Por Manuel Vicent |
Las banderas tibetanas de oración son unas telas de colores
engarzadas a una soga o a un mástil que flamean constantemente al viento desde
los tejados de casas, las cimas de los montes y explanadas de los templos. En
esas telas los budistas depositan toda clase de sueños, promesas y preguntas en
forma de plegarias, que el viento se encarga de expandir por el espacio hasta
regiones ignotas donde habitan las fuerzas misteriosas que han sido invocadas.
Paz, fortuna, salud, belleza, armonía son las constantes del
corazón de los mortales. Después, el viento, cuando cambia de dirección,
devuelve las plegarias, unas veces atendidas, otras desechadas, como respuestas
del destino.
Las banderas tibetanas de oración están ya penetrando en
nuestra cultura. Comienzan a verse flamear en el aire contaminado de nuestras
ciudades y, aunque el viento aquí no sea tan puro como el de las altas montañas
del Tíbet, puede llevarse también nuestros sueños, plegarias y estas preguntas
hasta el pie de nuestros dioses.
¿Cuándo aceptaremos que la máxima corrupción consiste en
haber votado y en seguir votando, pese a todo, a los políticos corruptos? La
respuesta la traerá el viento.
¿Cuándo aceptaremos que somos nosotros los que nos ahogamos
en el mar frente a las costas de Europa junto con los inmigrantes desesperados?
La respuesta la traerá el viento.
¿Cuándo aceptaremos que ningún armamento es inocente y somos
nosotros los que bombardeamos hospitales, familias, niños en Alepo? La
respuesta la traerá el viento.
Las banderas de oración se llevan con el viento nuestros
sueños de armonía y fortuna sobre la ponzoña de la corrupción, sobre la sangre
de la guerra, sobre todos los náufragos que ya forman parte del paisaje de
nuestra cultura.
La respuesta, amigos, como canta Bob Dylan, está flotando en
el viento, pero no por eso dejamos de ser culpables.
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