Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Una banda se dedica a hacer entraderas en zonas de alto
poder adquisitvo del norte del conurbano bonaerense. El mecanismo es sencillo:
Salís de tu casa, volvés a entrar pero con ellos; llegás de laburar, caes con
visitas que te hacen extrañar a los Testigos de Jehová que te tocan el timbre a
las 7 de la mañana. O a Mauricio, que te golpea la puerta a las 9. Un día la
bandita es cruzada por la policía: uno muere, otros tres son detenidos.
En una esquina de Moreno, una señora sale a trabajar de
madrugada y se encuentra con un bulto en la puerta de su casa. Es un cadáver.
La policía se lleva el cuerpo con dos tiros de lo que alguna vez fue un ser
humano. La señora se va a trabajar.
Ahora que a todos nos pintó nuevamente hablar de qué
deberíamos hacer ante el probable encuentro frente a un amigo de lo ajeno, si
entregarles nuestras vidas o reventarlos a corchazos, es bueno dejar en claro
algunas cosas. La situación judicial de los casos testigo son complicadas y,
para potenciar la confusión de cualquier vendedor de estereotipos, una de las
víctimas de robo reconvertidas en asesino es un desdentado carnicero a bordo de
un auto modelo 98, la otra es un médico cirujano con un modelo 2015.
Sería difícil de encasillar si no fuera por el facilismo que
tenemos para colocarlos rapidito en la góndola que más nos guste: héroes,
asesinos, ídolos, fachos. Lo vimos en los ochenta con el ingeniero Santos y,
desde entonces, buscamos un nuevo héroe, un nuevo extremista, usted elija. El
drama de la crítica al accionar justiciero es la carencia de GPS: no es lo
mismo pedir piedad desde la escalinata del Buenos Aries Design que hacerlo en
José León Suárez. Y esto también es estadístico: al carnicero
victima/victimario que atropelló a su victimario/víctima le robaron quichicientas
veces en Zárate, no en Barrio Parque; el médico víctima/victimario que asesinó
a corchazos a su victimario/víctima lo hizo en la puerta de su casa de Loma
Hermosa, no en Palermo Bollywood.
Según números de la provincia de Buenos Aires, el 50% de los
detenidos son reincidentes. No se sabe si tienen la pena cumplida o no, ni
conviene aclararlo. En idéntico sentido, pasa desapercibido el dato obvio de
que el 50% restante es primerizo.
El ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires dice
que el gabinete trabaja “para que los delincuentes estén donde deben estar” y
que “ojalá que la Justicia no los largue pronto, así no tenemos que verlos de
nuevo reincidiendo”. A su derecha tiene a Gustavo Ferrari, ministro de Justicia
y responsable político del Servicio Penitenciario Bonaerense; a su izquierda, a
Pablo Bressi, jefe de la Policía Bonaerense. Políticamente, ambos son
reincidentes: vienen de la exitosisisisísima gestión anterior.
En diciembre de 2001 en las cárceles del Servicio Penitenciario
Bonaerense –no cuentan las de Ezeiza ni Marcos Paz, ya que son federales–
habitaban 16.200 presos. En 2003, la inflación de la crisis llegó también a las
celdas y el número se elevó a 23.100. Cuando el kirchnerismo dejó el poder, los
presos de la provincia llegaban a 34.200. Creció el delito, creció la población
carcelaria. Lo que no creció fue el número de cárceles. Y no es un dato al
pedo: cada vez que un político del poder ejecutivo –el encargado de construir
cárceles, digamos– se enoja con los jueces que liberan presos, tiene razón,
sólo en cuanto a los jueces de primera instancia. Porque a un juez de Ejecución
Penal no le queda otra que largarlos una vez que comprueba la situación en la
que habitan: una de sus pocas funciones es velar por el cumplimiento de la
pena.
La pena, el gran ausente en cualquier debate. La legislación
argentina establece desde su Constitución Nacional que las cárceles existen
para la resociabilización de los delincuentes y no para su castigo. A esta
altura del partido deberíamos sincerarnos y reconocer que a nadie le interesa
la resociabilización. No está mal sentirse así: el progresismo tiende a la
anulación del sentimiento ajeno porque, presume, sentir es una cuestión
primitiva, al igual que respirar, ir al baño, reproducirnos y demás cosas que
garantizaron la supervivencia de la especie a lo largo de 2.5 millones de años.
No soy parámetro a la hora de hablar de la pena porque ni
siquiera creo en la cuantificación –¿Qué más da 5 o 50 años para quien no se
adaptó y puede salir por haber cumplido su condena? En la punta opuesta, ¿por
qué habría que esperar a que cumpla su condena alguien que ya está en
condiciones de reinsertarse?– pero es hora de afrontar las realidades y asumir
nuestro espíritu.
Cada vez que un político nos pide que no apelemos a la
justicia por mano propia se está haciendo el boludo con efectos de la política:
cárceles colapsadas, poder judicial sin recursos, impunidad, ineficacia
policial y corrupción en cada uno de los pasitos del proceso penal. Las leyes
las aprueban políticos que negocian con otros políticos sobre el contenido
político de cada artículo político para que otros políticos de otro poder
político administre los medios políticos para que se efectivicen las políticas.
¿En qué lugar se supone que la culpa de la delincuencia es nuestra? Pasó el
menemismo, pasó el delarruísmo, pasó el duhaldismo, pasó el kirchnerismo y
seguimos con la misma canción de siempre: que los delincuentes roban porque no
tienen otros recursos.
Por suerte para nosotros existió el kirchnerismo, que
reventó todo soporte del discurso progresista en materia penal. Si la pobreza
la extinguieron con magia y el delito siguió en aumento hay dos opciones: la
primera, los números fueron dibujados con crayón; la segunda, la falta de
oportunidades no tiene demasiado que ver con la delincuencia. Para cerrar la
ecuación, el nivel de choreo que hemos presenciado a nivel Estado, en el que
llegamos a ver lanzadores de bolsos, monjas truchas en conventos menos creíbles
que un Corsa Nunca Taxi, y tipos que pusieron en evidencia que hay cosas que el
dinero no puede comprar y una de esas es el buen gusto de no tener un dragón de
chapa en tu jardín de lujo, nos lleva a pensar que oportunidades sobraron. Y
fueron aprovechadas todas y cada una de ellas por tipos que tuvieron educación
primaria, secundaria y, en su mayoría, universitaria.
Un tipo cuyo curriculum académico entra en un ticket de almacén
de barrio se enoja porque el periodismo y la sociedad cuestionan que sus hijos
estén cobrando en el Estado el doble que cualquier médico del mismo Estado sin
haberse presentado a concurso ni con la necesidad de tener que cumplir
guardias, cagarse a trompadas con los pacientes o correr el riesgo de perder la
matrícula por el mínimo error. Enojado, muestra los títulos de bachiller de sus
pibes y pretende que con eso alcance para no reventarlos a puteadas.
Un juez federal allana un taller, detiene al dueño y su
esposa, y secuestra toda la maquinaria, además de miles de pantalones, algunos
terminados, otros casi. Sin que nadie explique cómo se enteraron, se presentan
un sindicalista en compañía de otro tipo que, dependiendo de qué tenga que
hacer, dice que es legislador, titular de una ONG, o lobbysta de jueces en el
Vaticano. Ambos piden que les entreguen las maquinas como “depositarios
judiciales”. El juez se las da. La Cámara Federal anula todo, ordena la falta
de mérito de los imputados, le quita la causa al juez y le da intervención a
otro magistrado. Con todo anulado, les piden a los depositarios que devuelvan
las máquinas. Faltan algunas. El juez forma nueva causa por malversación y la
manda a otro juzgado. En ese otro juzgado investigan y citan a indagatoria a
los imputados, quienes no se presentan. Uno de ellos tiene cosas más
importantes que hacer, como dar conferencias sobre “la utilización con fines
sociales de los bienes incautados a la mafia” en compañía del ministro de
Justicia de la Nación. Sí, el mismo ministro que debería diseñar las políticas
para intentar que, en el marco de la independencia de poderes, los juzgados no
sean la joda loca que son.
Si tenemos Códigos escritos es para reducir al mínimo las
interpretaciones. La Constitución Nacional dice que nadie es culpable hasta que
se demuestre lo contrario, pero en el mismo momento en el que un juez entrega
lo secuestrado a terceros para que dispongan “con fines sociales” ya condenó.
Sin juicio, sin sentencia. Y si saliste porque no te pudieron probar nada y no
te devuelven tus herramientas de laburo, jodete o comprate un rosario.
Aún recuerdo cuando en la provincia hubo una guerra de
interpretaciones judiciales sobre si correspondía decir que era “arma” la
utilizada por un chorro si la misma no funcionaba. El debate era divino, porque
aparentemente una de las partes pretendía que la víctima del robo pregunte si
la pistola funciona antes de decidir si entregaba todo al asaltante.
Son tantas las cosas que vemos y vivimos a diario que
Michael Douglas en Un día de furia nos resulta un pecho frío. ¿Cómo no entender
que alguien se saque si todos estamos al borde del colapso permanentemente y
sólo zafamos porque no nos tocó el detonante? No puedo justificar ningún acto
de justicia por mano propia, pero tampoco puedo dejar de comprenderlos.
La última vez que me asaltaron y no fue la AFIP, estaba en
un tren. Me tajearon el cuello a la altura de la yugular con una botella rota
luego de patearme la cabeza. Se llevaron un celular. Si me preguntaban en el
momento, quería matarlos a todos. Una bomba atómica no me alcanzaba para el
nivel de bronca contenida e impotente que sentía. El que diga que no atravesó
ese sentimiento nunca en su vida, miente o vive en Dinamarca, si hasta el
progre más progre ha sentido la necesidad de que les garanticen la impunidad
por cinco minutos.
Lo gracioso es que no estoy de acuerdo con que se dé,
siquiera, el debate por la pena de muerte en Argentina. Nunca pude llegar a
preguntarme si estoy a favor o en contra por cómo funciona nuestro sistema: son
estos mismos jueces que encanan a inocentes los que deberían decidir si alguien
debe morir o no.
Estamos en una dicotomía permanente entre creer en Dios y
putearlo por los terremotos, el hambre en el mundo y los tipos mala leche, sin
darnos cuenta que, incluso en caso de creer en Él, existen las placas tectónicas,
los países inviables y la gente a la que no abrazaron los suficiente de chicos
y hoy necesitan sentirse porongas antes que queridos. Creer en la Justicia es
similar: es tener fe en algo superior a nosotros, una construcción del hombre
idealizada por el hombre y convertida en ente que todo lo ve. La Justicia es el
dios de los racionalistas contractualistas. Pero como todo lo que tocamos en
este país, nuestra Justicia es algo así como, digamos, Papá Noel: tampoco
existe físicamente pero durante un buen tiempo creemos en ella ciegamente a
pesar de que consiste en algo administrado por el mismo tipo que nos garantiza
la subsistencia por amor u obligación, que nos da lo que creemos merecer sin
importar que realmente hayamos hecho mérito para ello. Curiosamente, dejamos de
creer de la forma más dolora y maduramos de golpe. Sin embargo, en donde habita
lo que llamamos “niño interior”, ese patio de atrás donde tiramos nuestros
ideales cuando ya no nos quedan, todavía soñamos con que existe.
Ahora, con una Justicia que no nos genera confianza ni para
aplicar la pena de cosquillas y de la cual la Argentina divide su experiencia
entre los que fueron perjudicados y quienes están por serlo, no pretendan otra
cosa del vecino común. Después de todo, el contractualismo social fue creado
para que el hombre se relaje y se dedique a vivir y producir para la
supervivencia y mantenimiento del Estado que, a cambio de unos impuestos
hermosos, le garantiza que nadie lo joda para que siga produciendo. Nadie
muerto produce. Nadie aporta producción si se la roban. Y en un país en el que
nos acostumbramos a pagar con nuestros impuestos la salud, la educación y la
seguridad para terminar enviando a nuestros hijos a un colegio privado para que
aprendan algo, y pagamos una prepaga para no cagarnos muriendo en un hospital,
era de esperarse que el tercer paso sea que la gente empiece a hacerse cargo de
lo que el Estado no le da.
¿Qué esperaban, que abracen a los asesinos? ¿Que el que
sufrió 19 robos en once meses se banque 19 más a ver si el clima mejora para el
año que viene? Parece joda tener que justificar obviedades como que la
propiedad privada también es derecho humano elemental. Pero te chorean una vez,
te chorean dos, te chorean quince, te matan a un vecino, te golpean a tu pibe
por un par de zapatillas, te sacan el auto, te vacían la caja registradora y a
fin de mes tenés que pagar los servicios, los impuestos y todo lo que los
impuestos nunca te dieron. ¿En serio quieren que el ciudadano común se lo tome
con calma? ¿En serio?
Justicia es darle a cada uno lo que le corresponde. Y en un
contexto en el que ningún árbitro parece tener ganas de determinar un ganador,
las peleas son a muerte. ¿Está bien? Y, en una sociedad conviviente bajo un
Estado organizado que garantice lo que debe garantizar, no, no está bien. ¿Es
culpa de la actual gestión gubernamental? Está claro que todavía no se les
puede tirar por la cabeza el resultado de décadas de marginalidad estructural.
Pero lo que sí podrían hacer es no salir a responder boludeces como que “las
leyes tienen que ser justas, no duras”.
En cuanto a seguir criticando al que se defiende como puede,
como le sale, van dos últimas cositas: los que tienen entrenamiento para saber
cuál es el límite legítimo de una defensa personal o de terceros, son los tipos
de uniforme a los que el Estado les paga un sueldo para proteger y servir. No
le pidan eso a los vecinos, no sean hipócritas. Tildar de facho a quien se
harta, lo puedo entender de quien desconoce la historia, mas no de un educado:
el fascismo, por definición, necesita de un Estado híperpresente y asfixiante,
cuando en materia de seguridad urbana el Estado dijo que iba a comprar puchos y
nunca más volvió. La justicia por mano propia es volver a un estado previo al
Estado.
Domingo. “El mayor crimen está ahora no en los que matan,
sino en los que no matan pero dejan matar”, decía Ortega mientras Gasset lo
aplaudía.
© blogs.perfil.com / Publicado por Lucca
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