Por José Saramago |
No tengo ninguna duda de que este artículo,
empezando por el título, obrará el prodigio de poner de acuerdo, al menos por
una vez, a los dos irreductibles hermanos enemigos que se llaman Islamismo y
Cristianismo, sobre todo en la vertiente universal (es decir, católica) a la
que el primero aspira y en la que el segundo, ilusoriamente, todavía sigue
imaginándose.
En la más benévola de las reacciones posibles, clamarán los
biempensantes que se trata de una provocación inadmisible, de una indisculpable
ofensa al sentimiento religioso de los creyentes de ambos partidos, y, en la
reacción peor (suponiendo que no haya peor), me acusarán de impiedad, de
sacrilegio, de blasfemia, de profanación, de desacato, de tantos cuantos
delitos más, de calibre idéntico, sean capaces de descubrir, y, por tanto,
quién sabe, merecedor de una punición que me sirviera de escarmiento para el
resto de mi vida. Si yo mismo perteneciera al gremio cristiano, el catolicismo
vaticano tendría que interrumpir durante un momento los espectáculos estilo
Cecil B. de Mille en que ahora se complace, para darse el enojoso trabajo de
excomulgarme, aunque, cumplida esa obligación burocrática, se quedaría de
brazos caídos. Ya le escasean las fuerzas para proezas más atrevidas, puesto
que los ríos de lágrimas llorados por sus víctimas empaparon, esperemos que
para siempre, la leña de los arsenales tecnológicos de la primera inquisición.
En cuanto al islamismo, en su moderna versión fundamentalista y violenta (tan
violenta y fundamentalista como fue el cristianismo en los tiempos de su apogeo
imperial), la consigna por excelencia, todos los días insanamente proclamada,
es "muerte a los infieles", o en traducción libre, si no crees en Alá
no eres más que una inmunda cucaracha que, pese a ser también una criatura
nacida del Fiat divino, cualquier
musulmán cultivador de los métodos expeditivos tendrá el sagrado derecho y el
sacrosanto deber de aplastarla bajo la babucha con la que entrará en el paraíso
de Mahoma para ser recibido en el voluptuoso seno de las huríes. Permítaseme,
por tanto, que vuelva a decir que Dios, habiendo sido siempre un problema, es ahora el problema.
Como cualquier otra persona para quien la situación
del mundo en que vive no le es del todo indiferente, vengo leyendo algo de lo
que por ahí se escribe sobre los motivos de naturaleza política, económica,
social, psicológica, estratégica, y hasta moral, en que se presume que han
echado raíces los movimientos islamistas agresivos que están lanzando sobre el
denominado mundo occidental (aunque no sólo en ése) la desorientación, el
miedo, el más extremo terror. Fueron suficientes, aquí y allí, unas cuantas
bombas de relativa baja potencia (recordemos que casi siempre fueron
transportadas en mochilas hasta el lugar de los atentados) para que los
cimientos de nuestra tan luminosa civilización se estremecieran y se abrieran
brechas, a la vez que se tambaleaban aparatosamente las precarias estructuras
de seguridad colectiva con tanto trabajo y gasto levantadas y mantenidas.
Nuestros pies, que creímos fundidos en el más resistente de los aceros, eran, a
la postre, de barro.
Es el choque de civilizaciones, se dice. Será, pero
a mí no me lo parece. Los más de siete mil millones de habitantes de este
planeta, todos ellos, viven en lo que sería más exacto llamar civilización del
petróleo, y hasta tal punto, que ni siquiera están fuera de ella (viviendo,
claro está, su falta) quienes se encuentran privados del precioso oro negro. Esta civilización del petróleo crea y
satisface (de manera desigual, ya lo sabemos) múltiples necesidades que no sólo
reúnen alrededor del mismo pozo a los griegos y troyanos de la cita clásica,
sino también a los árabes y no árabes, a los cristianos y a los musulmanes, sin
hablar de los que, no siendo ni una cosa ni otra, tienen, donde quiera que se
encuentren, un automóvil que conducir, una excavadora que poner en marcha, un
mechero que encender. Evidentemente, esto no significa que bajo esta
civilización del petróleo que es común a todos no sean discernibles los rasgos
(más que simples rasgos en ciertos casos) de civilizaciones y culturas antiguas
que ahora se encuentran inmersas en un proceso tecnológico de occidentalización
a marchas forzadas, y que, sólo con mucha dificultad, ha logrado penetrar en el
meollo sustancial de las mentalidades personales y colectivas correspondientes.
Por alguna razón se dice que el hábito no hace al monje...
Una alianza de las civilizaciones, en feliz hora
propuesta por el presidente del Gobierno español y cuya idea ha sido
recientemente retomada por el secretario general de la Organización de Naciones
Unidas, podrá representar, en el caso de que llegue a concretarse, un paso
importante en el camino de una disminución de las tensiones mundiales de que
cada vez parece que estamos más lejos, aunque sería insuficiente desde todos
los puntos de vista si no incluyera, como ítem fundamental, un diálogo de
religiones, ya que en este caso queda excluida cualquier remota posibilidad de
una alianza... Como no hay motivos para temer que chinos, japoneses e indios,
por ejemplo, estén preparando planes de conquista del mundo, difundiendo sus
diversas creencias (confucionismo, budismo, taoísmo, sintoísmo, hinduismo) por
vía pacífica o violenta, es más que obvio que cuando se habla de alianza de las
civilizaciones se está pensando, especialmente, en cristianos y musulmanes,
esos hermanos enemigos que vienen alternando, a lo largo de la historia, ora
uno, ora otro, sus trágicos y por lo visto interminables papeles de verdugo y
de víctima.
Por tanto, se quiera o no se quiera, Dios como
problema, Dios como piedra en medio del camino, Dios como pretexto para el
odio, Dios como agente de desunión. Pero de esta evidencia palmaria no se osa
hablar en ninguno de los múltiples análisis de la cuestión, tanto si son de
tipo político, económico, sociológico, psicológico o utilitariamente
estratégico. Es como si una especie de temor reverencial o de resignación a lo
"políticamente correcto y establecido" le impidiera al analista
entender algo que está presente en las mallas de la red y las convierte en un
entramado laberíntico del que no hemos tenido manera de salir, es decir, Dios.
Si le dijera a un cristiano o a un musulmán que en el universo hay más de
400.000 millones de galaxias y que cada una de ellas contiene más de 400.000
millones de estrellas, y que Dios, sea Alá u otro, no podría haber hecho esto, mejor aún, no tendría ningún motivo para hacerlo, me
responderían indignados que para Dios, sea Alá, sea otro, nada es imposible.
Excepto, por lo visto, añadiría yo, establecer la paz entre el islam y el
cristianismo, y de camino, conciliar a la más desgraciada de las especies
animales que se dice que ha nacido de su voluntad (y a su semejanza), la
especie humana, precisamente.
No hay amor ni justicia en el universo físico.
Tampoco hay crueldad. Ningún poder preside los 400.000 millones de galaxias y
los 400.000 millones de estrellas que existen en cada una. Nadie hace nacer el
Sol cada día y la Luna cada noche, incluso cuando no es visible en el cielo.
Puestos aquí sin saber por qué ni para qué, hemos tenido que inventarlo todo.
También inventamos a Dios, pero Dios no salió de nuestras cabezas, permaneció
dentro, como factor de vida algunas veces, como instrumento de muerte casi siempre.
Podemos decir "aquí está el arado que inventamos", no podemos decir
"aquí está el Dios que inventó el hombre que inventó el arado". A ese
Dios no podemos arrancarlo de dentro de nuestras cabezas, ni siquiera los ateos
pueden hacerlo. Pero por lo menos, discutámoslo. No adelanta nada decir que
matar en nombre de Dios es hacer de Dios un asesino. Para los que matan en
nombre de Dios, Dios no es sólo el juez que los absuelve, es el Padre poderoso
que dentro de sus cabezas antes juntó la leña para el auto de fe y ahora
prepara y coloca la bomba. Discutamos esa invención, resolvamos ese problema,
reconozcamos al menos que existe. Antes de que nos volvamos todos locos. Aunque
¿quién sabe? Tal vez ésa sea la manera de que no sigamos matándonos los unos a
los otros.
© El País
(España) – 1 de agosto de 20015
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