Por Luis Alberto Romero (*) |
Sindicatos, piqueteros y empresarios han reaparecido con sus
reclamos y exigencias. Junto con solicitadas y declaraciones, tenemos paros
programados e imprevistos, cortes de calles y acampes en plazas. Durante una
década larga, todos fueron mantenidos a rienda corta por un gobierno ducho en
administrar la zanahoria y el palo y en dividir a los que no podía controlar.
Hoy el clima cambió, en parte porque hay menos intromisión gubernamental pero,
sobre todo, por la sospecha de que, luego del festín, quedó una factura impaga
que puede caerle a quien no llore a tiempo y con fuerza.
Todos apelan a tácticas conocidas y probadas. Los
empresarios presionan en defensa de sus viejas prebendas y regímenes de
excepción.
Recientemente la Cámara de fabricantes de medicamentos
reclamó para mantener su privilegiado régimen de patentes, invocando la
soberanía, la defensa de las fuentes de trabajo y la protección del consumo
popular, amenazados por los monopolios extranjeros. Esta preocupación por la
nación y por los humildes locales es, cuanto menos, llamativa en un grupo
integrado por algunos de los más poderosos grupos transnacionales.
Los sindicatos reclaman la supresión del impuesto a las ganancias,
algo que no inquieta a los trabajadores precarios, y miran con simpatía los
reclamos de los industriales. Los gremios estatales y docentes piden a su
empleador mejores salarios, estabilidad y la intangibilidad de sus respectivos
estatutos. Las organizaciones sociales -los antiguos piqueteros- defienden su
cuota de planes sociales y el viejo modo de repartirlos, ni universal ni
igualitario, en momentos en que el debilitamiento del sistema prebendario
estatal crea tanto incertidumbres como nuevas oportunidades.
El panorama es hoy confuso e interesante por la fluidez de
las posturas y los reagrupamientos que se esbozan. Los sindicatos oscilan entre
mantener sus tradicionales vínculos con los empresarios “nacionales” o
acercarse a las organizaciones de desocupados, a quienes ignoraron cuando la
pérdida del empleo los hundió en la pobreza. Los empresarios oscilan entre
abroquelarse en lo viejo o embarcarse en el ignoto océano del mercado abierto y
alcanzar El Dorado que les pintan los funcionarios.
En el debate se cruza la política, pues cada grupo trata de
quedar bien colocado ante la eventualidad de una crisis económica que
desencadene la conflictividad social. Los kirchneristas ortodoxos, carentes de
figuras presentables y cada día más desgranados, la esperan con ansiedad para
volver a posicionarse. Los militantes de izquierda ganan posiciones entre los
trabajadores y los desocupados, conforman una alternativa verosímil y presionan
a los grandes sindicatos. El nuevo peronismo -en la gama que va del Movimiento
Evita al massismo- busca vincularse con estos reclamos pero sin perder su
condición de “oposición de Su Majestad”, que les da credibilidad entre los
votantes del centro.
En el fondo es una historia muy conocida. Los reclamos al
Estado por parte de los intereses organizados se remontan a principios del
siglo XX. Su avance desde 1955 y la progresiva colonización del Estado,
condujeron a la crisis de 1975, de la que se salió por el camino de la
destrucción sistemática del Estado. En democracia, el peronismo articuló
durante treinta años los reclamos sectoriales, concediendo, repartiendo y
convirtiéndolos en sufragios.
El gobierno actual se propone reconstruir a la vez el Estado
y el Mercado: diferenciarlos, consolidarlos y acabar con el juego de quienes
los exprimen y nos exprimen. Debe hacerlo en condiciones muy difíciles. El
aparato estatal está muy destruido, en niveles que no imaginábamos, por la
corrupción, la desidia y la pésima gestión. La macro economía está
distorsionada y los intentos de ordenarla suelen llevar a un punto en que
cualquier opción resulta contraproducente. Finalmente, el poder del gobierno es
limitado y necesita negociar cada una de sus decisiones. Ésta es una novedad
interesante y a la larga positiva, después de tres décadas de discrecionalismo
presidencial.
Pero a la vez crea una situación compleja, sobre todo si
hubiera un pico de protesta social en la que seguramente se montarán quienes
hoy aceptan negociar con el Gobierno.
La negociación política es más compleja todavía, e incluye a
los gobiernos provinciales, al peronismo, a los propios aliados y, por si eran
pocos, al Papa. No es extraño que en este contexto el Gobierno “peludee”,
ensaye y corrija y recurra reiteradamente al “paso atrás” que recomendaba
Lenin. Mi impresión es que hasta ahora no ha perdido el rumbo pero no se puede
asegurar que controle todos los factores, de modo que el resultado final está
abierto.
Ciertamente sería deseable un gran acuerdo social y político
que asegure la gobernabilidad y el tránsito por un camino consensuado. Pero
temo que es sólo una ilusión, lo que suele llamarse wishful thinking. Es difícil que haya acuerdos cuando hay
elecciones a la vista y se gana más con la diferenciación y la confrontación.
Por otra parte, en el país no hay mucha tradición de acuerdos desde los tiempos
en que la intransigencia yrigoyenista los calificaba de “contubernio”. Yendo
más a lo profundo, se nota la falta de un Estado con el que la sociedad pueda
reflexionar sobre sí misma, como quería Durkheim. Tampoco tenemos élites
dirigentes con legitimidad y con el hábito de pensar más allá de lo inmediato.
Estamos ante una encrucijada. Existe la posibilidad de
romper un círculo vicioso muy conocido y de reacomodar las piezas de un modo
virtuoso. No se trata de aplicar una receta rígida sino de tener una idea clara
de la ruta y luego tirar y aflojar, sin perder la línea, como el viejo de
Hemingway, que en el mar pudo pescar al tiburón.
La ocasión está hoy, y hay que atraparla por los pelos. Si
el gobierno fracasa probablemente volveremos a alguna variante de una salida
muy conocida, que suele llamarse “populista”: conformar a la mayoría con el pan
y la fantasía, repartir lo que hay y lo que no hay, y hacer creer que se está
construyendo un mundo en el que se podrá ser pobre y feliz.
© Los Andes
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