jueves, 27 de octubre de 2016

1.789

Emily Dickinson a la sombra de la película de Terence Davis Historia de una pasión
Por Manuel Llorente

1.789. Son los poemas que de ella se conservan, pero desconocemos los que escribió en tantas cartas que fueron quemadas a su muerte (tal y como ella pidió, sin comentar nada –elocuente silencio- sobre los versos). Con ser muchos (¿cuánto es mucho o poco, cómo de poco es  la nada?) tenemos añoranza por los que faltan, por los que ardieron. Apenas un llamativo resplandor y luego… ceniza.

Pero ¿y qué fue de los poemas que escribió en su cabeza, postrada en la cama, paseando por el jardín, mientras horneaba dulces o cuidaba su gran colección de flores? “Este es para mí, no lo escribiré, no lo compartiré”. La estamos viendo postrada en la cama, fuera de la casa familiar llueve, llueve desde hace días en Amherst, Massachussets. Y dentro también. No cae la lluvia pero sí una atmósfera gélida nubla la estancia. Todo está húmedo. La señorita Dickinson no puede levantarse, no quiere levantarse. Pero escribe. A ratos con los ojos cerrados, o abiertos, mirando a través de la oscuridad, a través de la lluvia. Su mano escribe una palabra tras otra en un sobre del  servicio de Correos, quizá en un pequeño cuaderno que luego cosía con hilo, el poema más perfecto, el más íntimo, el más luminoso. Puede que también el más desgarrador.

                “Me escondo dentro de mi flor
               para que al llevarla tú en el pecho,
               me lleves, sin saberlo, también a mí,
               ¡y los ángeles saben el resto!”.

La señorita Dickinson, que llegó a vivir 55 años, los últimos 20 recluida en casa, al final de ellos ya sin salir de su habitación, pasea sobre el suelo de madera que cruje a su paso, sobre la alfombra, se acerca al espejo de su armario y proyecta su aliento sobre él y encima del vaho, antes de que se borre, escribe

              “Porque no pude esperar a la Muerte,
              ella me esperó a mí con amabilidad”.

Tendida sobre las sábanas, mira el techo, el círculo iluminado por la lamparita de noche, e imagina que su mano escribe

            “El agua se aprende por la sed;
            la tierra por los océanos atravesados;
            el éxtasis, por la agonía.
            La paz se revela por las batallas;
            el amor por el recuerdo de los que se fueron;
            los pájaros, por la nieve”.

Cuándo llegará el próximo espasmo, se pregunta. A traición siempre. Sin una señal. Miedo al miedo. Una enferma de sí misma, una “postración nerviosa” . Y agorafobia. Lejos quedaron los días de visita a exposiciones o tomar el té con el reverendo Charles Wadsworth porque

             “Un reloj se paró;
      no el que está sobre la chimenea”.

Emily Dickinson había cruzado la calle. Vivía desde la otra orilla de la vida. No estaba en el mundo de sus vecinos, de su familia, no compartía la vida de los otros, había renunciado a ser como los otros. Vivía la vida del enfermo, la de los que no cuentan. No es fácil renunciar a la vida, no es fácil enclaustrarse. Todo fue poco a poco, paulatinamente, quizá sin ella darse cuenta de que había atravesado un umbral que ya no podría franquear marcha atrás.

          “No vino todo de golpe;
         fue una Muerte poco a poco:
       una acometida, y luego, una oportunidad de vivir,
          para cauterizar el gozo”.

La señorita Emily Elizabeth Dickinson vivió en un estado de contemplación interior constante. Habitó un territorio sólo poblado por ella. Ella puso sus reglas, construyó un universo para sí misma.

            “La distancia a la que se han ido los muertos,
                    al principio, no se percibe;
               durante muchos y angustiosos años
                     su regreso parece imposible.
           Más tarde, tenemos algo más que la sospecha
                 de que nosotros les hemos seguido:
                      tan íntimos nos hemos vuelto
                          con su recuerdo querido”.

Sentada en el diván, podría decirse que desmayada, en tarde de invierno, en el mediodía de lluvia, mira cómo gotea el agua con apariencia de letras y que van conformando

            “Perderte, fue más fácil que ganar
         todos los otros corazones que he conocido.”

Dicen que dijo (o que escribió) Jorge Luis Borges: “No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y más solitaria que la de esta mujer. Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y temerlo”. Quién puede llevarle la contraria si leemos

             “Él me tocó, así que vivo para comprender
                       que, aceptada así, aquel día
                           sobre su pecho descansé”.

Mientras nado en la piscina evoco las imágenes de la película, ese silencio que lo abarca todo, la tarde detenida, el reloj inerte. Ella como abatida, inmóvil. Sola. ¿Sola? Contemplación. Ensimismamiento. Silencio. Una mujer que vivió al compás de las estaciones, no pendiente de ellas sino prendida en ellas, esperándolas, anticipándose a ellas, en ellas habitando, dejándose mecer por el aire que entra por su alcoba, por la luz de la mañana, por la quietud del anochecer.

              “El cielo está bajo, las nubes andrajosas;
                        un copo de nieve que pasa
                      duda si seguir por el granero
                           o atravesar una zanja.
               Un viento flojo se queda todo el día
              de cómo le han tratado. La Naturaleza
              es sorprendida a veces, como nosotros,
                                  sin su diadema”.

A Emily Dickinson quizá haya que leerle sin seguir ninguna hoja de ruta. Basta con abrir una página al azar. Y el poema nos ilumina, nos alumbra. Poemas, muchos, escritos en la noche, en la madrugada, cuando todos aún duermen, antes de que aparezca el alba, en la más absoluta soledad. Una soledad blanca. Una elección blanca. Se vistió de blanco ¿como una distinción, una protesta, una herida que no pudo cicatrizar?

           “¡Mío, por el derecho de la blanca elección!”

Y se fue consumiendo. Lo último que escribió, en mayo de 1886, fue una muy escueta carta:

           “A Louise y Frances Norcross
           Primitas,
           me reclaman”.

Pero puede que ese no  fuera exactamente lo que sintió. Años antes había dejado constancia de algo desgarrador:

       “Mi vida acabó dos veces antes de su final”

Nota: los poemas citados están recogidos del volumen Poesía completa (Candela, Amargor ediciones). Traducción de Enrique Goicolea.

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