Por Arturo Pérez-Reverte |
En los últimos días me ha venido a la memoria una
historia familiar que tal vez les apetezca que les cuente. Ocurrió en plena
Guerra Civil, a finales de 1938 y en Los Dolores, un pueblecito próximo a
Cartagena, zona republicana, donde algunos jovencitos de ambos sexos habían
sido enviados por sus familias para mantenerlos a salvo de los duros bombardeos
que por aquellos tiempos asolaban la ciudad.
Era aquél un grupo de adolescentes
entre los catorce y los dieciséis años, entre los que había tres o cuatro
chicas guapas. Solían sentarse todos al atardecer bajo los porches de la
panadería, para hablar de sus cosas. Eran muchachos más o menos afortunados,
pues su contacto con la tragedia era limitado: recuerdo de alborotos y disparos
en las calles al principio del conflicto, retumbar de bombas que por la noche
recortaban entre resplandores, a lo lejos, las colinas que circundaban la
ciudad, partes de guerra oídos en la radio, camiones con milicianos de mono
azul y soldados de caqui que pasaban con frecuencia por la carretera. Éste era
su principal entretenimiento. Se sentaban allí a verlos pasar polvorientos y
cansados, y levantaban el puño respondiendo a sus saludos, cuando desde los
camiones gritaban piropos a las chicas. A veces los oían cantar A las barricadas o La
Internacional.
Durante un par de días, por alguna razón que nunca
llegaron a conocer o no recuerdan, una de aquellas compañías de soldados se
detuvo allí. Era gente disciplinada, con oficiales jóvenes y educados. A los
chicos de la pandilla les impresionaban sus uniformes, sus correajes y sus
pistolas. Algunas veces conversaron con ellos bajo el porche de la panadería.
Naturalmente, las jovencitas llamaban la atención de los militares, y entre
ellas y los oficiales se entabló un coqueteo simpático e inocente. Era muy
común entonces, tanto en el bando nacional como en el republicano, la costumbre
de la llamada madrina de guerra. Eso nada tenía
que ver con el noviazgo. Para los soldados del frente, la madrina era una mujer
joven o mayor, soltera o casada, que le enviaba cartas para animarlo, paquetes
con comida, calcetines de lana tejidos por ella y cosas así. A veces sólo le
daba una fotografía para que el soldado la llevara consigo en los peligros y se
la mostrara a los compañeros. Una especie de amuleto de la buena suerte.
La más joven de las chicas del grupo se llamaba
Lolita. Tenía sólo catorce años, pero era muy guapa, y para su edad estaba
espléndidamente desarrollada. Uno de los oficiales, un joven teniente moreno y
con grandes ojos negros, le preguntó, medio en broma, si quería ser su madrina
de guerra. Y ella, por supuesto, dijo que sí. «Tendrás entonces que darme una
foto tuya», dijo el oficial. «Está bien», respondió la chica. Así que corrió a
su casa y regresó con una fotografía. Cuando se la puso en las manos al
oficial, éste miró la foto, la miró a ella y volvió a mirar la foto, primero
sorprendido y luego con una sonrisa. «¿Qué edad tenías cuando te la hicieron?»,
preguntó. «Un año y medio», respondió ella. El joven aún sonreía cuando guardó
cuidadosamente en su cartera la imagen de un bebé sentado en un almohadón, con
un lazo enorme en la cabeza, chupándose un dedo. Y aquella misma noche, él y
sus soldados se marcharon al frente.
Lolita no volvió a saber nada de su ahijado de
guerra. Pasaron los años. Se convirtió en una mujer espléndida, que tenía
novio. Había terminado sus estudios, hablaba un par de idiomas y trabajaba en
una conocida agencia de viajes cuyas oficinas estaban en Cartagena, en la
Muralla del Mar. Y un día, diez años después de la guerra, un hombre entró en
la oficina y preguntó por ella. «¿Se acuerda usted de mí?», preguntó. Ella no
se acordaba. Entonces él sacó de la cartera la foto algo ajada de Lolita con
año y medio, chupándose el dedo. «Me acompañó toda la guerra, en cada trinchera
y en cada combate. Su foto me dio suerte. Estoy de paso por Cartagena, la he
buscado a usted mediante unos amigos y he venido a devolvérsela». Y dicho eso,
le estrechó la mano, dio la vuelta y se marchó.
Lolita todavía conserva esa vieja fotografía que
durante un tiempo fue talismán de un soldado. Su ahijado de guerra. Ahora ella
tiene 93 años, y cuando le pregunto si en 1938 era así de ingenua, si aquella
foto del bebé fue un acto de inocencia o una travesura deliberada, se echa a
reír. Y es la suya una risa melancólica, traviesa y feliz.
Conozco bien esa risa, porque Lolita es mi madre.
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