Por James Neilson |
Estados Unidos ya no es la obra maestra de relojería
política en que se inspiraron generaciones de constitucionalistas
latinoamericanos, entre ellos Juan Bautista Alberdi. Si bien los padres
fundadores norteamericanos entendían que de vez en cuando la Casa Blanca
estaría ocupada por personajes mediocres o malignos, de ahí todos aquellos
frenos y equilibrios destinados a limitar su capacidad para provocar desastres,
no habrán previsto una situación como la actual.
Para alarma de sus aliados y regocijo incrédulo de sus
muchos enemigos, la superpotencia no está en condiciones de controlar las
fuerzas que ella misma desató. En el exterior, los resueltos a luchar contra el
imperialismo yanqui –que últimamente ha sido más cultural que militar porque
Barack Obama entendió que sería mejor no procurar democratizar el planeta
interviniendo en conflictos ajenos como hacía George W. Bush– están
aprovechando lo que ven como una oportunidad acaso única para frenarlo;
fronteras adentro, cambios económicos y sociales impulsados por la revolución
tecnológica que comenzó en California han dinamitado el panorama político
tradicional.
A menos que ocurra algo raro en las próximas semanas, el 8
de noviembre los ciudadanos del país que sigue siendo, por lejos, el más
poderoso del mundo, tendrán que optar entre el magnate inmobiliario Donald
Trump y Hillary Clinton o, en el caso de que la mala salud de la esposa de Bill
la obligue a abandonar su sueño presidencial, entre Trump y un sustituto
elegido a último minuto por los operadores de la maquinaria demócrata. La
aparición de un candidato nuevo o, de tratarse del vicepresidente Joe Biden
como conjeturan algunos, de uno reciclado, podría ser la alternativa menos
mala, ya que el mérito principal de Hillary consiste en no ser Trump.
Trump es un bocón ignorante, un populista xenófobo de
instintos aislacionistas que sabe expresar el rencor que sienten millones de
personas indignadas por lo que está sucediendo en su país y el mundo, pero todo
hace pensar que Hillary es, como él dice, una mentirosa serial que, en palabras
de quien fue el jefe de la campaña exitosa de Barack Obama, sufre de una
“enfermiza tendencia al ocultamiento”. Para más señas, a través de los años ha
protagonizado episodios escandalosos. Tales traspiés no la han perjudicado
demasiado porque, gracias a Bill, los pesos pesados del Partido Demócrata han
sido reacios a criticarla por entender que no sería de su interés colaborar así
con sus adversarios republicanos, pero el consenso es que dista de ser una
persona confiable.
Al enterarse de que Hillary acababa de desmayarse durante la
conmemoración del atentado islamista contra Nueva York y Washington del 11 de
septiembre de 2001 en que murieron más de tres mil personas, y que tendría que
descansar por un rato porque tiene neumonía, Trump juró esperar “que se mejore”
muy pronto para reanudar la campaña proselitista. Tanta caballerosidad de parte
de un empresario que se ha acostumbrado a hablar pestes de sus adversarios
puede entenderse; le conviene medirse con una señora que a su modo encarna los
vicios de una clase política desprestigiada.
Por razones similares, a Hillary le conviene figurar como la
única alternativa a un esperpento peligroso como Trump ya que, frente a un
republicano menos extravagante, sus propias deficiencias podrían hundirla.
Además de poner en riesgo la sacrosanta seguridad nacional estadounidense
usando un servidor privado para enviar correos electrónicos oficiales, la
entonces secretaria de Estado Hillary metió la pata cuando islamistas
asesinaron al embajador norteamericano a Libia en Bengasi; trató de hacer creer
que fue a causa de la difusión por internet de un video casero antimusulmán, de
tal manera dando a entender que no se había sentido obligada a advertirle que
sería una mala idea visitar un reducto yihadista notorio sin una escolta bien
armada.
Aunque Estados Unidos cuenta con miles de hombres y mujeres
que, conforme a las pautas habituales, son muchos más idóneos que el Donald y
Hillary, por distintas razones pocos se sienten tentados a probar suerte en el
rocambolesco mundillo político. Asimismo, el sistema presidencialista que
adoptó Estados Unidos, para entonces exportarlo a América latina, no sólo
carece de la flexibilidad del parlamentarismo que hace menos traumáticos los
cambios de gobierno, sino que también brinda oportunidades a demagogos
improvisados como Trump al ahorrarles la necesidad de conseguir la aprobación
de congéneres políticos que, a diferencia de casi todos los votantes, los
habrán conocido desde años y por lo tanto se habrán familiarizado con sus
características menos atractivas. Por lo demás, en países presidencialistas, la
falta de experiencia política puede considerarse una ventaja, sobre todo en
etapas en que muchos quisieran ser gobernados por personas presuntamente no contaminadas
por una actividad que suponen irremediablemente corrupta.
Trump ganó las primarias republicanas en contra de la
voluntad manifiesta del establishment partidario que hubiera preferido verse
representado por un candidato menos excéntrico que el multimillonario
megalómano. Aunque Hillary sí disfruta del apoyo del grueso del aparato
demócrata, muchos temen haber cometido un error al comprometerse con una
aspirante presidencial que tiene muertos escondidos en el armario. Así y todo,
por miedo a lo que podría significar para Estados Unidos, y el mundo, el
eventual triunfo de Trump, se sienten constreñidos a respaldarla con fervor.
En el mundo moderno, la democracia es forzosamente
representativa, pero en países como Estados Unidos, los torneos presidenciales
la hacen casi directa; casi directa porque, a diferencia de lo que ocurre en la
Argentina, el candidato con más votos populares puede perder en el colegio
electoral. Trump está preparándose para dicha contingencia afirmando que podría
ser víctima de un fraude perpetrado por la vieja guardia, tanto demócrata como
republicana. De tal modo, presiona a los políticos del establishment
diciéndoles que sus seguidores reaccionarían ante una eventual derrota en el
colegio electoral con manifestaciones de repudio.
La sospecha de que sus adversarios irían a virtualmente
cualquier extremo para cerrarle el acceso a la Casa Blanca se basa en algo más
que la afición, compartida por todos los populistas, a las teorías
conspirativas. A algunos les parece tan grotesco el mero hecho de que un sujeto
como Trump tenga por lo menos la posibilidad de suceder a Obama, erigiéndose
así en lo que los norteamericanos suelen llamar “el hombre más poderoso del
mundo” que lo toman por evidencia de que sería mejor reducir la influencia política
de gente cuyas opiniones atribuyen a nada más que prejuicios inadmisibles.
Hillary habrá tenido algo así en mente cuando afirmó que la mitad de los
simpatizantes de Trump pertenece a “una canasta de deplorables”, de tal manera
violando una regla política fundamental según la cual, cuando abren la boca en
público, los candidatos deberían fingir que respetan a aquellos sectores
populares que respaldan a su contrincante. Con todo, es natural que Hillary se
sienta enojada; los “deplorables” se cuentan por decenas de millones y, por
incluir en sus filas a muchísimos obreros blancos, hasta hace poco formaban
parte de la clientela demócrata.
Mientras que en otros tiempos los más propensos a insinuar
que, por ser tan complicados los problemas políticos y económicos, sería mejor
dejarlos en manos de expertos, eran derechistas de ideas aristocratizantes, hoy
en día suelen ser progresistas. Es que, entre otras cosas, Trump encabeza una
rebelión contra la hegemonía cultural de los políticamente correctos. En Europa,
las elites bruselenses se las han arreglado para alejarse de los votantes de
Francia y otros países construyendo una serie de muros institucionales y
burocráticas que sirven para mantenerlos en su lugar: la indignación que les
produjo el resultado del referéndum británico en que triunfó el “Brexit” se
debió en buena medida al temor a que otros gobiernos cometan el error garrafal
de permitir que la ciudadanía decida si vale la pena seguir participando del
gran proyecto comunitario. Muchos miembros de la clase política norteamericana
quisieran hacer lo mismo, pero pocos se animan a decirlo.
Aun cuando Hillary se recupere pronto del ataque de neumonía
que la hizo caer y en adelante hable con mayor franqueza acerca de su estado
físico, no cabe duda de que la sensación de que no está en condiciones de
soportar las presiones que le esperarían si alcanzara su objetivo le costará
por lo menos algunos votos; de estar en lo cierto las encuestas más recientes,
podrían ser decisivos. Según los sondeos, la diferencia entre los dos
candidatos es mínima, de suerte que el destino de la superpotencia dependerá de
los muchos que votarán por lo que les parezca el mal menor.
En esta contienda, Clinton representa la continuidad y Trump
una especie de revolución retro; se ha comprometido a asegurar que Estados
Unidos vuelva a ser lo que fue en algún momento del pasado cuando su supremacía
era innegable. Por estar convencida la mayoría de que su país perdió el rumbo
hace mucho, la iconoclasia de Trump le ha permitido llegar hasta donde está,
pero, como tantos otros rebeldes, no parece tener la menor idea de lo que sería
necesario hacer para modificar un statu quo que le parece intolerable.
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