"Juan Manuel Urtubey expuso a un chico con síndrome de Down como demostración de que su negocio con Magic Software Argentina es fantástico". |
Por Pablo
Olivera Da Silva (*)
Los sistemas electorales son, según el politólogo
alemán Dieter Nohlen en su trabajo Sistemas electorales en su contexto,
el resultado de una ponderación empírica de ciertas exigencias —las más
importantes, como la representación (en cuanto a lo justo), la efectividad (en
cuanto al funcionamiento del sistema político) y la responsabilidad (en la
relación elegido-votante)—, que tendrán, necesariamente, caracteres cruciales o
marginales, según sea el caso, puesto que tampoco existe, para el autor, un
sistema electoral ideal.
Asimismo, Nohlen establece cinco criterios
de evaluación que permiten definir las virtudes o las deficiencias de cada
sistema. En relación con el criterio de evaluación que versa sobre la
simplicidad o la transparencia, deja en evidencia que el electorado debe
percibir con claridad la forma en que opera el sistema electoral y que también
estén dadas las condiciones para que se prevean cuáles serán los efectos de su
voto.
Recordando el último criterio de evaluación que
plantea el prestigioso académico, la legitimidad de un sistema electoral
resulta de carácter englobador, donde las reglas de juego deben plantearse con
la suficiente claridad que permita continuar con este y profundizar en su
institucionalización.
Así como el politólogo norteamericano Robert Dahl,
fallecido en 2014, expresaba, en Thinking about Democratic
Constitutions: Conclusions from Democratic Experience, acerca de la
formulación de un sistema electoral en donde "toda solución tiene que ser
confeccionada conforme a las características de cada país", es
preciso conocer cuáles son los problemas y, más precisamente, las
irregularidades, que ocurren en los comicios de cada país con el objetivo de
idear los dispositivos institucionales que los erradiquen o limiten, a
través de reformas electorales bien operacionalizadas.
Es decir, el fondo del asunto tiene que ver con la
soberanía del ciudadano y el proceso que ocurre en el momento más sagrado del
sistema de creencias que implica la democracia: el sufragio y el derecho a
elegir y ser elegido. Perder esto de foco es realmente lo más preocupante del
debate que hay actualmente en torno a la reforma electoral y política.
El sistema electoral implementado por la ley Sáenz
Peña (debería renombrarse como ley Yrigoyen,
dado que fue don Hipólito quien motorizó el debate con Roque Sáenz Peña) se
pudo extender por tanto tiempo dado que su legitimidad, su confianza y la
calidad en las autoridades de mesa, con su caligrafía legible y entrañable,
quienes eran fundamentalmente docentes, permitían un férreo control cívico,
bajo un sistema bipartidista que simplificaba el mutuo control.
Pero la realidad cambió, mutó y hace rato
que el sistema de partidos colapsó, se fragmentó y generó sistemas distorsivos
como las listas espejo, colectoras, o la nefasta ley de lemas. Todas estas
mañas han provocado una verdadera confusión en los electores, que requieren
asistencia y mayor compromiso para comprender qué se vota y cómo se vota. Se
pone en peligro uno de los pilares en el que debe sostenerse el sistema
electoral: la simplicidad o la transparencia.
Volviendo a la confianza, el doctor Alberto Dalla
Vía, presidente de la Cámara Nacional Electoral, decía (ratificando a Nohlen y
Dahl), en este último coloquio de IDEA, que cada sistema electoral encuentra
eco en cada cultura o comunidad, dado su propio sistema de creencias, como
resulta ser la democracia o las elecciones en sí. Puso como ejemplo que, en
Estados Unidos, los electores pueden ir hasta sin documento, siempre que los
reconozcan sus vecinos. Es decir, confianza es lo que menos abunda en nuestras
pampas como para pensar en algo así.
Es por ello que un sistema electoral donde el modo
de votación vire hacia una tecnología electrónica requiere que sea auditable
integralmente, en todas sus fases, por todos los ciudadanos, no por una élite
o, peor aún, si deja sin control en tiempo real a esa ciudadanía y la obliga a
confiar en un chip, un QR o cualquier otro sistema electrónico que transmita
datos de forma privada, cuando lo que constitucionalmente debemos tutelar es la
soberanía popular y el derecho a sufragio, y poder hacerlo cada uno de
nosotros.
Una buena parte de quienes apoyan hoy al voto
electrónico confían en este Gobierno y se declaran votantes de Cambiemos;
expresan que ya no están los malos de la película (¿blue meanies?), sin
entender que un sistema electoral no debe ser un tema partidario o de un
gobierno, ya que es irresponsable ajustar este proceso a un acto de fe. Ya
decía James Madison, en el número 51 de El Federalista,
allá por 1788: "Si los hombres fueran ángeles, el Estado no
sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, ningún control al
Estado, externo o interno, sería necesario".
Quizás un hecho asimilable al sepulcro de la
carrera política de un ambicioso gobernador haya tocado el máximo de cinismo
posible para intentar fundamentar la falacia de que el voto electrónico es
simple. Sí, Juan Manuel Urtubey expuso, hace apenas días, a un chico con síndrome
de Down como demostración de que su negocio con Magic Software Argentina es
fantástico. Abundan los calificativos, que nos ahorraremos, puesto que estas
cosas suelen pagarse muy caro y, por el bien de la república, que así sea.
También hemos escuchado por parte del gobernador de
Salta, el primer implementador de la boleta electrónica en el país, decir que
no hacen falta fiscales, cuando es absolutamente falso. No existe
ningún sistema que sea el mejor ni tampoco se puede prescindir jamás del
control cívico, de la fiscalización ciudadana o partidaria. Para cualquier
elección, en Argentina, cada partido político nacional debe contar con al menos
17 mil fiscales generales y casi cien mil fiscales de mesa, sin contar fiscales
electrónicos para el escrutinio provisorio o apoderados fiscales para el escrutinio
definitivo en cada junta electoral de cada distrito.
El voto electrónico complica la fiscalización al
hacerla menos eficaz para evitar trampas electrónicas, pero no cubre el resto
del universo de irregularidades (picardías les dicen los cínicos) que ocurren y
seguirán ocurriendo en el país de la viveza criolla. Es fundamental
entender que el mejor sistema electoral es el que mejor se adapte a la realidad
de cada sociedad.
De sólo imaginar que un sistema electrónico puede
ser vulnerado sin incluso saberse, no puede ignorarse. Lo vimos cuando, en el
debate con los especialistas en la comisión parlamentaria, Alfredo Ortega
hackeó la base de datos de los empleados del Congreso con apenas el enlace de
la invitación digital a la disertación. Allí, delante de todos, llevó el
pendrive con la prueba y la recomendación para reparar el agujero o la falla de
seguridad, cosa que se hizo de inmediato (tarde, por supuesto).
Cualquiera que está leyendo hace meses sobre este
debate habrá visto cómo puede vulnerarse el secreto del voto, generar una
versión tech del voto cadena o clientelar, como demostró
Javier Smaldone, entender las fases que tienen mayor oscuridad e incapacidad de
garantizar la integridad del voto. Todo esto se ha probado y hasta se han
puesto a disposición de los decisores políticos los argumentos del Superior
Tribunal de Justicia alemán cuando determinó, en 2010, que el voto electrónico
es inconstitucional para su país por la fundamental razón de que no garantiza
el simple control ciudadano en todas sus fases.
Ningún ciudadano de este país debe delegar el
control electoral porque en cada elección se manifiesta el único momento
verdaderamente soberano. Es momento de que definimos y ratificamos nuestra creencia en la
democracia. Confiar en los políticos o en un sistema privado no es una opción
saludable ni remotamente recomendable.
Para explicar más claramente la verdadera amenaza
del voto electrónico, simplemente alcanza con pensar las infinitas veces que el
software y los sistemas se actualizan ante fallas de seguridad que descubren
los informáticos y que se van rectificando con cada versión. El asunto es que
cuando ocurren esas fallas o agujeros, se pueden filtran datos, cuentas
bancarias, imágenes o videos, se realizan fraudes o cualquier otra maniobra
intencional, según sea el tipo de sistema que se vulnera. Imaginar que eso
puede pasar con una elección implica derrumbar el sistema de creencias en que
se basa nuestra democracia. Nada más ni nada menos.
Sin embargo, se sigue avanzando con este capricho
electrónico, se contrapone con el sistema de boletas partidarias, que ya se ha
harto demostrado que ha quedado obsoleto y se ignora la verdadera
opción superadora para nuestra realidad sociopolítica: la boleta única de
papel, que mayoritariamente se usa en el mundo, pero que también requiere
fiscalización, como cualquier otro sistema de votación.
Lo más preocupante de este paupérrimo debate y
proceso de reforma electoral es que se omite la necesidad de entender que hay
otros problemas asociados al sistema electoral, como la enorme dispersión y la
fragmentación partidaria, que la madre de todas las batallas está en la reforma
urgente de la financiación de las campañas y la política. Y peor aún, que
todavía las elecciones están, en la mayor parte del proceso, organizadas por el
Poder Ejecutivo Nacional.
(*) Licenciado en Ciencia Política y de Gobierno.
Presidente y fundador de la ONG Construyendo Ciudadanía. Coordinador nacional
de Capacitación de la red Ser Fiscal. Analista e investigador de sistema
electoral argentino.
© Infobae
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