“Al nacionalismo hay que ponerlo
en cuarentena”
Sergio del Molino: "Prefiero las personas a los símbolos". |
Por Gonzalo Gragera
Una dicción clara, una exposición de ideas
didáctica, un bosquejo lleno de profundidad y de transparencia. Así es la
personalidad literaria de Sergio del Molino (Madrid,
1979). El escritor nos recibe en el hall del hotel, en la tarde calurosa de los
últimos días de septiembre, con ganas de charlar sobre su último libro La España vacía. Viaje por un país que ni nunca fue,
un ensayo publicado por la editorial Turner.
Notables novelas, acogidas por lectores y leídas
con atención por la crítica, se acumulan en el catálogo de su trayectoria, en
títulos como La hora violeta o Lo que a nadie le importa. Tanto es así, que en
mayo de 2013 la revista El Cultural incluyó
su nombre entre los doce novelistas españoles, menores de cuarenta años, con
mayor proyección.
Formado en el oficio del periodismo, del Molino
retrata la España interior desde unos ojos nacidos en la contemporaneidad, en
lo urbano. No hay aquí mitología ni un discurso indigesto de sentimentalidad o
pringosa lírica. En absoluto. El autor recorre los paisajes de España para
ahondar en su población, en sus gentes, en su cultura, en la dimensión de su
pasado para alcanzar una conclusión de su presente. Una gran crónica en la que
se conjuga periodismo y literatura, cada ciencia en su justa medida.
—Nacidos en los años ochenta, finales de los
setenta, escritores como Manuel Astur o Jorge Bustos reflexionan de España en
sus obras. ¿Desde qué perspectiva le habla esta generación a sus paisanos?
-No tanto desde la idea de España o el retorno al
marco esencialista, mejor como una indagación de lo íntimo. A mí, no obstante,
me cuesta encontrar hilos generacionales. Aunque es cierto que desde dentro de
esta polifonía generacional, dentro de nuestras señas, hemos encontrado un
diálogo con nuestro país, que es lo que fundamentalmente hace la literatura.
Pero tímidamente, es un diálogo más con nosotros mismos. No pretendemos
encontrar una visión esencialista.
—¿Es una generación que trata lo español con menos
prejuicios que la anterior?
-Sí, sin duda. Hay menos miedo a nombrar el país
con naturalidad. Nosotros nos burlamos de ese prejuicio que tuvieron nuestros
padres, de esa asociación de España, de su símbolo, con el franquismo. Nosotros
tomamos distancia irónica y tratamos al país con otra espontaneidad.
—Siguiendo en vuestra generación, muchos solo
habéis conocido, para vivir el día a día, la ciudad, lo urbano. ¿En qué notáis
este rasgo respecto de aquellos que nacieron en lo rural? Vuestros padres y
abuelos, por ejemplo.
-Pues que la relación con la España vacía, esa
procedencia rural, ha transcurrido y se ha sedimentado. No es una relación de
conflicto. Los escritores como Julio Llamazares o Muñoz Molina escriben del
lugar rural como un sitio conflictivo, para nosotros son ficciones. Tiene un
significado más mítico que real.
—¿Cómo ve el escritor el tiempo y el espacio en lo
urbano y en lo rural?
-Hay lectores que nos identifican con la etiqueta
de neorurales o algo así. No lo somos en absoluto. La perspectiva de lo rural
está ligada con la construcción de la identidad y de lo íntimo. No hay un
tiempo rural y otro urbano. Nos distinguimos mucho de Delibes y esa generación.
Ellos juegan y sí viven en lo rural, nosotros lo transformamos en un rincón
mítico. Ellos escriben desde lo visceral y real, nuestra mirada tiene más de
recreación.
—¿Hay dualidad, incompatibilidad, en el modo de
vida de ambas determinaciones?
-Sí, sociológicamente siempre la ha habido. En el
libro hablo de esto. En España hay desequilibrio inmenso entre el campo y la
ciudad. Pero no es una relación de conflicto, pues en la ciudad no se suele
mirar a los problemas del campo. Es más una reivindicación de estos con aquellos.
Un resentimiento por parte de la España de la periferia, de la España rural, al
discurso de las grandes ciudades como Madrid o Barcelona. Pues son lugares que
copan el marco general, desde el parlamento hasta las noticias. Pero no es
incompatible. No hay conflicto. Y si lo hay, es unilateral.
—¿Qué es el Gran Trauma?
-El Gran Trauma es el gran éxodo rural. En los
últimos veinte años se vacía el país. Hay un dato escalofriante: catorce
provincias entran en lo que los expertos denominan el declive rural de
población. Hay lugares que se pierden demográficamente, mientras las ciudades
triplican su población, generando incluso barrios marginales y cordones de
miseria. Dice Andrés Trapiello en Las armas y las letras que
la Guerra Civil fue un año cero para la Historia de España. El Gran Trauma, ese
éxodo del que te hablo, es otro punto de partida en nuestra historia. Mucho
menos estudiado, eso sí.
—La emigración del campo a la ciudad en los años
cincuenta y sesenta del siglo XX fue un signo de desarrollo y progreso. ¿Hasta
qué punto es esto cierto?
-En una parte, sí. La de emigración consciente.
Pero hay otra que es forzada. Hubo una emigración que sí buscaba crecer,
avanzar, y lo hizo con gusto; pero otra solo estuvo motivada por la
resignación. Estos movimientos no fueron mal del todo, valorándolo desde una
perspectiva generalista. Contribuyeron a la economía capitalista creando
concentración de masas en los puntos más favorables al desarrollo de la
industria. Un rasgo típico, como digo, del capitalismo. Aun así, hay historias
de desarraigo, de familias que marcharon al viaje sin ningún tipo de ilusión,
de incentivo.
—¿Cuál es la identidad de la España interior?
-Pues es una identidad que existe como en cualquier
otra zona. Hay un halo de romanticismo y de misticismo en lo rural que no se
corresponde con la realidad. Sus problemas son los problemas de cualquier
español medio. Levantarse temprano, ir a trabajar, mejorar los servicios
públicos, cuidar de los suyos, llegar a fin de mes. No hay un rasgo distintivo
respecto de lo urbano. No existen diferencias raciales ni mitos de esa índole.
Sería absurdo pensarlo.
—¿Somos un país vacío no solo en su densidad de
población?
-No. En este país hay mucha historia, y sobre todo,
mucha interpretación, incluso reinterpretación de la historia. Aunque la
cultura haya dado la espalda al presente, estamos llenos de significados, de
historias, de personajes, de poso cultural.
—¿Qué España le interesa a Sergio del Molino?
-A mí como escritor lo que me preocupa son los
mitos, y cómo estos se relacionan unos y otros y cómo, a su vez, se contrastan
con la realidad. Como ciudadano me interesa que al fin encontremos nexos de
convivencia más allá de las banderas y de los himnos. Estuvimos a punto de
lograrlo en un tiempo concreto, de naturalizar cierta liturgia y cierto símbolo
que tan solo se asociaba a un sector de España para entregarlo a todos los
ciudadanos, independientemente de su filiación y de su ideología, pero nos
dimos de bruces con la frustración. Perdimos una gran oportunidad de perpetrar
la modernidad en este país.
—¿En qué momento sitúas esa oportunidad perdida?
-Yo creo que en los años ochenta, en los años en lo
que el PSOE gobernó. En esa década, por parte del gobierno socialista, se
mantuvo un discurso muy antiguo y muy ambiguo: por una parte se quiso trabajar
en este ideal que te comento pero por otra aún les daba miedo dar un paso
erróneo, levantar las asperezas de sectores conservadores. Aunque en este
sentido no fue el único culpable.
—¿En qué tono debería el escritor acercarse a
España?
-El tono que cada uno quiera. Eso sí, el que
considero que no debería ser es el de los esencialismos, historias de
reconquistas, historias caducas y desfasadas. El discurso del esencialismo no
te lo va a comprar nadie, aunque esté muy de modo en algunos círculos
políticos. La mirada del escritor ha de ser contemporánea, de relación
emocional y en una poderosa primera persona. Por eso reivindico mucho a Antonio
Machado. Es el único escritor del 98 cuyo legado aún permanece vivo.
—En la construcción de este relato, ¿cuánto ayudó
la formación en el periodismo?
-Claro. Mucho. El libro es una crónica. Mi
formación periodística está en el origen de buena parte de mi literatura. El
recurso de la crónica está en todos mis libros.
—¿Cuál es la distancia entre patriotismo y
nacionalismo?
-El patriotismo es una actitud emocional, una
respuesta emocional. El patriotismo puede ser entendido como una declaración de
amor. Sin embargo, diríamos que el nacionalismo es más un proyecto político. El
nacionalismo puede ser patriota o no. Se puede ser nacionalista sin ser
patriota, y viceversa. Son elementos que se relacionan. Algunos dicen que el
nacionalismo manipula y que el patriotismo es una declaración de entrega
deseable. Yo creo que ambos son anacronismos a los que no deberíamos, desde la
sensibilidad contemporánea y la honestidad intelectualidad, darle mucha
importancia. Yo reconozco a la gente, al otro, sin necesidad de preguntar por
su procedencia, sin necesidad de que esta procedencia me aporta una cosa y
otra. Prefiero las personas a los símbolos. Creo que el patriotismo es un
sentimiento sospechoso. Al nacionalismo hay que ponerlo en cuarentena.
—Antonio Muñoz Molina, en El País, escribió que aún
tenía que aprender de La España vacía. ¿Qué le queda por aprender
de su última publicación a Sergio del Molino?
-Hombre, sí. Para mí mi obra siempre está en
marcha. Aprendo no solo de mi libro, sino de las lecturas y de las
interpretaciones que otros me comentan de él. No busco en un libro la respuesta
a todas las preguntas. Los libros son una parte de un todo global. Siempre
tienen que llevarte a otro. Enlazarte con otro. Para así formar una gran cadena
en la que se vaya concatenando las obras. Cuando escribo mis libros siempre
pienso en un punto de partida, y no de llegada.
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