Por Santiago Segurola
Sospechamos que Messi tiene muchos amigos en Argentina, pero
escuchamos más a sus enemigos. Después de marcar el gol de la victoria frente a
Uruguay, que ahora mismo es el hueso de la fase de clasificación en la zona
sudamericana, Messi no jugó en Caracas. Lo impidió una pubalgia puesta en duda
por sus detractores, que vienen de lejos, de cuando decían que Messi se subía
al avión en Barcelona y a Buenos Aires llegaba su hermano.
Nunca en la historia
del fútbol se ha conocido una falta de respeto semejante a un jugador, porque
la burla no se dirige a un cualquiera, sino a una leyenda con botas.
Messi es bastante más que un gigante del fútbol. Es su
dramática convivencia con la argentinidad lo que le vuelve todavía más
admirable. En ningún lugar se le cuestiona tanto, y con tanto rencor, como en
su país. Es un sector bronco, oportunista y malicioso que siempre encuentra
motivos para descalificarle. Han pasado diez años de magisterio y persiste la
cacería. No acabará nunca.
No se puede entender la malsana fijación sin multiplicar el
aprecio por Messi, sometido a un acoso que trasciende el aspecto crítico. Nada
hay de criticable en el debate futbolístico, aunque se antojen sorprendentes
las críticas a un jugador que en Europa ha alcanzado un rango mítico. El
problema es de otra clase: Messi siempre sirve como coartada negativa, de la
misma manera que a Maradona siempre se le utiliza con argumentos favorables. Es
un genio, es un patriota, ganó el Mundial y derrotó a los ingleses.
No se trata de la comparación estrictamente futbolística
entre los dos jugadores, comparación que ha planeado sobre la carrera de Messi
desde su irrupción en el Barça. Quizá ahí comience la ofensiva de unos críticos
que confunden el tocino con la velocidad. No ha habido un jugador con más
voluntad de demostrar su argentinidad que Leo Messi y, sin embargo, ese deseo
febril no se ha correspondido con el reconocimiento general en su país.
Hay algo de sospechoso en ese jugador al que no se le vio
jugar en la liga argentina. Es una cuestión que excede el nacionalismo. Di
Stéfano jugó en la selección española y nadie le criticó. Al contrario, hasta
su muerte fue ídolo en su país. Messi pudo jugar con España, pero se negó a
aceptar la propuesta. Se sentía argentino hasta la médula, movido por el más
potente motor del patriotismo, que es la nostalgia del emigrante. Nunca
conmovió a sus críticos esa angustia de Messi por sentirse querido y aceptado
en su país. Desde esa perspectiva, es mucho más interesante la adscripción de
Messi a su país que la de Maradona, ídolo desde niño en Argentina.
Las últimas críticas han vuelto a incidir en el asunto
patriótico. Si no jugaba contra Venezuela pero sí frente al Alavés, sería una
traición a Argentina. No hay descanso en la ofensiva, y es un blanco fácil.
Vive y juega lejos. Ni el peróxido ni los tatuajes le van a convertir en un
ídolo macho. Messi, que no tiene la vocación de prócer que rezumaba Maradona,
es el objetivo perfecto para los mediocres que se empeñan en conceder carnés de
patriotismo. Lo que deberían darle es un buen equipo, una buena federación y
unos buenos dirigentes para acompañarle en su magisterio. Esa, y no otra, es la
verdadera patria de Leo Messi.
© La Vanguardia
(España)
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