Por Jorge Fernández Díaz |
"Cuidate -decía la voz en el teléfono-, sabemos dónde
vivís." Los llamados anónimos se producían cada vez que Agustín Salvia
daba a conocer las conclusiones del Observatorio de la Deuda Social y
contradecía con números el relato paradisíaco de la inclusión kirchnerista.
Esas amenazas se combinaban con otras agresiones infames: descalificaciones
públicas desde el gabinete nacional, ataques coordinados por pirañas en medios
y redes sociales y presión directa a las compañías que aportaban fondos a la
UCA.
Temerosos de las represalias anunciadas, varios de esos empresarios
pidieron no figurar más como patrocinadores; esa misma praxis obligó a que
muchos centros de investigación fueran cerrando en la Argentina durante esa
década del miedo y la farsa.
Salvia debió acudir a distintos despachos oficiales a dar
explicaciones y a someterse a despectivos interrogatorios: le decían que su
metodología era errada y luego llamaban a la universidad para frenar o posponer
los informes. Un ministro le dijo en la cara que conocía su carrera profesional
en el Conicet y también el financiamiento público que necesitaban sus
proyectos: "Le recomiendo que lo piense con la almohada", le sugirió
sin pestañear. De hecho lograron, con toda esa batería de aprietes y hostilidades,
que se fuera creando una corriente académica adversa; algunos de sus colegas
comenzaban a decir: "¿Qué le pasa a Salvia que se equivoca tanto? ¿Por qué
trabaja para la derecha?". Aunque algunos profesores kirchneristas lo
apoyaban por lo bajo, el sociólogo tenía todo el tiempo que defenderse de una
sospecha instalada.
Las cosas se complicaron para los cristinistas cuando
debieron virar y abrazarse a la sotana del papa Francisco (Bergoglio respaldó
siempre el trabajo de Salvia), y más tarde, cuando Mauricio Macri ganó las
elecciones y el vilipendiado informe de la Deuda Social fue tomado como palabra
santa por el kirchnerismo, eso sí: recortando y omitiendo cuidadosamente la
parte de la pobreza que les tocaba en suerte. Que era casi toda. El veredicto
del Indec renovado, que calca los resultados del Observatorio, le dio
finalmente la razón a Salvia, que es el héroe moral de toda esta historia. La
destrucción de las cifras no sólo confirma la culpabilidad del gobierno
anterior en su desesperado intento por ocultar su fracaso, sino que recuerda el
nivel de delirio autoritario que alcanzó ese régimen. Las indignantes presiones
y amenazas que recibió Salvia agregan otro ingrediente: la lógica del matonismo
que naturalizó este grupo patológico de la política argentina.
Esa misma lógica patotera anida todavía en los múltiples
pliegues de la burocracia. Un ministro bonaerense de Cambiemos narra lo que
descubrió al llegar: el área contaba con una flota de ochenta vehículos. Los
militantes habían destruido las ochenta llaves de contacto. De esas pequeñas
maldades insolentes hay una enciclopedia entera. Pero una vez más: no se trata
de un asunto superado; funciona en distintos niveles un Estado dentro del
Estado, formado por una verdadera Orga que juega a la resistencia peronista
después de haber jugado a una revolución inexistente. No se trata de empleados
con filiaciones antagónicas que permanecen en la planta y siguen trabajando de
manera leal, como hubo siempre. Se trata de militantes y funcionarios de rango
que mezclan el despecho y la soberbia con operaciones sediciosas: desconocen la
legitimidad de las urnas, sueñan con el helicóptero, se creen una vez más la
vanguardia esclarecida y tienen la orden de pensar día y noche en cómo sabotear
la gestión. Es, por supuesto, una militancia confortable, puesto que los
contribuyentes les pagamos sus salarios, sus cotizaciones partidarias y sus
actos y operaciones obstruccionistas. Permanecen en las líneas medias de
distintos organismos, direcciones, secretarías y ministerios de los gobiernos
nacional, provincial y municipal. Allí espían, fotocopian, conspiran, presionan
y obligan a las nuevas autoridades a montar estructuras paranoicas: debe ser
difícil administrar cuando no sabés quién está a tu lado, y cuando tenés la
impresión de que la principal tarea de tu compañero consiste en boicotear tus
ideas. Esta militancia destructiva y antidemocrática se sirve del pluralismo de
Cambiemos para horadarlo desde adentro, sabiendo que una caza de brujas sería
repudiada por todos nosotros y que es inadmisible comerse al caníbal cuando el
mandato de la ciudadanía consiste justamente en terminar con la antropofagia.
Con un presidente peronista no la tendrían tan fácil.
La Orga actúa coordinadamente, a órdenes de referentes
externos, y tiene arietes fundamentales en la Justicia (después de repudiar las
cautelares hoy se han vuelto adictos a ellas), en las organizaciones sociales
(con la plata que les entrega el Gobierno le producen cortes y manifestaciones
violentas), en las universidades tercerizadas por De Vido (donde se aferran a
las rectorías mientras pierden una y otra vez los centros de estudiantes) y en
distintos gremios estatales, donde carneros de antes son gurkas ahora, y donde
dirigentes feroces marchan con camisetas chavistas. Este conjunto, que vive en
una burbuja y que hoy constituye un ejemplo resentido de la antipolítica, copia
cada vez más la cultura de una fuerza de izquierda: cuanto más pequeña es, más
radicalizada se pone. Dicen encarnar los "intereses populares", pero
se ha demostrado que las grandes mayorías tienen otro temperamento y están en
otro lado.
La contracara de esta Orga son los peronismos
"renovador", "renovado" y territorial; los
socialdemócratas, la Iglesia y hasta los principales caciques de las centrales
obreras. Todos estos sectores, sin renunciar a sus críticas y tensiones
naturales, participan del diálogo permanente y no trabajan para una crisis
económica, ni para la ingobernabilidad. Oficialismo y oposición tantean, acaso
sin saberlo, la creación de un nuevo sistema de partidos políticos. Es curioso
porque por primera vez en la historia moderna habría una razón más allá de las
razones usuales para el siempre frustrado Pacto de la Moncloa. Se trata de Vaca
Muerta, un tema que en estos precisos momentos se discute discretamente en los
despachos más encumbrados. El yacimiento, después de tantas vueltas, tiene la
capacidad suficiente como para convertir a la Argentina en una de las grandes
potencias energéticas del planeta y resulta por lo tanto muy atractivo, según lo
confirmó recientemente Goldman Sachs. Requiere, para ello, de una inversión de
alrededor de 15.000 millones de dólares por año durante más de una década, suma
imposible de conseguir sin el concurso de capitales extranjeros. Hasta la Casa
Blanca está interesada en que este emprendimiento se realice, pero no por
cuestiones económicas sino geopolíticas: entre los Estados Unidos y la
Argentina licuarían un poco el monopolio de Medio Oriente. El problema es que
los inversores necesitan certezas a veinte años. Sólo un gran acuerdo de fondo
entre todos los partidos democráticos para respetar las reglas institucionales
y darle certeza y continuidad a esta política de Estado podría convencer a
quienes deben tomar la crucial decisión. Que exige un consenso estable de largo
plazo más allá de quien gobierne, un aislamiento de quienes plantean rupturas
del sistema y un pacto patriótico para que la oportunidad histórica no se
pierda y logremos pulverizar por fin esa escandalosa pobreza que Agustín Salvia
denunció durante años a costa de presiones y amenazas.
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