Por Guillermo Piro |
Comienza como Bartleby, el escribiente de Melville:
“Preferiría no hacerlo”, dice. Pero a medida que la charla avanza, el
“preferiría” se disipa y lo que queda es el “no”, seco e insuperable. Ningún
orgullo, pero tampoco ningún complejo. “No, yo no leo”. Estudia por un breve
lapso el efecto de su afirmación y luego agrega: “Te digo más: nunca leí”. Pero
no es posible, digo, algo tuviste que haber leído. “No”, asegura, “¿por qué no
me creés? Me aburro de sólo pensarlo”.
Se acomoda los anteojos y como a veces se hace con quien no escucha o no
entiende o no quiere entender, repite, marcando las sílabas: “Soy el Lector
Cero”. Como si pronunciase su nombre y apellido: Lector Cero, L.C. Él es un
L.C. especial, un L.C. al cubo, y ésta es su historia.
Tiene 46 años y no sólo no leyó ningún libro los últimos
doce meses, sino que no leyó ningún libro en los últimos treinta años. Lleva
una vida que a muchos les gustaría
llevar, tiene dos gatos, tiene un buen trabajo. Le gusta tocar el contrabajo.
En su casa tiene tres. La casa es muy linda, amueblada con gusto. Cuadros,
afiches y dibujos cuelgan de las paredes. Las fotografías de Audrey Hepburn y
Marlon Brando en la cocina. “Dios no existe”, dice, “si existiera, tendríamos
fotos de Audrey Hepburn desnuda”. En el baño, detrás del inodoro, Marilyn
Monroe invita a sentarse. En el living tiene un gran televisor. Muchos CDs. El
mismo pintó los techos. Dibuja muy bien. Para él, dibujar es un poco como tocar
el contrabajo. Adora el cine. Ningún libro a la vista, salvo algún catálogo de
una muestra de arte, Man Ray, Jackson Pollock, Schiele y Picasso. Y algunas
guías turísticas.
Pero al menos, cuando eras chico, un libro... “No, estudiaba
piano y contrabajo muchas horas al día, y además estaba la escuela. Empecé a
tocar a los 9 años. Me gusta viajar. Entro a las librerías para comprar las
guías que me van a servir durante el viaje. Me gusta mucho Grecia, y París me
parece uno de los lugares más bellos del mundo. No hace falta pasar por la
literatura para disfrutar lo que París tiene para ofrecer; basta mirar el cielo
e ir al Louvre. Basta sentarse un cuarto de hora enfrente de Notre Dame...”.
¿Basta para qué? “Para que el viaje esté justificado”. Hay gente que dice que
con los libros también se viaja. “Puede ser, yo no puedo saberlo porque no leo,
y no me sirve un libro para estar sentado enfrente de Notre Dame. Hasta ahora
las cosas fueron así, a lo mejor un día descubro este mundo maravilloso y
fantástico al que siempre me negué”. Lo dice con una sonrisa. “Después de todo,
los libros no son lo único que puede ser leído. Uno puede leer a las personas,
un cuadro, un estado de ánimo. Para leer no hace falta un libro. Se puede leer
el cielo. Me acuerdo de algo. Hace tres años estaba de viaje en Alemania, en la
casa de un amigo. Mi amigo es uno de esos que siempre tienen un libro en la
mano, lee muchísimo. Y esa vez tomé de su mesa de luz una comedia de
Shakespeare. La leí entera, en tres días. Pero no me acuerdo el título, ni de
qué se trataba. Soy una persona bastante fantasiosa, pero la lectura no me
ayuda a desarrollar la fantasía. La escritura no me permite acercarme al mundo
de nadie. Prefiero la música, que llega a todo el cuerpo; la lectura llega sólo
al cerebro. Tal vez por eso me aburre”, dice. El Lector Cero es feliz.
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