Por Pablo Mendelevich |
Como se sabe, el peronismo es el más litúrgico de los
movimientos políticos argentinos. Tiene instrumento propio, el bombo, una
efemérides sacra consagrada a la lealtad y cierto sentido de pertenencia
movimientista que es cuasi religioso. Menea su martirologio, venera a Evita,
monopoliza el patriotismo, practica la necrofilia y siempre que puede entrega
una enseñanza profética del general, entona la marchita para inocularle fe a
sus actos y perpetúa en las paredes el dibujo de la P abrazada por la V, que alguna
vez advirtió y amenazó en una misma pincelada que Perón volvería. Hoy exuda
vocación de eternidad.
Es cierto, con el correr de las décadas -el peronismo ya
cursa la octava- parte de esa liturgia se ajó. Sucede con las Veinte Verdades
Peronistas, cada vez menos citadas. Entre otras cosas porque la cuarta,
"hay una sola clase de hombres, los que trabajan", además de
discriminar a la mujer podría ofender al millón y medio de desocupados y a los
dos millones de subocupados, sin contar eventuales controversias sobre la
hombría de quienes encabezan los dieciocho millones de argentinos que
sobreviven gracias a planes sociales.
Lo de que el peronismo es "cuasi religioso" no es
algo que dejó dicho el almirante Isaac Rojas. Lo explicaba Antonio Cafiero, el
más longevo ministro del primer Perón, ascendido ahora que ya no está, quizás
un poco tarde, al grado de líder iluminador. Un modelo intachable de la
resignificación peronista, dicen, pese a que cuando Perón y sus herederos
hicieron sucesivos castings de presidenciables a él lo descartaron sin
cortesías. Prefirieron a Cámpora, Lastiri e Isabel. A Luder. Y como broche del
descarte de Cafiero, a Menem.
Cafiero, aclaremos, se había hecho querer y respetar hace
mucho por los más diversos sectores peronistas y también por muchos dirigentes
de otras fuerzas políticas, como lo probaban sus legendarios cumpleaños de
amplio espectro ideológico en San Isidro. La novedad, el martes pasado, fue que
un peronismo amorfo y disgregado pero significativo le endosó postmortem, con
propósitos coyunturales, el mérito mayor que se puede tener en una fuerza
refractaria al llano: el de haberla sacado de allí para devolverla a su hábitat
natural, el poder. A nadie pareció importarle mucho el detalle de que la vuelta
al poder significó apuntalar los diez años y medio de transfiguración del
peronismo en neoliberalismo, por decirlo con el mote con el que los propios
peronistas evocan, generalmente indignados, los noventa, restándose ellos de la
escena, desde luego. Es cierto que Cafiero encarnó el 6 de septiembre de 1987
en la provincia de Buenos Aires el desquite por la derrota nacional de 1983,
aquella de Luder-Bittel que al peronismo le había roto el invicto. En 1987 el
PJ recuperó cuatro provincias que estaban en manos radicales: además de Buenos
Aires, Misiones, Entre Ríos y Mendoza. Con lo cual el peronismo controlaba 17
provincias y conseguía 104 diputados, incluido un subproducto de la Renovación
poco recordado el martes último: el diputado Domingo Cavallo. Es que los
capitanes de la Renovación original habían sido hacia 1985 algunos más que
Cafiero: José Manuel De la Sota (padre político de Cavallo), Carlos Grosso y el
todavía patilludo Menem, entre otros.
Está visto que además de litúrgico, el peronismo dispone de
un mecanismo evolutivo que se nutre de su propio pasado. Para recomponerse, de
vez en cuando echa mano a fragmentos de su propia historia, que es generosa.
Pero como la historia nunca se repite tal cual y el contexto tiene la manía de
cambiar, las extrapolaciones suelen ser más ortopédicas que genuinas. Ahora
tenemos un sector peronista en vías de radicalización, el kirchnerismo puro,
que recoge de los sesenta la épica de la "resistencia", y otro sector
peronista, formado por dirigentes de distintas cepas en tren de deskirchnerizarse,
también cultor del estilo retro, pero ochentosa. Peronismo vintage en
abundancia. Hay quienes aseguran que Borges dijo que el peronismo tiene todo el
pasado por delante.
El léxico es elocuente, no precisamente a favor de acertados
paralelismos históricos. Se dice "resistencia" como si con Macri se
hubiera renovado el tutelaje militar de los tiempos de la Guerra Fría, cuando
el peronismo estaba proscripto, y se habla de "renovación" como si
Lorenzo Miguel, Vicente Saadi y Herminio Iglesias hubieran reencarnado en los
Kirchner y Scioli fuera otro Luder. El caso más burdo de aprovechamiento de
marcas lustrosas, si bien apenas en el terreno de la anécdota, es el de los
intendentes capitaneados por Martín Insaurralde y Gabriel Katopodis, que se hace
llamar Grupo Esmeralda, algo de tan corta imaginación como si apareciera un
servicio de cartas románticas por encargo y se pusiera Grupo de Boedo. Liderado
por el sociólogo Juan Carlos Pontantiero, el Grupo Esmeralda estaba conformado
por prestigiosos intelectuales. Se formó poco después de la reinstauración de
la democracia para asesorar al presidente Alfonsín y no funcionó con la
organicidad partidaria que más tarde tendría Carta Abierta sino como un think
tank de debate interno. Difícil entender el sentido del plagio.
En la cultura peronista, la Resistencia, así con mayúscula,
tiene considerable prestigio porque remite al sabotaje y a la agitación
sindical más o menos violenta, contestataria, a su juicio heroica, que arrancó
con la Revolución Libertadora, tuvo un breve intervalo para votar por Frondizi,
y se reanudó poco después de instalado el gobierno de la UCRI, cuando el
peronismo se sintió traicionado. En nombre de la Resistencia se siguieron
quemando autos hasta el mismo día de la asunción de Cámpora para repudiar al
general Lanusse, aunque también se había repudiado y fustigado antes, con
sostenido esmero, a Arturo Illia y, desde luego, a Onganía, primero bienvenido
y luego sacudido con el Cordobazo.
La Renovación Peronista, en cambio, no podría decirse que
formó parte del acervo litúrgico. Hasta ahora parecía sólo asociada a sectores
peronistas proclives a identificarse con la defensa de la democracia y con el
orden republicano. Cuando fue la sucesión de congresos partidarios antagónicos
(Teatro Odeón, Río Hondo, Santa Rosa) las banderas de la Renovación eran la
democracia interna en el justicialismo -en oposición a los acuerdos de cúpulas-
y la reducción del poder de las 62 Organizaciones en el campo político.
Paradojas peronistas, lo que acabó matando a la Renovación
fueron las únicas elecciones internas que hubo en toda la historia del PJ para
determinar la fórmula presidencial. Sus cuatro protagonistas, Menem y Eduardo
Duhalde, por un lado, y Cafiero y De la Sota por el otro, eran renovadores, y
el logro de la democracia interna también lo era. La primera fórmula venció a
la segunda por 53 a 45. Cafiero, que presidía el partido, perdió caracterizado
como un candidato más socialdemócrata que peronista, mientras Menem
reconfiguraba a parte de la ortodoxia detrás suyo y debilitaba los argumentos
de quienes querían actualizar al Movimiento.
De todo aquello lo único concreto que quedó fue la vuelta
del peronismo al poder. Peronismo neoliberal pero peronismo al fin. Quizás la
verdadera nostalgia de quienes el martes
pasado honraron a Cafiero, exaltaron la unidad indiscriminada y sin mencionar
proyecto político alguno conjugaron con fervor la redundancia que los anima:
volver a volver.
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