Por Javier Marías |
En un reciente viaje a Buenos Aires, ciudad que
visitaba por primera vez, he redescubierto a un tipo de librero de viejo que
creía desaparecido de la faz de la tierra, salvo quizá en Inglaterra, donde
todo parece pervivir en su estado original, es decir, en su estado dickensiano.
Se trata del librero completamente ignorante de lo que tiene y vende, y que por
ello no suele marcar los precios de los libros sino que los decide sobre la marcha,
tras escuchar la pregunta del comprador posible, y sobre todo su tono al
hacerla.
Pues ese librero no se guía tanto por la encuadernación, la tirada, la
fecha o el autor del volumen cuanto por el interés que muestra el cliente y su
manera de contemplarlo o manosearlo. Son gente por tanto avezada, o mejor dicho
entrenada por la experiencia de años observando a los husmeadores. Para esos
hombres yo supongo que los compradores somos como un libro abierto que con
nuestra actitud les decimos mucho más acerca del tomo que sostenemos en las
manos de lo que ese tomo podía decirles un minuto antes, cuando aún reposaba en
su balda. No saben nada de su mercancía, pero son taladradores psicológicos,
que han aprendido a interpretar el ligerísimo temblor de los dedos que van
hasta el lomo de un libro determinado, el parpadeo instantáneo de quien no da
crédito a sus ojos al ver el título que llevaba años buscando con la mirada
alerta, o perciben la rapidez con que nos aferramos a ese libro deseado e
inencontrable, como si temiéramos que justo entonces, y aunque estemos solos en
la librería, fuera a aparecer el más raudo guante de otro cazador que nos lo
arrebatara. Ante esos discípulos de Sherlock Holmes uno se siente, por tanto,
vigilado como un preso que sale al patio y sabe espiado por el guardián hasta
el menor de sus movimientos y gestos. Ante esos libreros uno debe recuperar, en
defensa propia y de su bolsillo, el arte del disimulo: ha de controlar su
emoción, su impaciencia, su zozobra y su alegría; debe mostrar desinterés o aun
desprecio por aquello que más ansía, debe contar hasta diez antes de sacar del
estante el volumen en el que sus pupilas se han fijado con incredulidad y
codicia.
La verdad es que el mercado del libro de viejo ha
cambiado mucho en los últimos quince años, sobre todo en España, donde no sólo
no existe ya este tipo de librero acechante e intuitivo que reencontré en
Buenos Aires, sino ni siquiera el ecuánime, el justo, el comprensivo. La cada
vez mayor escasez de oferta (ha habido una cierta moda, y estamos en tiempos en
que los lectores compran para sus bibliotecas pero rara vez venden de ellas) ha
hecho que los precios se inflen hasta el disparate, y que los pocos individuos
que van quedando dedicados a tan trasegado oficio se hayan documentado hasta el
punto de disponer de ordenadores con catálogos informativos, que al instante
les hacen saber cuál es el más alto precio que pueden pedir por lo que
normalmente han adquirido por la cuarta parte, o quizá menos. Nada que oponer a
ello, pero el aficionado a esta clase de cacería ha perdido para siempre el
elemento azaroso que se le aparecía al entrar en uno de esos recintos
polvorientos y aparentemente olvidados de los ojos del hombre, que ya soporta
poco la penumbra.
Ese sentimiento de pérdida no se debe sin embargo
tanto a la imposibilidad de hallar algo de valor por una cantidad discreta
cuanto a la imposiblidad creciente de dar con personajes curiosos o aventurados
al frente de los establecimientos. El actual librero de viejo es un hombre
eficaz e informado, tanto como el encargado de la sección de libros de unos
grandes almacenes: la diferencia estriba en que éste consultará los suplementos
de los periódicos y las listas de los más vendidos y aquél unos catálogos más
recónditos o arcanos. Pero ambos, seguramente, se limitarán a pulsar una tecla.
Así, es difícil encontrar hoy en día a personajes
tan delirantes como los que yo he llegado a conocer hace pocos años en
Inglaterra. Una de mis mayores sorpresas al penetrar en uno de esos
establecimientos sombríos fue ver, sentado a su mesa y cruzado de manos, a un
individuo de mediana edad vestido con el hábito blanco y negro de los dominicos
(¿o es de los benedictinos? No soy versado en las órdenes). Pensé de inmediato
que me había introducido en una librería religiosa, y ya me disponía a
abandonarla cuando el hombre me preguntó con voz amable cuáles eran mis
intereses. Quería echar un vistazo, respondí, y él me invitó a hacerlo con un
gesto reverencial de sus brazos. Aquella librería, si estaba especializada en
algo, no era en asuntos religiosos, sino en cuentos y novelas de terror. Al
preguntarle el porqué de aquella concentración, me explicó lo siguiente: el
local pertenecía a su sobrina, y se nutría en buena medida de los volúmenes que
los hermanos de su convento, en las cercanías de Lymington, compraban y leían y
de los que en seguida se desprendían, ya que no estaba bien visto que
acumularan demasiadas pertenencias. Los vendían una vez usados y así podía
adquirir otros nuevos, que nunca guardaban mucho tiempo. Al comentar yo que
aquello no respondía exactamente a mi pregunta, el dominico se llevó las manos
a la calva con mucho teatro –casi con un gesto de homosexual
exhibicionista o exagerado– y gritó: “Pero ¡claro, usted es extranjero, no
tiene por qué saber de los gustos de nuestro clero!”. A continuación me explicó
que el género del terror era el más frecuentado –”con excepciones”,
matizó– por los curas y frailes británicos, independientemente de la iglesia u
orden a que pertenecieran, y que muchos de ellos también habían escrito
maravillosas piezas de dicho género (y mencionó a Malden y a Summers). “Para un
sacerdote”, dijo, “la mejor manera de estar próximo a Dios es estar próximo al
Mal, próximo al Enemigo. Acerca de Dios se aprende todo muy rápido, en realidad
basta con unos años de estudiar teología. Pero la bondad es igual a sí misma,
no tiene disfraces, y precisamente porque es bondad no hay engaño en su seno,
no hay doblez, no hay subterfugio. Es inmutable y muy simple, y por tanto es
fácil conocerla y amenazarla. Para defenderla hay que estudiar el carácter de
lo que la amenaza, sus meandros y su imaginación, el Mal es imaginativo.
Nosotros llevamos una vida tan apartada que no tenemos mucha ocasión de entrar
en contacto con eso, con lo malvado e imaginativo, y así nos familiarizamos con
ello a través de los libros que han escrito las mentes más retorcidas y las
plumas más venenosas. Por otra parte”, añadió”, “siempre nos aburre lo que más
amamos.”
La verdad es que al salir de la librería con tres o
cuatro adquisiciones bastante apreciables me quedé con la duda de si todo
aquello no había sido una escenificación y aquel hombre un pederasta disfrazado
de dominico por perversión. Al llegar a mi casa y hojear los libros con más
detenimiento observé, sin embargo, que dos de ellos tenían en la primera página
el nombre de sus anteriores dueños, y en ambos casos los nombres venían
precedidos de la palabra Father.
En otra ocasión conocí a un hombre que regentaba
una de las librerías con los títulos más escogidos y difíciles de encontrar que
yo jamás haya visto: primeras ediciones de Joyce, de Dickens y de Jane Austen,
de Conrad, algunas firmadas o dedicadas por sus autores; también rarezas
descomunales, como –recuerdo– los únicos cuatro libros que publicara el
misterioso y estrafalario Conde Stenbock, que logró escandalizar a Oscar Wilde.
Aquellas piezas debían de tener precios elevadísimos, y sin duda no habría
ninguno que quedara a mi alcance. Aun así, en parte por curiosidad y en parte
por probar suerte, pregunté cuánto pedía por uno. La respuesta fue, tras
arrebatármelo él de las manos, mirarlo con cuidado y exponerme las
características excepcionales de aquella edición: “Este volumen no está en
venta”. Al cabo de poco más de ojeo pregunté por otro libro, y el proceso se
repitió: el hombre –un hombre atildado, casi elegante– me lo cogió, lo
acarició, me cantó sus excelencias y concluyó: “No está en venta”. Lo mismo
sucedió con todos los tomos por los que me interesé, y aunque en Inglaterra
cierto tipo de reacciones resultan groseras, a la quinta no pude contenerme y
le pregunté malhumorado: “¿Por qué no me dice cuáles están en venta y así
terminamos antes?”. El hombre se inmutó un poco: pareció levemente herido en su
profesionalidad. Me arrebató el último libro que yo había sacado, sopló un
polvo inexistente (en verdad no había polvo en aquella librería, algo insólito)
y contestó altanero: “Oh, la mayoría de ellos, la mayoría de ellos, ¿qué le
parece? No voy a ir en contra de mi propio negocio”. Ante esa contestación, aún
indagué acerca de dos o tres títulos más, pero siempre con el mismo éxito.
“Desde luego hoy no es su día de suerte”, decía; “ese tampoco está en venta”.
Luego supe, por uno de mis colegas de Oxford, que aquel hombre iba justamente
en contra de su negocio, o, mejor dicho, no tenía negocio por mucho que su
establecimiento diera a la calle y en su puerta hubiera un letrero que rezaba Open, o bien Closed, según las
horas. El individuo era un coleccionista tan fanático y orgulloso de sus
posesiones que, tras hacerse con una de las mejores bibliotecas del país, no
soportaba que no la viera nadie ni se admirara de ella, o tan sólo sus escasos
conocidos que lo visitaban. En consecuencia había decidido hacerse pasar por
librero a fin de disfrutar con el asombro y la codicia que sus exquisitos
tesoros suscitaban en los transeúntes incautos o aspirantes a clientes. No era
de extrañar que nunca nada estuviera en venta.
Estos personajes originales e irrepetibles van
desapareciendo, también en el país dickensiano, que cada vez lo va siendo
menos. Entrar en una librería de viajo es ya más una transacción que una
aventura. Pero al menos yo he tenido aún la suerte, hace poco, de sentir la
emoción –una emoción ya antigua– del que nota que le interpretan los
estados del ánimo y se estremece al sentirse espiado por ojos escrutadores y
expertos y desconfiados: ojos que quizá conocían el Mal imaginativo, aunque
fueran de más allá del Atlántico.
© Zenda –
Autores, libros y compañía
Selección:
Agensur.info
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