Por Cristian Vázquez
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La edición del último domingo del Diario Popular, de Buenos
Aires, incluye una entrevista a Mario Lozano, un peluquero
que atiende desde hace más de 30 años en su local de la calle Sarandí, a metros
del Congreso de la Nación, y que además de cortar el pelo toca la guitarra y
canta para sus clientes. Un recuadro en la parte inferior de la página lleva
por título “Aquel inolvidable encuentro con Borges”.
Dice Lozano que estudiaba
canto con una profesora del teatro Colón. Un día, al llegar a la casa, mientras
esperaba que le abrieran, vio a Jorge Luis Borges bajar de un auto, junto con
un ayudante. Los tres entraron en el edificio y compartieron viaje en el
ascensor. El peluquero dice que “tímidamente” le dijo:
—Maestro, ¿puedo darle la mano? Lo admiro mucho, aunque reconozco no ser
un gran lector suyo.
—Será que yo todavía no aprendí a escribir para usted —respondió Borges,
“con ese tono tan particular suyo”.
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Más de una vez escuché pronunciar la expresión “literatura elitista”
para referirse a ciertos autores que, en teoría, escriben difícil y
que, en consecuencia, producen obras destinadas a ser leídas por pocas
personas. Lo que más me llamó la atención, en muchas de esas ocasiones, es que
bajo el rótulo de “elitista” no se hablara solo de obras especialmente
difíciles, como pueden ser las de Joyce, Proust, Musil, Perec o Borges, sino
también de otras que a mí nunca se me hubiera ocurrido incluir dentro de tal categoría.
Las novelas de Michel Houellebecq, por decir un ejemplo cualquiera.
Es cierto, pensé después, que las novelas de Houellebecq pueden ofrecer
ciertas dificultades (temáticas, estilísticas) a personas no habituadas a leer
literatura. Y que esto las puede llevar a abandonar a las pocas páginas el
intento de leer tales obras. Los que sí estamos habituados a leer literatura,
en cambio, buscamosnovelas y otras obras que nos planteen ciertos
pequeños retos temáticos o estilísticos o de cualquier otra clase, como las de
Houellebecq. Quienes leemos literatura somos una minoría de la población.
Entonces, ¿somos nosotros la élite a la que está dirigida esa “literatura
elitista”?
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Se hace preciso definir con exactitud el significado de la palabra élite.
Según la RAE: “Minoría selecta o rectora”. De ahí su connotación negativa, dado
que las minorías selectas y rectoras suelen buscar la continuidad del statu
quo y oponerse, por lo tanto, a los intereses de los grupos
mayoritarios, esos que en muchísimos casos corresponde llamar sectores
populares o, a secas, el pueblo. Vuelvo a preguntarme:
¿somos los lectores una élite? Suena muy feo, pero creo que, al menos según
esta definición, sí. Somos una minoría selecta (compuesta por los que hemos
tenido la oportunidad de leer, a diferencia de los millones de personas que
nacen y crecen en condiciones tan desfavorables que no pueden hacerlo) y
rectora (pues en general, como grupo, decidimos qué es bueno y qué no).
Sin embargo, hay una diferencia vital con relación a lo dicho antes: los
que leemos no nos oponemos a los intereses de los grupos mayoritarios. Es
decir, a los intereses de los no lectores. Por el contrario, en general tenemos
interés en promover la lectura. Nos encantaría que nuestros amigos que no leen
sí lo hagan, para poder hablar de libros también con ellos, para que también
ellos disfruten de las maravillas de las que gozamos nosotros. Y no solo
nuestros amigos. Tenemos la sensación —quizá irreflexiva, quizá demasiado
optimista— de que si toda la gente leyera literatura, el mundo sería un lugar
mejor.
Por desgracia, no todos lo vemos de esa forma. Hay gente que sí se
solaza en formar parte de la élite. Gente como de la que habló Jorge Téllez
hace poco en estas mismas páginas, que se siente moralmente superior a otra
debido a que escribe sin faltas de ortografía. Este hecho no tiene nada que ver
con la moral, por supuesto, sino más bien con privilegios y diferencias de
clase. Algo parecido suele ocurrir con el hecho de leer literatura. Vale la
pena recordar la afirmación de César Aira acerca de que
no hay ningún reproche que hacer a la gente que no lee ni quiere leer
literatura. “Sería como reprocharle su abstención a gente que no quiere
practicar caza submarina”, dice.
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En cierto sentido, el Premio Nobel de Literatura otorgado a Bob Dylan es
un capítulo más en este debate. De un lado, muchas voces se quejan de que
condecorar a un cantautor es absurdo e ironizan con la posibilidad de que un
escritor gane el próximo Grammy. Del otro, sostienen que las letras de Dylan
son poesía y que la decisión de la Academia Sueca amplía los límites de la
literatura, ya que no distingue a un autor de obras que la gran mayoría de la
humanidad desconoce, sino a alguien popular, alguien que, desde
esta perspectiva, acercó la literatura a la gente.
Con relativa frecuencia uno escucha a gente elogiar frases extraídas de
canciones como si fueran de alta calidad poética, cuando a mí no me lo parecían
ni remotamente. Siempre en esos casos uno piensa: si esta persona leyera más,
sabría que esa frase no es tan buena, y mucho menos cuando se cita fuera de la
canción a la que pertenece.
Imaginemos el caso de alguien que cree que distintas frases de diversas
canciones tienen gran valor poético, pero que en algún momento escucha a Bob
Dylan y se da cuenta de que las canciones de él son muy buenas de
verdad y las anteriores no. Y que gracias a Dylan se acerca a la
poesía y luego a la ficción, y que comienza así un camino que lo lleva, en más
o menos tiempo, a leer novelas como las de Michel Houellebecq. No es que al
final de esta historia esa persona lea literatura elitista: lee literatura,
literatura a secas, cosa que antes no hacía.
La literatura elitista no existe, porque, nos guste o no, toda la
literatura lo es. Hay, sí, desde luego, distintos grados de complejidad: nadie
duda de que leer el Ulises es más arduo que leer Cien años
de soledad. Pero pretender la existencia de una literatura elitista es lo
mismo que afirmar que existe una matemática elitista o una medicina elitista o
una astrofísica elitista. Criticar a Joyce por lo difícil que es leer sus
libros es como criticar a Einstein por lo difícil que es entender la teoría de
la relatividad. Cada quien puede llegar a disfrutar de cada una de esas obras
en la medida en que sus oportunidades y sus propios deseos se lo permitan. Pero
no hay reproches morales que puedan hacerse a sus autores.
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“Me mató”, dice Mario Lozano para graficar la sorpresa que sintió cuando
Borges, en aquel ascensor, le dijo: “Será que yo todavía no aprendí a escribir
para usted”. Y es que esa respuesta resume, de algún modo, la fantasía de los
que no leen: que los grandes escritores, los que les resultan inaccesibles, los
supuestamente “elitistas”, puedan aprender a escribir para ellos. Por eso el éxito de los textos apócrifos atribuidos
a Borges, a García Márquez, a tantos otros. La realidad es justo al revés:
somos nosotros quienes tenemos que aprender a leer a los grandes escritores. Si
se lo desea, por supuesto. No hay nada que reprochar a quienes no quieren leer.
Probablemente, en contra de lo que nos gusta creer, el mundo no sería mucho
mejor si toda la gente leyera literatura.
Pero, si leés, tu mundo es un lugar mucho mejor que si no leés. Y de eso
no me cabe la menor duda.
© Letras Libres
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