Por Pablo Mendelevich |
Se trate de la pobreza, del voto electrónico o de Andrea del
Boca, es evidente que entre las personas que hablan de política y aún del
mercado inmobiliario, de cine o de ciencia, ya sean académicos o parroquianos,
no termina de apagarse la división más o menos áspera entre kirchnerismo y
antikirchnerismo. Muchos llaman grieta a esa división, tal vez el mayor legado
cultural de la Era K, si bien la palabra grieta, gracias a su puesta en valor,
sufrió tironeo polisémico y debería buscar protección por abuso.
A veces se la
escucha al servicio de una vulgar interna como sinónimo de enfrentamiento,
cuando en realidad surgió como metáfora aplicada a una partición inigualable,
la de la sociedad en dos. Que no es cosa normal, aunque la persistencia genere
acostumbramiento.
El kirchnerismo debería sentirse orgulloso por este legado,
para nada una ornamentación de su estética política. La república matrimonial
edificó sus doce años y medio de "reparación revolucionaria" de la
historia argentina sobre el restyling de la antinomia patria-antipatria. Huelga
recordar que junto con el diseño organizó el reparto. Pero por algún motivo, el
kirchnerismo que nos agrietó hoy no está orgulloso de haberlo hecho: desconoce
la paternidad de la criatura. "¿Grieta?", dicen los pocos kirchneristas
reflexivos que se atreven a analizar el saldo dejado más allá de la cantinela
de la ampliación de derechos y del estábamos mucho mejor porque el gas era
barato, se podía comprar un plasma y había alegría. "Grieta existió
siempre en la Argentina -dicen-, si en cada familia había que ver cómo se
peleaban nuestros abuelos cuando se discutía de política". Ahora resulta
que no se trataba de una abertura abismal, deliberada, para separar a la
sociedad según la lógica amigo-enemigo y ejercer el poder con pretensión
mesiánica sino de mera pasión argenta, de nuestra sabrosa idiosincrasia,
entrañable acaloramiento. Un homenaje a la sangre italiana, vehemencia
pasajera. Algo así como otro hijo putativo de la matriz River-Boca,
quintaesencia del antagonismo lúdico, tenso pero tierno, como Rosario
Central-Newells Old Boys, Estudiantes-Gimnasia, Independiente-Racing o, quién
sabe, Pepsi-Coca.
En todo caso, aparte de que el reduccionismo binario
indudablemente existe en la cultura, la confrontación kirchnerismo-antikirchnerismo
tiene antecedentes bastante más gruesos: unitarios y federales en el siglo XIX
y peronismo-antiperonismo en el XX. Si fuera necesario hablar de evolución
cabría aplaudir que en el ítem niveles de violencia se hayan logrado saludables
avances. Pero eso no significa que la grieta del siglo XXI, o como se le quiera
decir, no haya sido tóxica, perniciosa, extemporánea, retrógrada y, en esencia,
antidemocrática. Mucho menos debería omitirse que su plantación fue un acto
consciente, ancado en la búsqueda colectiva de chivos expiatorios tras la
anarquía de 2001 y articulado con la debilidad de las instituciones y con la
doctrina totalitaria del "vamos por todo".
Con su populismo resultadista los Kirchner engarzaron el
método de la confrontación permanente de enemigos rotativos (la sinarquía, los
cipayos y el diario La Prensa de ayer pasaron a ser los sojeros, los
destituyentes, los apropiadores de bebés, Clarín, etc.) con los beneficios de
una economía cortoplacista sustentada en el consumo. Cuando los métodos se
radicalizaron y los ciclos económicos se agotaron el combo perdió consenso y
los sueños de perpetuidad -con la ayuda de una serie de errores políticos de la
conducción- se interrumpieron.
Es algo irónico que el kirchnerismo residual entone ahora
cánticos sobre el pronto retorno (intercalados con los de "Macri, basura,
vos sos la dictadura") y niegue, a la vez, su creación cultural más
exitosa. Parecería que el porvenir nos va a privar de la oportunidad de
verificar que la grieta como modo de entender la acción política es ínsita al
Estado kirchnerista.
Por más que Cristina Kirchner se compare con Yrigoyen y con
Perón y despliegue sus dedos índice y mayor para blandir la ve de la victoria
dondequiera que le apunte una cámara, sus probabilidades de volver a calzarse
la banda presidencial no son para nada altas. Es cierto, los dos grandes
líderes de masas del siglo XX volvieron algunos años después a gobernar el país
que ya habían gobernado. Un duradero líder de época, no de masas, Roca, fue el
primero que volvió, pero la ex presidenta lo ignora porque no es alguien de su
agrado y nunca fue derrocado ni perseguido por sus sucesores. En el escrito que
presentó ante Claudio Bonadío al inaugurar lo que será una larga peregrinación
por Comodoro Py ella se equiparó con Yrigoyen y con Perón para poder explicarle
al juez cómo son las cosas: a los presidentes que hicieron grandes
transformaciones sus enemigos los persiguieron, es el precio que se paga cuando
uno (una) es patriota. Comparación que, sin entrar a juzgar los méritos de cada
cual, saltea un detalle. Yrigoyen y Perón fueron derrocados por militares, los
cuales los mandaron a Martín García y al exilio respectivamente y los
persiguieron con causas fabricadas y con atentados, mientras la voluntaria del
podio superior completó su mandato y está siendo perseguida penalmente por
media docena de jueces diferentes bajo el imperio del estado de derecho, no por
una dictadura.
La vigencia de la grieta, sin embargo, no hace otra cosa que
fortalecer los argumentos extrajudiciales que utiliza Cristina Kirchner para
contestar a las acusaciones por corrupción que pesan en su contra. Fuera de los
tribunales (tampoco adentro, hasta ahora) ella nunca le explicó a la sociedad
cómo hizo su fortuna ni para qué quería ser cada vez más millonaria, cómo
entiende su vínculo con el terrateniente Lázaro Báez, por qué cada día aparece
otro caso de corrupción entre sus funcionarios, cómo podía ignorar lo de la
obra pública, lo de la efedrina, los aportes del narcotráfico a su campaña, qué
pasaba con sus hoteles y trescientas cosas más. Lo que dice es que la persigue
el enemigo, al que disecciona con el sobado lenguaje K en personas a las que
los medios les lavaron la cabeza, grupos concentrados, el partido judicial y
Estados Unidos, que reeditó el Plan Cóndor para acabar con los progresistas
latinoamericanos.
El enemigo es la antipatria y ella -tal como lo indica el
nombre de su fundación- encarna a la patria misma. Patria y antipatria. La
grieta no reconocida sigue activa como molde funcional delante de una realidad
que no se quiere, o no se puede, explicar en términos llanos. Ya nadie la agita
desde el gobierno y no existe más un aparato estatal que la promueva. Sobrevive
en el aire porque los odios no se esfuman de un día para el otro.
Hay quien dice que no sólo la aprovecha Cristina Kirchner
sino también Macri, porque polariza con su antecesora y así divide al
peronismo. Una apreciación más detallista quizás exija distinguir entre grieta
y polarización. El gobierno no tiene una cosmovisión del universo que enhebra a
Cristina Kirchner con poderes malévolos superiores diabólicamente confabulados
para impedir la felicidad del pueblo. A lo sumo polariza mediante recursos
políticos con el kirchnerismo, al potenciar su intransigencia y reforzar el
entendimiento con los sectores dialoguistas del peronismo. Eso no es espejar la
grieta. Es política. La diferencia no sólo está en la doctrina sino en la
legitimidad de los recursos utilizados. Hay otras cosas para criticarle a
Macri, pero quien usa el espejo para acusarlo y licuarse en un mismo acto, de
por sí, levanta sospechas. Ya se sabe quién dice que corrupción hay en todas
partes, que figurar en una sociedad off shore es tan grave como todo lo que se
denuncia de la corrupción kirchnerista y que el gobierno actual, créase o no,
anda truchando las estadísticas del INDEC porque necesita armar un relato.
© La Nación
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