Por Pablo Mendelevich |
Los cien años de presidentes llegados al poder gracias al
sufragio universal, secreto y obligatorio que se cumplen mañana a partir del
ascenso de Hipólito Yrigoyen muestran un camino sinuoso y escarpado hacia la
democracia, que en algunos aspectos, aun hoy, sigue esquiva. El más importante,
desde el punto de vista institucional, quizás sea la inexistencia de gobiernos
continuados con mandatos ajustados a la Constitución y sin traspasos
traumáticos. En otras palabras, lo que no se ha conseguido en cien años es que
la democracia sea una rutina.
Ciertos detractores de la ley Sáenz Peña se ensañan con la
forma en la que se usó en 1912 la palabra universal. Dicen, con razón, que en
1916 sólo pudieron votar los hombres nacionalizados argentinos. La ausencia de
las mujeres y de cientos de miles de inmigrantes convertiría la universalidad
en una mentira, según ellos, que recién reparó Perón para 1951.
Pero el resultado de la elección de 1916 empequeñece esa
interpretación sacada de contexto: no hay duda de que fue gracias a las nuevas
reglas electorales, revolucionarias para la época, que Hipólito Yrigoyen se
convirtió en el primer líder de masas que llegó al poder. Y si no que lo digan
quienes 14 años más tarde lo desalojaron de la Casa Rosada (es una manera de decir,
porque en realidad los golpistas de 1930 escogieron para el derrocamiento un
día en el que el presidente se había quedado en su casa con fiebre), cuando
Yrigoyen llevaba un tercio del segundo mandato, todo para reponer por la fuerza
el fraude y los gobiernos conservadores. En total hubo desde 1930 seis golpes
de estado consumados, pero a ellos deben sumarse el tutelaje militar de
gobiernos civiles, las proscripciones, las autoproscripciones, las presiones
desestabilizadoras para voltear gobiernos constitucionales y el desprecio por
la alternancia de quienes se apoltronaron en el poder más tiempo que nadie.
El problema no estuvo en los alcances de la universalidad
del sufragio. Hubo con el paso del tiempo cuestiones más complejas, repudios,
revanchas, mesianismo, fundamentalmente una recurrente dificultad para procesar
las diferencias colectivas. Por lo menos eso dio trabajo a innumerables
académicos argentinos y extranjeros dedicados por décadas a tratar de entender
el origen de las rajaduras y de las goteras de la discontinua democracia
argentina. Hasta una parte de las librerías argentinas vive gracias a este
continuado de antinomias: primero los conservadores excluyeron a los sectores
populares, luego los radicales excluyeron a los conservadores, retornaron los
conservadores y dejaron afuera a los radicales, surgió el peronismo y excluyó a
todos los demás, irrumpió el antiperonismo y excluyó al peronismo, un día el
peronismo (de segunda generación) volvió y nacionalizó, con sangre, su propio
revoltijo; vino el militarismo más salvaje y excluyó matando en masa; y más
tarde, cuando se creía que extinguidos los golpes militares iba a conseguirse
una democracia equilibrada, el peronismo se apareció con una remake de la gran
antinomia plantada por Perón en 1945 y hubo que retroceder setenta casilleros.
Veamos la estadística. En estos cien años, desde que asumió
Yrigoyen el 12 de octubre de 1916, tuvimos 35 gobiernos ejercidos por 31
presidentes (Perón fue elegido tres veces y Menem y Cristina Kirchner, dos
veces cada uno). De los 31, trece fueron dictadores, formalmente llamados
presidentes de facto, desparramados en seis dictaduras de variado tamaño. Se
realizaron 18 elecciones presidenciales, pero no todas fueron limpias (a Justo
y Ortiz los ayudó el fraude) ni exentas de proscripciones (como las de 1931,
1958 y 1963; en 1973, el año de las dos presidenciales, Perón fue puesto fuera
de juego en la primera, algo que con reglas democráticas permanentes no habría
ocurrido, lo que equivale a decir que Cámpora y Lastiri nunca habrían llegado a
presidentes).
Si de Yrigoyen a Macri se hubieran mantenido mandatos de
seis años tendría que haber habido 17 presidencias, la mitad de las que hubo.
En realidad rigió el mandato de seis años durante los primeros 78 años, con
excepción del período 1972-82 (en los hechos 1973-76) debido a la Enmienda
Lanusse (las mismas Fuerzas Armadas que achicaron el período presidencial a
cuatro años después no le permitieron al tercer gobierno peronista llegar
siquiera a completar tres años). En 1994 se volvió a reducir a cuatro, ya que
para Alfonsín y para el primer Menem rigió la Constitución originaria: seis
años. Todos esos vaivenes complican el cálculo de la cantidad hipotética de
presidentes que debió haber habido si en estos cien años hubiera regido sin
interrupciones el orden constitucional, aun con sucesos fortuitos como las
enfermedades o muertes (como las de Ortiz y Perón, cuyos vices, Castillo e
Isabel, debían completar los mandatos, para eso estaban, pero ambos fueron
derrocados cuando les faltaba poco para hacerlo). Encima están las ironías de
la historia: las dos modificaciones a la Constitución hechas por gobiernos
militares (1957 y 1972) fueron respetadas. Más aún, gracias a la de la
Revolución Libertadora hoy existe en la Argentina el derecho a huelga. Mientras
que el peronismo, que tuvo mayoría en la Convención Constituyente del 94, nunca
intentó reponer la Constitución de 1949, supuestamente revolucionaria.
Lo que está claro es que nunca se pudo poner en
funcionamiento de manera sostenida, regular, el reloj institucional. La simple
sucesión de gobiernos elegidos cada seis o cada cuatro años mediante la ley de
sufragio universal, secreto y obligatorio es lo que no sucedió. De las 24
presidencias constitucionales sólo fueron completadas 9. En términos de
personas, sobre 18 presidentes elegidos por el pueblo (se excluye a Lastiri,
Rodríguez Saa y Duhalde) en cien años apenas fueron siete los que completaron
por lo menos un mandato (Yrigoyen, Alvear, Justo, Perón, Menem, Néstor Kirchner
y Cristina Kirchner).
Lo más escaso fue la alternancia ordenada. Basta pensar que
después de que Perón completó su primer mandato (1952) no hubo ningún
presidente que terminara un período hasta Menem (1995). Y para que haya
alternancia no traumática el primer requisito es el mandato completo del
presidente saliente. La última vez que hubo una alternancia no traumática, lo
que incluye la puntualidad, fue en 1999, si bien Menem venía de completar un
mandato irregular de cuatro años y medio (para compensar el desbarajuste de
1989) y De la Rua iba a perder el poder dos años después, tras conmemorar (sin
algarabía) la mitad de su mandado.
La alternancia de 2015 está más fresca y no hace falta
recordar su extravagancia: estuvo en fecha pero igual devino traumática. Una
combinación que ni siquiera se produjo aquel 12 de octubre de 1916, cuando el
saliente Victorino de la Plaza, veinte segundos antes de pasarle la banda a
Yrigoyen, le dijo "mucho gusto": el representante del orden
conservador y el del orden popular no se conocían.
También la fecha que se evoca mañana tiene elocuencia por sí
misma. El 12 de octubre fue la fecha de asunción de los presidentes en el
tiempo en el que se sucedían unos a otros sin disrupciones producidas por
asaltos al poder. Los presidentes, desde Mitre hasta Yrigoyen (segundo
gobierno) asumían el 12 de octubre. El llamado entonces Día de la Raza puede
gustar más o gustar menos, no es ese el punto, sino la regularidad que se
perdió con los golpes de Estado, con la finalización caprichosa de las
dictaduras (la del 43 impuso el 4 de junio, la de Lanusse inventó el 25 de mayo
y el llamado "Proceso" el 10 de diciembre). Sólo Illia en 1963 y
Perón en su tercera presidencia repitieron el 12 de octubre, pero nunca se lo
pudo recuperar como costumbre. La nueva democracia ni siquiera pudo consagrar
el 10 de diciembre que inauguró Alfonsín.
Duhalde lo alteró cuando se acortó medio año de mandato, por eso Néstor
Kirchner reutilizó el 25 de mayo de Cámpora. Luego Cristina Kirchner repuso el
10 de diciembre y lo repitió Macri, lo que no llega a conformar una serie. Que
es lo que anda faltando: series, hábitos institucionales permanentes.
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