Julio Verne cuestionó en sus obras el militarismo, el ocidentalismo y el capitalismo colonial y entrevió la bomba atómica, el submarino o el helicóptero. |
Por Óscar
Lobato
¡Un artista, el fulano! Jules Gabriel Verne,
el intestino más perjudicado y la mente más insigne de la narrativa francesa,
se la coló pero bien a todos: editores, críticos, padres timoratos, y a cuánto
vaina se emperraba en atribuirle la paternidad de la ciencia-ficción literaria
junto al británico Heribert George Wells.
Julio
Verne rechazó
siempre cualquier comparación entre su obra y la de H.G. Wells. Incluso
preguntado al respecto, declaró: “No veo posibilidad alguna de comparación
entre su trabajo y el mío. No procedemos de idéntica manera. Sus historias no
reposan en bases científicas. Yo hago uso de la Física, él inventa”.
El autor de La vuelta al mundo en 80 días valoraba la obra del creador de La máquina del tiempo, aunque tenía muy clara la
diferencia entre ambos: “En mis novelas, siempre he basado mis invenciones en
algún hecho real, y uso en sus construcciones métodos y materiales que no están
completamente lejos del alcance del conocimiento y la habilidad de la ingeniería
contemporánea”.
Verne adquirió esos conocimientos devorando durante horas, sesudos
volúmenes y artículos en revistas científicas o técnicas. También amistó y
sostuvo correspondencia con algunos de los más sólidos investigadores y
tecnólogos de su época, como el geógrafo Eliseo Reclus o
con Félix Tournachon, experto aeronauta y artista
fotográfico.
Esa insaciable ansia de saber afectaría y mucho a su aparato digestivo.
En plena defección de la abogacía (llegó a concluir Derecho), Julio se sumergía
en las bibliotecas de París durante meses. Un joven famélico de conocimientos,
pero sin dinero para saciar su hambre física, lo cual le acarreó serios
trastornos gástricos.
En su documentada biografía sobre el escritor galo (Julio Verne. Edimat, 2004), el profesor y poeta David Mayor Orguillés, incluye párrafos epistolares
donde el literato confiesa a su madre problemas de salud, sobrevenidos por
tanta anomalía nutricional, retratando su existencia como: “Una vida que limita al Norte con el estreñimiento, al
Sur con la descomposición, al Este con las lavativas exageradas y al Oeste con
las lavativas astringentes”. Tras de esto, convendremos en que Julio Verne
escribía de cagarse. Literalmente.
Esos profundos conocimientos sobre investigaciones científicas y
tecnológicas aún en estado embrionario, el autor los insuflaría
ladinamente en casi todas sus obras. De modo que, cuando tales avances cuajaron
en el mundo real, sus apologistas lo tacharon de visionario del futuro. ¡Error
de bulto! Verne solo aplicó mala leche y una impagable lógica a los contenidos
de esos estudios pioneros, mezclándolos con acertados juicios perspectivos
sobre aspectos económicos, sociales y políticos. Jamás hizo ciencia-ficción, sólo fue un genio en
literatura de anticipación, un maestro de la prolepsis filosófica en su estado
más puro. [Párrafo destinado a subrayar la autoridad intelectual del autor de estas líneas, hasta ahora sólo reverenciada por su perro, animal poco despierto
de otro lado].
El novelista francés logró además otra victoria. Hizo creer al gran
público que escribía literatura apta para niños, pero quien afirme tal no ha
leído un sólo capítulo de sus novelas. Así, en la aclamada Veinte mil leguas de viaje submarino (Penguin
Clasics. 2016), el capitán Nemo reconviene
al profesor Arronax con esta admonición: “Yo no soy
lo que usted llama un hombre civilizado. He roto por completo con toda la
sociedad, por razones que yo sólo tengo el derecho a apreciar. No obedezco a
sus reglas, y le conjuro a usted que no las invoque nunca ante mí”. Al
pobre Pierre Arronax no le queda otra sino reconocer a renglón seguido:
“Entreví en ese hombre un pasado formidable. No sólo se había puesto al margen
de las leyes humanas, sino que se había hecho independiente, libre en la más
rigurosa acepción de la palabra, fuera del alcance de la sociedad”. Todo un
paradigma moral de comportamiento para escolares, como puede verse.
Además el conspicuo Verne tejió un completo tapiz de obras con potencia
letal: Una ciudad flotante, La isla misteriosa, Los
quinientos millones de la begum, Robur el conquistador, Ante la bandera, o Dueño del mundo; hacen
trizas la inocuidad presumible a la literatura infantil. El escritor cuestiona
en esos libros el occidentalismo, el militarismo o el capitalismo
colonial; mientras apunta el advenimiento de la bomba atómica, de las de
racimo, del helicóptero, del convertiplano y varias inquietantes cosillas más.
Mención aparte merece Paris en el siglo XX,
una de sus primeras novelas que sólo se publicó mucho después de la muerte del
genio. En ella se pinta una sociedad obsesionada por el dinero y por novísimas
mallas de comunicación mediante “telégrafos electroópticos” (en realidad aludía
al pantelégrafo electroquímico de Caselli, aunque su uso y efectos encajan con
el de las actuales redes sociales).
Verne retrata una urbe domeñada por oligopolios que desdeñan las humanidades,
fomentando una instrucción pública servil y utilitarista: “…El latín y el
griego no sólo eran lenguas muertas, sino enterradas; existía aún alguna clase
de literatura, con pocos alumnos, de poca envergadura y muy mal considerada.
Los diccionarios, los textos, las gramáticas, las antologías y las ediciones
críticas, los autores clásicos, se pudrían tranquilamente en las estanterías.
Pero las nociones de matemáticas, los tratados descriptivos de mecánica, de
física, de química, de astronomía, de comercio, de finanzas, de artes
industriales, todo lo relacionado con las tendencias especulativas del momento,
circulaba en miles de ejemplares”.
A Julio Verne, cuyo humor aguaron la vida y los años, le encantaría
saber que en Sevilla hay un instituto bautizado con su nombre. Mejor aún,
aullaría al descubrir que se ubica en el barrio de Pino Montano, famoso por su
hombre lobo al que cantara Kiko Veneno, y
encima se ubica en la calle Estrella Proción (¡Toma realismo mágico, García Márquez!).
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