Por Carlos Gabetta (*) |
Hace dos semanas, esta columna trató sobre la corrupción
sindical (http://www.perfil.com/columnistas/de-la-corrupcion-sindical.phtml),
con el propósito de alertar sobre la extensión y profundidad del problema en
Argentina, sus efectos en la economía y alto nivel de aceptación social. Al
punto que cualquier propuesta político-económica seria, progresista, deberá
asumir el requisito de atacar la corrupción hasta llevarla a sus límites
“normales”. De otro modo, el fracaso es seguro.
Tomemos como ejemplo un asunto sobre el que hay acuerdo
general, aunque las ópticas de aplicación varían: la necesidad de inversión
extranjera productiva. Para el caso, aunque en casi todas partes la “cometa” es
de rigor, aquí tiene un monto de ingreso y un aumento posterior, una vez la
empresa en funciones, que excede ampliamente la “media” internacional, por no
hablar de la de los países donde es insignificante o no existe.
Una anécdota que viene a cuento. Unos meses después de la
crisis de 2001, la embajada francesa me invitó a dar una charla en París, ante
el Senado, sobre el “problema argentino”. Además de los legisladores, acudieron
casi todos los CEO de empresas con inversiones aquí, entre otros Jacques
Chambert-Loir, entonces de Total. Por supuesto, asumí todas nuestras responsabilidades
políticas, económicas y sociales, pero no me privé de señalar que respecto a la
corrupción, como en el tango, para bailar hacen falta dos. Para el caso, “un
corrompu et un corrupteur”, sic. En diálogo extraoficial posterior, uno de los
ejecutivos franceses, luego de agradecerme educada, pero muy irónicamente,
“votre liberté de propos” (traducir como “mi osadía”), señaló que las empresas
no tenían otro remedio que aceptar los hechos, ya que de otro modo no podrían
expandirse hacia casi ningún país. Pero agregó que, según su experiencia en
Argentina, la coima “de entrada” acababa siendo un problema menor, contable.
Que luego se agregaban el aduanero, sindical, funcionarial, transportista; las
dificultades, demoras, incumplimientos y costos “extra” de casi cualquier
negociación con el Estado, las corporaciones y empresas locales…
Todas las propuestas político-económicas serias, del color
que sean, ponen el acento en la competitividad, la innovación, la
sustentabilidad y el desarrollo de las empresas nacionales; en el buen
funcionamiento institucional como requisito. Puesto que cualquier negociación
se basa en última instancia en la relación de fuerzas, un país como Argentina,
inflacionista, recurrentemente en crisis, disfuncional, con empresas e instituciones
ineficientes, no puede exigir mucho, ya que suscita desconfianza, temor. De
allí que los inversores externos exijan –y de paso aprovechen para
beneficiarse– condiciones especiales. El kirchnerismo no inventó nada con las
“cláusulas secretas” del acuerdo con Chevron…
Y tenemos luego el “acostumbramiento social”: la inflación
“preventiva”; las violaciones de cualquier regla toleradas por el público y
permitidas –a cambio “de”– por la autoridad. Así, una “asociación espontánea”
de quioscos vende los cigarrillos más caros que el precio oficial y muchas
farmacias sólo venden las marcas más caras de ciertas drogas, con perjuicio
para el comprador y las obras sociales públicas o privadas. El tránsito en las
ciudades es un caos, entre otras mil razones por las descargas en pleno día de
camiones estacionados de cualquier manera, cuando deberían hacerlo en otro
horario. Pero los comerciantes y sindicatos se oponen y la policía cobra para
“dejar pasar”…
Alguien debería calcular los costos económicos y sociales de
esos y otros tantos desmadres, como el narcotráfico y el delito común con
complicidad policial; la cada día más brutal inseguridad. Sobre todo, alguien
debería plantear la necesidad de un debate
político, institucional, ciudadano, para empezar a calibrar y resolver el
problema.
(*) Periodista y escritor
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