Por Javier Marías |
De todos es sabido, aunque no siempre recordado,
que el tiempo de los niños transcurre muy lentamente. O al menos así era antes:
no sé si será igual para los de ahora, con tanta actividad extraescolar y
distracción “obligatoria” en compañía de los padres, que van con la lengua
fuera los fines de semana y en vacaciones. En los años cincuenta y sesenta del
siglo XX los días y las semanas eran interminables, no digamos los meses o un
curso entero.
El domingo por la tarde era una pesadilla, porque le seguía no ya
el lunes con la vuelta al colegio, sino un montón de días eternos hasta que
asomara de nuevo un sábado. En aquellas jornadas daba tiempo a todo, a
levantarse y bañarse, desayunar, ir en tranvía o autobús a la escuela, pasar
allí numerosas horas encerrado, disfrutar de un recreo aventurero en el patio,
tontear en la escalera con la chica que le gustaba a uno, almorzar, recibir más
lecciones, regresar a casa tal vez andando, jugar allí un partido de chapas con
mi hermano Fernando, acaso merendar algo, hacer perezosamente unos deberes,
aguardar la hora de la cena asediando un fuerte, cenar con padres y hermanos,
retrasar la hora de irse a la cama con mil triquiñuelas, por fin acostarse.
En los veranos de Soria no digamos: acercarse a
Pereda a ver si había salido El Capitán Trueno o
un Zane Grey nuevo, pasar por los tres cines para enterarse de qué ponían,
bajar al Duero, hasta el embarcadero de Augusto, alquilar allí una barca y
remar río arriba hasta la mejor zona para nadar largo rato, jugar un partidillo
de fútbol en un arenal cercano, subir a pie la empinada cuesta desde el Duero
hasta casa, almorzar con los padres, acompañarlos a tomar café con sus amigos,
Heliodoro Carpintero infalible, en una terraza de la Dehesa, como se conoce el
parque. Quedarse luego en ella lo que parecían horas correteando o peleándose
con los chicos locales, subir –buenas caminatas– al Mirón o al Castillo o a las
Eras, bajar, leer sin prisa en casa de Heliodoro, con su buena biblioteca y su
generosidad infinita, incluso jugar a la canasta con sus hermanas solteras,
Mercedes y Carmen, la primera risueña y la segunda seria. Volver a cenar, ir al
cine a la sesión ¡de las 11!, a nadie le extrañaba ese horario. Regresar a casa
lentamente, oyendo los pasos cada vez más audibles de los transeúntes (cuantos
menos hay, más resonantes) y las campanadas del reloj del Ayuntamiento.
Pero no sólo era el tiempo de los niños. En Madrid,
durante el curso, mi padre contestaba el correo y trabajaba muchas horas en
casa, pero luego se iba a pie a la tertulia de la Revista de Occidente; a la cual volvía en segunda
sesión también algunas tardes. Cuando enseñaba a extranjeros, iba a sus clases,
regresaba, almorzaba, a menudo aparecían visitas sin anunciarse (se estilaba el
“pasaba por aquí”), escribía más en su despacho, merendaba con mi madre
(¡merendaban!), leía, aún quedaba rato que aprovechar hasta la cena en familia,
eso si no salían con amistades o al cine.
¿Qué se ha hecho de todo ese tiempo? ¿Es sólo la
edad, que nos lo acelera, o es nuestra época, que nos lo ha ido robando? No sé
a otra gente, pero a mí y a las personas que trato los días y las semanas se
nos escapan. ¿Otra vez es sábado?, me pregunto perplejo cada vez que me toca un
nuevo artículo para esta página. Tengo la sensación de que el anterior lo
escribí hace unas horas. Cierto que en aquellos años evocados había menos
solicitudes y distracciones. Ni televisión había (o no en mi casa), no digamos
Internet ni videojuegos ni emails ni obsesivos smartphones ni Twitter ni Facebook, que exigen
tanta tarea. El tiempo, por así decir, estaba libre y se dejaba llenar,
pasivamente. No corría detrás de la gente ni la dominaba, era la gente la que
dominaba el tiempo y lo administraba con una libertad hoy desconocida o
infrecuente. Nadie se aburría si disponía de una tarde sin quehaceres, se
inventaban actividades y no se requería que los Ayuntamientos –convertidos hoy
en fábricas de imbecilidades ruidosas– proporcionaran entretenimiento en calles
y plazas. La gente era imaginativa, no bovina como en nuestro tiempo.
Claro que nuestro tiempo es mejor en conjunto, o
eso creo, es difícil saberlo. El pasado es un misterio. Ni siquiera el que uno
ha vivido acaba de explicárselo, ni de representárselo. ¿Cómo era posible la
elasticidad del tiempo? Niños aparte, ¿cómo hacían los adultos para que les
cundiera tanto y andar desahogados? Probablemente será distinto para los
incontables parados y para muchos jubilados, pero yo sólo conozco personas
permanentemente estresadas y a menudo medicadas, a las que todas las horas (y
son veinticuatro, como antaño) se les hacen insuficientes. Que viven a la
carrera y aun así no les alcanzan para sus tareas. No digamos para dar un paseo
al atardecer o jugar a la canasta.
© Zenda –
Autores, libros y compañía
Selección:
Agensur.info
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