Por James Neilson |
En los países occidentales, los resueltos a privar a los
varones de sus privilegios milenarios ya pueden cantar victoria. Si bien aún
quedan algunos reductos machistas, pronto caerán. Pocos días transcurren sin
que los militantes feministas se anoten nuevos triunfos. Aquí los consiguen
mediante “cupos”, como el que servirá para garantizar la paridad de género en
la Legislatura bonaerense, manifestaciones gigantescas y a veces violentas como
la celebrada la semana pasada en Rosario, campañas a favor del aborto o contra
el “femicidio” y, de forma más insidiosa pero mucho más eficaz, la propaganda
de quienes nos aseguran que, pensándolo bien, lo encarnado por la mujer
–sensibilidad, ternura, paz y así por el estilo–, es muy superior a las
cualidades primitivas atribuidas al hombre.
Entre las beneficiadas por la
supuesta superioridad espiritual de la mujer están Elisa Carrió, Margarita
Stolbizer y otras que, para envidia de muchos políticos masculinos, se han
erigido en las guardianas máximas de la ética republicana.
Lo mismo que “el matrimonio igualitario” y otras novedades,
se trata de manifestaciones locales de una revolución que se inició en Estados
Unidos, país en que las vicisitudes de la lucha maniquea entre el machismo de
tiempos menos ilustrados y el unisexismo, según el cual carecen de significado
las diferencias entre los distintos géneros –a esta altura sería anacrónico
suponer que sólo hay dos–, podrían determinar el resultado de las elecciones
presidenciales. Cuando de apropiarse de mujeres para convertirlas en esclavas
sexuales se trata, Donald Trump no es peor que Bill Clinton o John F. Kennedy,
para no hablar de europeos renombrados por sus proezas en tal ámbito como
Silvio Berlusconi y Dominique Strauss-Kahn, pero la difusión de lo que hace
doce años dijo el magnate acerca de las propiedades afrodisíacas del poder y el
dinero ya le ha costado millones de votos. Sucede que, en el clima actual, usar
palabras que en el pasado no muy lejano se hubieran tomado por bastante típicas
del vocabulario de empresarios de cultura rudimentaria como Trump para aludir a
sus actividades sexuales es considerada inaceptable no sólo por mujeres sino
también, de tomarse en serio la reacción indignada de tantos al enterarse de lo
dicho por el candidato republicano, por casi todos los políticos. Con todo, de
estar en lo cierto los sondeos más recientes, si sólo los hombres pudieran
votar en noviembre, Trump arrasaría.
Pero los tiempos han cambiado. No cabe duda alguna de que la
idea de que ha llegado la hora para que una mujer ocupe la Casa Blanca ha
ayudado mucho a Hillary Clinton a sobrevivir a acusaciones que hubieran hundido
a cualquier demócrata masculino. Por razones similares, Susana Malcorra y
algunas europeas de países balcánicos creyeron que su género les brindaba una
ventaja decisiva en la pelea por suceder a Ban Ki-moon como mandamás de la ONU;
para los enojados por la elección del portugués António Guterres, el que los
varones se las hayan arreglado para aferrarse a un bastión que aún no ha caído
es de por sí escandaloso.
La llegada de lo que la entonces senadora Cristina festejaba
como “el siglo de las mujeres” ha supuesto mucho más que la conquista por ellas
de puestos políticos clave; hoy en día es perfectamente normal que una sea
presidenta, canciller o primera ministra de una potencia, como han sido o son
las señoras Margaret Thatcher, Indira Gandhi, Angela Merkel y Teresa May.
También incluye la demolición de una multitud de barreras que se habían
improvisado en el mundo empresarial para que los hombres no tuvieran que
inquietarse por la presencia perturbadora de miembros del género calificado de
débil. Por lo demás, sería un error subestimar los efectos culturales del hecho
de que, en muchos países, la docencia se haya visto dominada largamente por
mujeres.
Los militantes feministas más imaginativos quieren que la
revolución que están impulsando sea retroactiva: ¿No sería que las teorías de
Einstein y parte de la música de Johann Sebastián Bach fueran en verdad
“robadas” de mujeres víctimas de prejuicios machistas que las obligaban a
permanecer en las sombras para que los hombres monopolizaran los honores? ¿Y
qué decir de los hipotéticos aportes de mujeres silenciadas a las obras de
escritores como Bertolt Brecht y Franz Kafka? Aun cuando la evidencia para
justificar tales planteos haya sido escasa, las polémicas desatadas por los
decididos a cambiar nuestra percepción del pasado han ayudado a propagar la
noción de que los hombres hayan conspirado durante milenios para minimizar el
papel de la mujer en la historia de nuestra especie. Pasan por alto el que, en
un país tan notoriamente machista como Japón, nadie haya pensado en discutir el
protagonismo literario de Murasaki Shikibu, autora en el siglo XI de una novela
tan sutil como la de Marcel Proust, y su rival, Sei Shonagon.
Asimismo, algunos militantes revisionistas aspiran a purgar
los idiomas de sus países respectivos de los resabios sexistas que muchos
retienen. La tarea les ha resultado relativamente fácil en inglés pero, a pesar
de los esfuerzos de quienes prueban suerte con giros a su entender igualitarios
como “todas y todos”, será virtualmente imposible en español.
El feminismo triunfante ha tenido un impacto profundo en las
costumbres sociales de buena parte del planeta. Sería reconfortante dar por
descontado que su influencia ha sido exclusivamente positiva, ya que es injusto
impedir que las mujeres disfruten de los mismos derechos que los hombres como
hasta hace poco ha sido el caso en el mundo entero, pero tal vez convendría
preguntarnos si serán viables por mucho tiempo las sociedades feminizadas que
están conformándose. Por desgracia, hay buenos motivos para sospechar que no lo
serán. Antes bien, parece más que probable que los cambios fomentados por el
feminismo les resulten mortales.
El motivo de preocupación principal consiste en el desplome
precipitado de la tasa de natalidad que ha sido la consecuencia más llamativa,
y más alarmante, de la liberación femenina. Bien que mal, las mujeres liberadas
suelen preferir tener menos hijos, muchos menos, que las oprimidas por el
patriarcado. Puesto que la educación es una profiláctica sumamente eficaz, en
todos los países, entre ellos algunos musulmanes como Irán, la escolarización
de las chicas se ha visto seguida casi inmediatamente por una caída abrupta de
los nacimientos, lo que no importaría demasiado si la tasa se mantuviera en
torno a los “2,1” bebés por mujer necesarios para la supervivencia de la tribu
o nación, pero sucede que en Alemania, España e Italia se ubica por debajo del
1,4. A menos que los alemanes, españoles, italianos y otros europeos como los
rusos, además de los japoneses, opten pronto por reproducirse con mayor
entusiasmo, no tardarán en extinguirse.
Se trata del lado más negativo de la rebelión de los
feministas contra el papel tradicional de la mujer que, con razón, ven como una
jaula, dorada o no, ya que para las más ambiciosas el tener que dar prioridad a
la crianza de la próxima generación constituye un hándicap que a menudo les es
apenas soportable. Algunas, como Hillary, han sido capaces de combinar el éxito
mundano con los deberes maternales, pero se trata de excepciones. Asimismo,
parecería que la propensión generalizada a denigrar no sólo el machismo vulgar
sino casi todas las características que desde el neolítico se consideran
masculinas, más la devaluación del matrimonio tradicional, están detrás de la
desmoralización de la comunidad negra y lo que todavía queda de la clase obrera
blanca en Estados Unidos y sus equivalentes en Europa.
Las dificultades ocasionadas por lo que, de ser cuestión de
un pueblo indígena en Amazonas o Siberia, los antropólogos denunciarían como
casos de suicidio colectivo imputables a la angustia existencial de quienes
sienten que el mundo se les ha vuelto radicalmente ajeno, ya están provocando
conflictos no sólo en Europa sino también en Japón, China, Irán y Turquía,
donde los turcos se han “europeizado” mucho más que los kurdos que, de
prolongarse las tendencias actuales, terminarán siendo mayoritarios. Los
regímenes de Irán y Turquía se han hecho más agresivos por entender que el
tiempo les corre en contra. La actitud, a la vez pasiva y culposa, de los
europeos y muchos norteamericanos frente a los desafíos que afrontan refleja a
su modo tanto la feminización de las sociedades occidentales como la nueva
realidad demográfica, la de comunidades de ancianos que no quieren esforzarse
demasiado. En algunos países avanzados, esquemas previsionales que fueron creados
algunas décadas atrás, cuando abundaban las familias numerosas, tienen los días
contados aunque, por ahora, es políticamente imposible reformarlos. En otros se
ha abierto una brecha, que amenaza con ampliarse mucho en los años próximos,
entre los intereses de los más jóvenes y aquellos de los mayores que se
resisten a renunciar a conquistas que les aseguraron serían permanentes,
mientras que la decisión de Angela Merkel de dejar entrar a más de un millón de
inmigrantes tercermundistas fue reivindicada por los conscientes de que, sin
nueva sangre, Alemania estaría condenada a morir de vejez en la segunda mitad
del siglo actual.
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