interno, sería factible que
medidas en tal sentido produjeran resultados promisorios por un par de años,
pero en otras partes del mundo las repercusiones serían a buen seguro
negativas. En efecto, la revolución petrolera protagonizada por Estados Unidos
que ha hecho desplomarse el precio del crudo ha agravado la catástrofe
venezolana y está impulsando el realineamiento de países del Oriente Medio como
Arabia Saudita cuyos regímenes temen quedarse sin su protector principal.
Aislacionista como Trump o intervencionista como parece ser Hillary, quien
suceda a Obama en la Casa Blanca se verá frente a una multitud de desafíos en
un mundo en que la conciencia de que la superpotencia aún reinante se resiste a
desempeñar el papel ingrato de gendarme internacional ya está teniendo
consecuencias nefastas.
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