Por Natalio Botana |
El Gobierno se aproxima a su primer año de vida bajo la
bandera del cambio: una consigna que impulsó la victoria presidencial y doblegó
el bastión justicialista de la provincia de Buenos Aires. La experiencia enseña
que cualquier liderazgo en potencia, empeñado en cambiar, chocará con el legado
del pasado y con tradiciones férreamente implantadas en la sociedad. El cambio
es, por tanto, un claroscuro que se enlaza con la continuidad.
Este desafío es aún más acuciante si atendemos al malestar
de las democracias en el mundo desarrollado. Lo que hasta hace pocos años
parecía consolidado y servía de modelo inspirador, hoy cruje ante el embate de
una fáustica transformación tecnológica y productiva, aún sin correlato en el
campo político e institucional. El tema del día, en Estados Unidos y Europa,
son las dificultades -cuando no las crisis- que embargan a la democracia
representativa.
Tanto en el plano teórico como en la praxis de los
liderazgos, la política marcha hoy a remolque de esta mutación (algunos la
llaman revolución digital y robótica) que está modificando raudamente usos y
costumbres. Parecería pues que la política no supiese dar respuestas y, cuando
éstas se hacen carne, darían cuenta, más bien, de una fuga hacia los extremos.
Es el escenario de Donald Trump en los Estados Unidos, de Marine Le Pen en
Francia o del chavismo ibérico de Podemos en España. La lista de estos casos es
más amplia y se extiende, por ejemplo, hasta Rusia y Europa del Este.
No obstante, a diferencia de las grandes crisis políticas y
económicas de entreguerras -en los años 20 y 30 del último siglo-, no
necesariamente ganarán los nuevos líderes contestatarios. Al contrario: pueden
perder. Pero el impacto de esta emergencia inesperada del estilo extremista,
que cabalga sobre la pérdida de empleos, el resentimiento y el bloqueo de la
movilidad social, señala la hondura de los problemas que tenemos por delante.
A primera vista, esto no se manifiesta por ahora con tanta
virulencia en nuestro país, aunque puede reaparecer como reacción y vuelta al
pasado si los proyectos de cambio se empantanan y la economía permanece
maniatada por una recesión combinada con la inflación, con una estructura del
Estado resistente a las reformas, por las legítimas demandas frente al reto de
la pobreza y por un régimen fiscal que sigue siendo tan inequitativo para la
mayor parte de la población como agobiante para otros.
Por consiguiente, el peso del pasado sigue gravitando sobre
nuestra circunstancia. Lo hace a través de una intensa movilización social (que
desde hace décadas se ha instalado en el país y no desaparecerá), de la acción
corporativa de empresarios y sindicalistas y de la intervención cada vez más
intensa del factor clerical. Esta última forma de influencia de la Iglesia
Católica en nuestra política se ha intensificado con el fuerte liderazgo de
papa Francisco, frecuente mediador con resultados dispares en los conflictos
mundiales y latinoamericanos (por ejemplo, en Cuba y en Venezuela).
Éste es otro signo de cómo los cambios están dando lugar al
protagonismo de actores antiguos revestidos con ropaje novedoso. El factor
clerical tiene, como es sabido, diversas connotaciones en la historia
contemporánea. Tuvo una orientación reaccionaria en tiempos de las dictaduras
católicas en Iberoamérica; más tarde, el Concilio Vaticano Segundo reconoció el
valor de las libertades y del pluralismo en las democracias; paralelamente fue
liberacionista tras la teología de la liberación de raigambre latinoamericana,
y actualmente adscribe a la teología del pueblo según se desprende del
pensamiento del papa Francisco.
Esta trama de raigambre eclesiástica con sus diversas
opciones temporales viene entre nosotros de lejos, y ahora se presenta como un
hecho inédito, de enorme atracción política, debido al ascenso en Roma de un
papa argentino, al cual opositores y oficialistas buscan instrumentar o, por lo
menos, no disgustar. Cuando estas intenciones recíprocas se exacerban, aumenta
el riesgo de que el factor clerical se transforme en la forma política del
clericalismo. Una evidente regresión.
El perfil que de este modo adquiere nuestra política es una
demostración palmaria de la ausencia de un sistema de partidos fundado en la
autonomía ciudadana y capaz de afrontar, en conjunto, las mutaciones del siglo
XXI. En este aspecto no somos ajenos a lo que pasa en el mundo, porque nuestros
partidos están sufriendo un pronunciado proceso de deterioro y faccionalismo.
En rigor, hoy no tenemos partidos con arraigo en la sociedad civil, a la pesca
de candidatos extrapartidarios, sino partidos con arraigo en las posiciones de
poder en las provincias y en el orden nacional.
Estos impulsos hacia el faccionalismo están a la orden del
día. Por un lado, el justicialismo no atina a encauzar la diáspora que hoy lo
agita con liderazgos dispersos y disminuidos por graves imputaciones de
corrupción; por otro, el proyecto de Cambiemos integrado por Pro, la UCR y la
Coalición Cívica debe fraguar, entre tensiones y tironeos, una coalición
gobernante lo suficientemente estable para durar y ampliar su organización a
todo el país.
Esta fragua es indispensable y difícil de conducir a causa
de que, en el curso de muchas décadas, nuestra política ha sido incapaz de
desarrollar el difícil arte de las coaliciones políticas. La coaliciones
tuvieron habitualmente un trámite exitoso en materia electoral y otro más
sombrío en materia gubernamental. Cambiemos debe transmitir a la ciudadanía el
mensaje contundente de que las coaliciones políticas tienen eficacia y
continuidad en el plano efectivo del gobierno de la república.
En este sentido, la transparencia y la apertura hacia el
otro son tan indispensables como la confianza recíproca que cotidianamente hay
que construir entre las partes. ¿Será Cambiemos el embrión de una nueva
formación política que venga a ocupar un espacio vacante? ¿Podrá renovar acaso
el justicialismo el instinto transformista que lo acompañó en los diferentes
períodos de su ya larga trayectoria y ubicarse en esta circunstancia?
Son interrogantes que, por el momento, permanecen abiertos y
abren la incógnita de saber si se está reconstruyendo en la Argentina un
sistema de partidos o si, de lo contrario, se prolongará este período de
turbulencia faccionalista sólo atemperado por la acción del Poder Ejecutivo o
por la virtud negociadora en el Congreso. Sería acaso problemático, en este
sentido, que las estrategias electorales -propias de un régimen que, por partida
doble con las PASO, vota cada dos años- ratificaran el faccionalismo imaginando
polarizaciones para ganar sobre la base de intensificar el divisionismo. Esta
hipótesis puede resultar atractiva en el corto plazo; no lo es, empero, en la
perspectiva de reconstrucción del sistema de partidos.
Si el país soportó la experiencia de una red de corrupción
que se incubó en los sótanos del poder, no hay por qué dejar de apostar a la
acción reparadora de la Justicia (aunque cueste mucho trabajo hacerlo ante la
insoportable lentitud de los juicios). No se puede jugar tácticamente con la
corrupción. Con lo cual es bueno insistir una vez más en tres principios
fundacionales: que los jueces juzguen, que los representantes legislen y que
los gobernantes actúen con espíritu constructivo para rehacer el régimen
representativo.
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