Por Nelson Francisco Muloni |
El viernes pasado participé en un debate con otros colegas
sobre la realidad del país y de la provincia. Comencé recordando una estrofa
del tango “Bronca”, de Mario Batistella y Edmundo Rivero: “¿Qué pasa en este
país, qué pasa, mi Dios, que nos vinimos tan abajo?”. Era (el tango, digo) del
año ’62. Durante la dictadura de Onganía iniciada cuatro años después, esta
pieza fue prohibida.
Aludí, asimismo, a una columna del periodista Carlos Ares:
“¿Cuándo nos fuimos a la mierda?” Era el marco que yo intentaba darle a un
desgarro que llevo desde hace muchos años. Como otros. Argentinos, estragados
argentinos.
Y no es que el índice del 32,2% de pobres me haya
sorprendido. Me sorprendió la sorpresa de los responsables. Los sorprendidos de
hoy pero, ante todo, los sorprendidos de ayer que, ¡oh! sorpresa (y siguen las
sorpresas) aseguran que son números “sobreestimados”. La jugarreta es simple: a
nadie en su sano juicio se le podrá convencer de que la pobreza subió del 5%
durante el gobierno anterior al 32,2% en la administración de hoy en menos de 6
meses (la medición interanual llegó hasta junio). Decir, entonces, que los
números son, al menos, “exagerados”, simplifica la cuestión. Y no por un
reconocimiento generoso de la realidad que antes no tuvieron los precedentes
gobernantes, sino por una falaz conveniencia: no hay tantos pobres porque en la
gestión preliminar casi no los hubo y en 6 meses, como se dijo, los índices nunca
podrán ascender tanto. Y esto, en línea con la falacia argumental, quedará
demostrado en la campaña electoral de 2017: la gestión actual dirá que de
tantos pobres (casi 15 millones), se logró el milagro de bajar el índice a
cifras mucho más adecuadas para ganar una elección. Esto, por supuesto, lo
dirán los de ayer y es probable que los de hoy asuman este argumento, también
por conveniencia. Es decir, grieta por grieta, ensanchamos el abismo.
Pero el problema no es este manejo político que trompea la
dignidad de cada argentino depauperado y vejado por la ceguera de quienes,
desde hace muchos años, han convertido al país en una nueva Guernica con una
pobreza estructural que ronda el 20 o 23%. La cuestión es más profunda. Y tan
dolorosa como aquella: la educación. Es decir, los bajos niveles de la
educación.
Este es un país rico, se dice. Pero no produce. No al menos
como debiera para ser considerado rico. Porque es un país con baja
productividad. Con escaso (cuando no nulo) crecimiento económico. En este
marco, para producir, para darle calidad a la tecnología y, con ella, a la
información (es la era propia de ella) con que puedan cerrarse los círculos del
crecimiento económico, es necesaria una política educativa que sea, a su vez,
política de Estado. Esto es, ejercida por cada una de las administraciones que
esté ocasionalmente al frente del Gobierno.
El ensayista y escritor mexicano Carlos Fuentes, analizó en
2002 el proceso de la educación en América Latina, con una notable precisión.
“Los ricos de antaño –decía Fuentes- producían acero (Carnegie, Krupp,
Manchester). Los ricos de hogaño producen equipos electrónicos (Bill Gates,
Sony, Silicon Valley)”. Y da una cifra abrumadoramente pesimista: las naciones
del hemisferio sur tienen el 60% de la población mundial de estudiantes pero el
presupuesto con que se desenvuelven es apenas del 12% del presupuesto mundial
en educación. Además, el 95% de los científicos pertenecen al primer mundo y el
1% del total, son latinoamericanos.
Las desventuras del proceso educativo en América Latina
derivan, necesariamente, en un mayor crecimiento de la desigualdad social.
Cuanto más se restringe (por los factores que fueren) el acceso al sistema
educativo, más riesgo hay de que la calidad institucional se resquebraje y de
que se pierdan, poco a poco, los derechos y beneficios de la democracia, todo
ello acompañado por la caída de la igualdad y el bienestar económicos. Las
provincias del norte argentino (noreste y noroeste) registran índices de
pobreza por encima de la media federal. La educación es defectuosa. Ergo, el
desarrollo también lo es. Y sin desarrollo no hay crecimiento. Ni cultura. Y
sin cultura, no hay cambio posible.
La falta de educación, de crecimiento y de desarrollo trae
aparejado, al mismo tiempo, un incremento de la violencia y de la inseguridad,
abarcando cada vez más a un mayor número de centros urbanos en el país. Es
decir, el fenómeno dejó de ser periférico. Las leyes importan poco o nada. La
anomia es hoy el único marco de desenvolvimiento de la cotidianeidad argentina.
Profesionales de la justicia sólo se amparan en chicanas y en bajezas
descubiertas en sus afanosos ‘gugleos’, tales como “brote psicótico”, para
justificar todo tipo de crímenes, asesinatos y violencia doméstica, tanto
contra niños como contra mujeres. La educación supone una valoración ética de
la vida y, en consecuencia, de la convivencia, de la reflexión para esa convivencia,
y de la expansión, entonces, para el necesario ámbito de la cultura (artística,
política, económica y social).
La cultura es la herramienta primordial para darles toda la
estatura de trabajo y creación a los hombres y mujeres de un país. Es la única
y última barrera contra la marginalidad creciente. Es el muro insoslayable
contra la intolerancia. Las nuevas tecnologías necesitan de más y mejores
científicos y desarrolladores en cada una de las actividades que nos son
cotidianas. Las universidades son el gran paso para ello. Pero transitar de la
escuela primaria a los espacios universitarios requiere de aquellas políticas
de consenso, acuerdos, pactos o como quiera llamárseles. Hay que construir el
sendero de una a otra etapa. Todas deben confluir, necesariamente, en el
conocimiento porque, como el mismo Carlos Fuentes dijo, “no hay progreso sin
conocimiento y no hay conocimiento sin educación”.
Necesitamos educación para ampliar el territorio de la
cultura. Que nace con nosotros desde los tembladerales de nuestra matriz y aún
antes de ser personas sociables. La educación nos da este último entorno en el
que nos desenvolvemos dentro de la organización social, institucional y
responsable.
El Estado debiera asumir un proyecto íntegro para recrear
procesos educativos de calidad a cada uno de los habitantes del país, sobre
todo con tan amplia diversidad debido a las herencias culturales recibidas
durante siglos. Pero, desde esta propia diversidad se construye el camino hacia
la unidad. La educación es ese instrumento.
Nadine Gordimer, la escritora sudafricana reconocida como
una de las grandes luchadoras por la igualdad y la democracia en todo el
planeta, decía que la educación es un derecho inalienable de los pueblos y
Ernesto Sábato solía referirse a la necesidad de elevar el proceso intelectual
de la existencia. “No se trata de suprimir el cálculo infinitesimal, sino de
hacerlo accesible a todo muchacho capaz, por humilde que sea su origen”,
señalaba el escritor argentino y recordaba, más adelante que “el Estado no sólo
no ha de abolir las universidades sino que ha de multiplicarlas y hacerlas
accesibles al pueblo trabajador”.
La educación, complementada por posibilidades de acceso a la
vivienda y a la salud, trípode universal para erradicar la pobreza, es
integradora y reconstituye el tejido social. La creación de trabajo va, de
hecho, de la mano de este trípode.
Sin un consenso adecuado para conformar esos acuerdos para
unas políticas de Estado que contemplen la educación como eje primordial del
desarrollo contra la pobreza, seguiremos preguntándonos “¿cómo fue que nos
vinimos tan abajo?”. La grieta será, nomás, abismo. Y el 32,2 seguirá siendo,
como lo es hoy, la contraseña del infierno.
© Agensur.info
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