Por Javier Marías |
En la Real Academia Española se consideran continuamente
nuevos vocablos para su posible inclusión en el Diccionario.
Algunas son propuestas de la propia institución, otras de particulares que se
dirigen a ella. Todas son vistas y ponderadas y, cada vez que yo pongo el grito
en el cielo ante un neologismo que me parece innecesario, desafortunado o
directamente horrendo –pero sobre todo cuando me parece esto último–, mi sabio
compañero Pedro Álvarez de Miranda, con el que comparto comisión de trabajo, se
solivianta ante mi reacción digamos “estética”.
Para la mayoría de filólogos,
lingüistas y lexicógrafos, no existen palabras ni expresiones “feas” ni lo
contrario, o al menos ese criterio lo juzgan irrelevante y acientífico. En
parte hay que darles la razón, supongo: si los hablantes optan por decir de
alguien bien plantado que “está como un queso” o que es un “yogurín”, ya puedo
opinar yo que el símil está mal traído (hay miles de quesos, y algunos de
aspecto y olor nauseabundos) o que el segundo término es pueril y ñoño y quizá
efímero, que no me queda sino aguantarme y aceptarlos. Estamos todos de acuerdo
en que es la gente la que manda en la lengua y que nosotros nos debemos limitar
a recoger y registrar lo que aquélla dice y escribe (siempre que no sea una
tontada completa y que su uso esté asentado). Hay incluso colegas para los que
tiene el mismo valor una página de Cervantes que el prospecto de una medicina
(exagero un poco, pero sólo un poco).
Los literatos, en cambio, nos permitimos juzgar cosas como la eufonía y
la cacofonía, nos provocan sarpullidos adverbios como “poblacionalmente” o
disparates como “echar sangre en la herida” (que carece de sentido), en vez de
“sal en la herida”, que es lo que se ha dicho siempre; y verbos como
“implementar”, “posicionarse”, “visionar” o “museizar” nos sacan de quicio. Soy
de la creencia de que la manera de hablar de un país o de un pueblo indica en
buena medida cómo son y piensan, y lo mismo respecto a los individuos. Como he
dicho otras veces, si un político emplea la ya gastada fórmula “los ciudadanos
y las ciudadanas”, sé que es un farsante, un demagogo y un ignorante de la
gramática. Si escribe “amig@s” o “camarad@s”, lo tengo además por idiota. Todo
apreciaciones personales mías, desde luego. Pues bien, el habla actual de mis
compatriotas me lleva a albergar poca o nula esperanza. No se trata ya sólo de
la falta de dominio de la lengua, del insólito “neoespañol” invasor del que
hablé hace meses a raíz del libro de Ana Durante Guía práctica de neoespañol, de los sinsentidos y
demencias que se escriben y dicen sin cesar y que han llevado al ex-director de
la RAE García de la Concha a calificar hace poco de “zarrapastroso” el estado
de nuestro idioma (y aún creo que fue benévolo). Eso es un proceso imparable,
una batalla perdida. Lo que vengo observando, aparte, son dos tendencias
deprimentes: la pedantería inculta o llana horterada, y la cursilería
espontánea.
Los pedantes solían serlo por exceso de saber, pero ahora hay un gran
número que además no tienen ni idea. Son los que abrazan con papanatismo
cualquier término inglés como si fuera una novedad absoluta, y como si antes de
que ellos descubrieran el vocablo en esa lengua, lo denominado por él jamás hubiera
existido en ningún sitio. Así, hace años que nos machacan con “bullying” para lo que aquí siempre fue “matonismo” o
“matoneo” (y un “school bully” es exactamente lo mismo que lo que se llamó toda
la vida un “matón de colegio”). Cada vez que oigo o leo “backstage” me dan
ganas de abofetear a quien lo usa, porque eso se corresponde con “bastidores” o
“entre bastidores”. Me subo por las paredes con los “haters”,
que no significa otra cosa que “odiadores”. Y dejo de leer cualquier texto en
el que aparezcan “mainstream”, “flagship” (el antiquísimo “buque insignia”), “break”, “deadline”, “trending topic”, “prime time”, “spoiler”, “background”, “target”, “share” o “vintage”. Amén de que la mitad de las veces estos
inglesajos estén mal utilizados (o pronunciados), su uso delata
indefectiblemente a un hortera. Y lo lamentable es que España está hoy plagada
de horteras.
La otra tendencia que vengo observando hace ya mucho es el insoportable
abuso de los diminutivos, sobre todo cuando a la gente se le pone una cámara
delante y se le pregunta por las vacaciones que se dispone a emprender. Raro
será el español que no conteste: “Nada, unos diítas a la playita, en plan
bañito por la mañana, luego una cervecita y unos aperitivitos, después una
paellita con su cigalita y sus mejilloncitos, una buena siestecita, y a la
noche nada, picar unos boqueroncitos y unas aceitunitas, regados con un buen
vinito; y para rematar un whiskecito”. Lo reconozco: cada vez que los oigo (no
fallan), me dan arcadas. Que todo lo “bueno” deba ser diminutivizado y
convertido en cursilería extrema me hace ser pesimista respecto al nivel
intelectual y al espíritu de mis compatriotas. Pero, como me reprocharía mi
sabio compañero Álvarez de Miranda, quién soy yo para criticar nada. Aún menos
para oponerme al mainstream y ejercer de hater; mejor que me mantenga en el backstage, le dé a todo el mundo un break, no me ponga en plan bully lingüístico y acepte que, en el mejor de los
casos, soy un producto muy vintage destinado
a pronto desaparecer con mis anticuados targets.
© Zenda – Autores, libros y
compañía
Selección: Agensur.info
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