Por Guillermo Piro |
Tengo dos ambiciones secretas. Una de ellas es demostrar con
suficiente rigor que en las minucias reside la esencia, que si prestáramos más
atención a las pequeñas actitudes y reacciones, conseguiríamos desterrar y
volver obsoleta la Ley de Murphy que rige al mundo (ya saben, esa que reza que
“si algo puede salir mal, probablemente saldrá mal”). Suelo prestar excesiva
atención a las pequeñeces, y en eso me considero afín a Dorothy Parker, quien
solía elegir a sus amantes circunstanciales dependiendo del trato que el sujeto
prodigara a la camarera.
Eso se conecta con mi tendencia insana a considerar más
importantes a los autores que las obras. Supe admirar y sigo admirando las
grandes novelas escritas por grandes cretinos, y entendiendo incluso que ésa es
la norma –las buenas personas jamás escribieron nada capaz de provocar un eco
vital–, nunca pierdo de vista lo que, a falta de una palabra mejor, voy a
llamar “complejo”. Disfruto de esas novelas –o de esos poemas, o de esos
ensayos– con cierto complejo atribuible a que tengo la certidumbre de que
debería estar ocupándome de otra cosa, que ese cretino no debería merecer mi
atención y todo lo que conlleva eso: mi emoción, mi conmoción y mi tiempo.
Hemingway es alguien proclive a ese sentimiento: gran
escritor, gran cretino. Estaba convencido de que todo lo que hacía no podía
hacerse mejor y se movía con aceitada agilidad en un mundo que él podía
explicar y del que podía impartir enseñanzas. Hemingway solía ponerse en el
lugar del que lo sabe absolutamente todo.
Morley Callaghan era en 1929 pocos años mayor que Hemingway.
Escritor también, pero canadiense, se ganaba la vida, como Hemingway,
escribiendo para el Toronto Star. Cierto día, en París, Hemingway le reprochó a
Callaghan haber escrito un artículo sobre boxeo sin tener la menor idea del
asunto. Hemingway profesaba esa idea, que todavía impera en ciertos círculos,
de que uno sólo debe escribir de lo que sabe. En su opinión, y guiándose por su
intuición infalible, Callaghan jamás había boxeado. Pero se equivocaba.
Hemingway propuso combatir en un ring. El lugar elegido fue
el American Club, y allí se dirigieron. Francis Scott Fitzgerald, que también
se encontraba en París, oficiaría de árbitro. Callaghan había boxeado en su
juventud, pero de todos modos estaba atemorizado ante la imponente figura de
Hemingway. El match comenzó y Callaghan (que cuenta estos detalles en su libro
That Summer in Paris, publicado en 1963) comprendió de pronto que su miedo
provenía de un oscuro rincón de su psique que le hacía temer no tanto al hombre
que tenía delante sino a la idea de sí mismo que emanaba de ese hombre. De modo
que confió en sus habilidades y comenzó a darle una paliza a Hemingway que
terminó con éste con el labio roto, sangrando y tirado en el suelo.
Hemingway nunca aceptó esa derrota, y hasta poco antes de
morir siguió acosando a Callaghan para que le concediera la revancha. Incluso
hizo recaer sobre Fitzgerald la derrota, quien, como estaba borracho, hizo que
los rounds duraran más de la cuenta. No hay ni una palabra de eso en París era
una fiesta. ¿Entienden lo que digo? No aceptar una derrota es una minucia, pero
una minucia que revela demasiado.
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