Por Jorge Fernández Díaz |
Un veterano detective asevera que las
multinacionales de la droga no se instalaron plenamente en la Argentina porque
éste es un país impredecible, individualista y poco serio, y que tampoco ha
surgido un cartel local de proporciones porque el argentino es incapaz de
organizarse. Se trata de una boutade.
Pero es cierto que los
grandes holdings del narco lavan dinero y operan aquí a
mansalva aunque siempre de paso, vendiendo su mercancía a múltiples
entrepreneurs autóctonos para solventar su propia logística y concentrados
esencialmente en el negocio de la exportación: tienen el criterio de cualquier
inversor transnacional, nunca los ha convencido poner dinero a gran escala en
una sociedad inestable y con la costumbre de transgredir todo el tiempo las
reglas. El delito sólo es el lado oscuro de la lucha por el dólar, explicaba
Raymond Chandler. Los megamillonarios de la cocaína se aprovechan de las
instituciones débiles y proveen a distancia a las pymes protegidas por
uniformados, pero sin atreverse a abrir casas matrices ni filiales. Tenemos la
"suerte" de ser demasiado chantas, chapuceros y erráticos para su
gusto. Aunque esa desinversión, como se sabe, no nos libró del boom de
los estupefacientes, que en su forma atomizada y caótica se consolidó bajo la
"década ganada", detonó el consumo social, incrementó la violencia y
se convirtió en el modus vivendi de miles de personas.
Llegar al fondo del fenómeno de la inseguridad
implica siempre bucear en las características de la sociedad que lo engendró.
Ya en 1930, Borges aseguraba que "el argentino es un individuo, no un
ciudadano". En nuestra patria -describía-, quien entrega a un delincuente
es una canalla y la policía es una mafia. Sobre esta cultura histórica se suman
pecados más actuales que fuimos cocinando a fuego lento. Convertimos el Estado
en un propulsor de delitos y en un protector de malvivientes. Mantenemos un
sistema de financiación de los partidos políticos que alienta la recaudación
más oscura. Otorgamos un presupuesto bajísimo para salarios y fondos operativos
a las policías, con lo que obligamos a que se moneticen brindando cobertura a
ladrones y traficantes. Permitimos sistemas carcelarios con presupuestos
exiguos que se autogobiernan y conforman de hecho una infalible escuela
superior del robo y el secuestro. Dejamos que colonizaran ideológicamente a la
Justicia con un garantismo caricaturesco, que en nombre de la piedad es
impiadoso con las víctimas. Mantenemos niveles de desigualdad y de hecatombe
educativa que son motores de marginalidad, cuentapropismo criminal y numerosos joint
ventures de la coca y el paco. Y fuimos frívolos frente a la política
de parches, purgas y camaritas sabiendo de sobra que no solucionan el problema
de fondo. La combinación de todos estos factores explica entonces nuestra
enorme hipocresía y pasividad, y las calamidades consecuentes a las que nos
enfrentamos ahora que el agua nos llega al cuello.
Conviene, al respecto, hacer un breve informe de
daños. La tasa de delitos graves empeoró en 1995, explotó en 2001 y tuvo otra
notable trepada en 2008, cuando decidieron emular en esta área sensible la gran
broma de Moreno: también destruyeron el termómetro para ocultar la enfermedad.
Sin embargo, algunas cifras de los últimos dos años pudieron reconstruirse,
sobre todo los homicidios (por las denuncias) y los robos de autos (por los
seguros). El Sistema Nacional de Indicadores Criminales indica que los
asesinatos y los robos este año descendieron, pero el Gobierno no quiere dar a
conocer estos guarismos semestrales porque les parecen inoportunos y hasta
ofensivos en medio del espanto social y porque ese declive se da todavía en un
contexto altísimo: el conurbano y Santa Fe están "muy calientes",
como se dice en la jerga. Una encuesta de la UADE revela que el 79% de los
argentinos no confía en la policía y que tres de cada diez sufrieron alguna
clase de hurto o agresión durante el último año. Otro sondeo que analizan en el
Gabinete muestra el derrumbe de la inflación como gran preocupación popular.
Según Rosendo Fraga, la inseguridad suele ser la segunda prioridad de la gente
cuando se estabiliza la economía y de hecho será una de las tres cuestiones que
gravitarán en las elecciones del próximo año, junto con la reactivación y la
división del peronismo.
Dos episodios llamaron mucho la atención de Eugenio
Burzaco en los últimos días. Una visita a una villa de San Miguel le permitió
constatar que en diez meses allí se registraron cinco homicidios: cuatro de
ellos eran ajustes de cuentas entre bandas. La droga quebró los viejos códigos
del hampa: antes los chicos eran intocables; hoy se los asesina sin
remordimientos. El otro caso tiene que ver con el rol irresponsable de la
Justicia y con la muerte de Miriam Amelia Copolillo, ultimada en Morón: los dos
motochorros tenían entre 17 y 18 años, iban con chalecos antibalas y munidos de
pistolas, y uno de ellos había sido detenido dos veces este mismo año por robo
a mano armada.
La piratería del asfalto, por su parte, está
menguando y el decomiso de narcóticos aumentó un 200%, pero eso fue posible
porque las fuerzas federales se abocaron a esos rubros; gran parte de ellas
serán retiradas de la faena para socorrer a la provincia de Buenos Aires. Es el
drama de la sábana corta, aunque juran que el anunciado traspaso de gendarmes
no será lo que parece: la repetición de un recurso de marketing que resultó
improductivo. El traslado fue resuelto en una reunión quincenal que coordina el
vicejefe de Gabinete, Gustavo Lopetegui, y al que asisten los ministros de
Seguridad de Nación, Ciudad y provincia; también el propio Presidente (una vez
por mes), la gobernadora y el alcalde. De esa mesa surgieron dos conclusiones:
los gendarmes no andarán yirando por la calle, se ocuparán de operativos
especiales y delitos complejos, y la nueva policía porteña se transformará en
un modelo a copiar. La convergencia de federales y metropolitanos que realiza
Rodríguez Larreta produjo ruidos en varias fuerzas, pero María Eugenia Vidal
sigue de cerca la experiencia: quiere importarla a su territorio.
La policía bonaerense está llena de logias y
capangas, pero no es una estructura mafiosa piramidal ni un ejército
napoleónico. Al principio se creyó que con el cambio de ética muchos se iban a
cuadrar, pero algunos jefes son irrecuperables, no saben ser de otra manera.
Por lo general en los Estados Unidos un policía se retira con un sueldo y una
casa; quien se corrompe entonces es por pura codicia. En la Argentina un
comisario que tiene a cargo el cuidado de 700.000 personas puede llegar a ganar
30.000 pesos: no es excusa, pero ese personaje no se corrompe únicamente por
ambición; con su salario no llega a fin de mes, y esto es así desde que salió
de la escuela de policía. Recaudar en paralelo es por lo tanto una práctica
intrínseca al oficio, y con el correr de las décadas se convierte en una
adicción voraz. Recuperarlos de ese vicio es una tarea ciclópea e insalubre. Y
parecen existir dos criterios distintos en el oficialismo: ser un poco
flexibles y seguir avanzando, o cortar el nudo de cuajo. Hoy parece haber un
mix de las dos recetas, y el resultado es una limpieza ostensible que convive
con una resistencia salvaje: trabajo a reglamento y liberación de zonas. No hay
otra policía en el mundo que se parezca a la bonaerense. Su reforma debe ser
urgente y original. Es el mayor desafío de esta sociedad sin reglas. Que ama la
desorganización.
© La Nación
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