Por James Neilson |
Hay
que suponer que a Mauricio Macri le encantan las cumbres cosmopolitas que se
celebran en lugares como Davos o, para la reunión más reciente del “Grupo de
los 20”, en Hangzhou que, según Marco Polo, en su momento era “la ciudad más
elegante del mundo” pero que en la actualidad es sólo otra megalópolis oriental
que fue vaciada de una parte de sus 9 millones de habitantes para que los
ilustres visitantes no tuvieran que enfrentar manifestaciones organizadas por
luchadores sociales chinos que, por raro que parezca, a menudo provocan
disturbios violentos.
A diferencia de Cristina, Macri habla inglés y, para más
señas, no se siente constreñido a bajar línea a sus homólogos, de suerte que
puede aprovechar una oportunidad para relajarse, charlar amablemente con gente
como uno y escuchar las palabras de elogio que le dedican personajes tan
eminentes como Barack Obama y Xi Jinping.
Si el destino de su gestión dependiera de los poderosos del mundo, sería un éxito fulminante, ya que todos parecen convencidos de que está haciendo las cosas muy bien pero, desgraciadamente para Macri, la realidad argentina es bastante distinta de la percibida desde una montaña suiza o la costa china. De regreso a casa, Macri tiene que preocuparse por el rencor sin límites de kirchneristas que temen terminar sus días entre rejas, las maniobras de jueces resueltos a encargarse de la economía por motivos supuestamente humanitarios, políticos que quieren bloquear las importaciones para impedir que otros países nos vendan chucherías que podrían confeccionar las pymes locales, sindicalistas que reclamen aumentos salariales ya y los muchos progres que lo creen un ultraderechista neoliberal desalmado.
En el exterior, los dignatarios del establishment internacional festejan a Macri porque ven las ventajas que tiene la Argentina y dan por descontado que cualquier presidente más o menos cuerdo estará en condiciones de curarla muy pronto de los males que la mantienen postrada. Subestiman las dificultades planteadas por una cultura política, para ellos exótica, que, para emplear una definición que se puso en boga un par de años atrás, es mucho más “extractiva” que productiva, una en que le corresponde al gobierno de turno repartir lo ya existente sin perder el tiempo pensando en asuntos feos como la necesidad de asegurar el crecimiento sostenible en un mundo que se ha hecho ferozmente competitivo.
Macri
sabe que no puede gobernar en contra del grueso de la clase política nacional.
Tiene que aliarse coyunturalmente con los defensores instintivos de un statu
quo nada satisfactorio con el cual, a pesar de todo, se sienten firmemente
comprometidos, lo que es comprensible por tratarse en buena medida de su propia
obra. En un esfuerzo por seducir a los conscientes de que al país le convendría
ensayar algunos cambios importantes, Macri ha hecho una concesión tras otra,
pero a menos que tenga mucho cuidado terminará siendo un miembro más de una
“casta” populista que, a juzgar por los resultados concretos, ha fracasado de
manera casi tan catastrófica como la de Venezuela.
Asimismo, si bien le es muy lindo sentirse respetado por los mandatarios de países como Estados Unidos y China, o sea, la superpotencia reinante y su presunto rival geopolítico y económico, a Macri le gustaría que las palabras de aliento se vieran acompañadas por inversiones cuantiosas. Sin embargo, mientras que regímenes comunistas como el soviético subsidiaban a sus correligionarios en otras partes del planeta por razones exclusivamente políticas, los capitalistas –entre ellos el nominalmente comunista de China–, prefieren dejar todo en las manos del mercado que, desafortunadamente, siguen siendo casi invisibles. Fieles a su propia lógica, antes de arriesgarse los empresarios y financistas del mundo rico o, en el caso de China, con mucho dinero en las arcas, quieren ver al gobierno de Macri consolidarse en el poder para entonces llevar a cabo las muchas reformas que a su juicio serían precisas para que la Argentina se convirtiera en un “país normal”.
Desde el punto de vista de quienes están en condiciones de invertir lo necesario para que los ajustes sean políticamente viables, lo que está sucediendo en el país es inquietante. Además de aquellos kirchneristas que creen que cualquier gobierno que no se someta a la voluntad de Cristina es forzosamente ilegítimo, están movilizándose los estatales que temen perder lo conquistado en el transcurso de la larga década ganada, de ahí la “marcha federal” imponente que celebraron una semana atrás, los sindicatos que podrían organizar algunos paros generales porque es lo que suelen hacer cuando un intruso ocupa la casa de Perón, y los jueces militantes cuya conducta alarma a los no familiarizados con las a menudo excéntricas tradiciones jurídicas nacionales. Así, pues, está gestándose una alianza conservadora de distintas fuerzas que comparten la convicción de que hay que frustrar los intentos de Cambiemos por desmantelar el orden corporativista en el que la Argentina se ve atrapada como una mosca en una telaraña viscosa.
Aunque el consenso es que el país sufre de una multitud de problemas sumamente graves que le convendría tratar de resolver, también está difundido el temor a perder lo mucho, o lo poco, que uno aún tiene. En las semanas que siguieron a las elecciones del año pasado, los partidarios de un viraje existencial, que sería de suponer permitiría al país dejar atrás más de medio siglo de decadencia generalizada, parecieron estar ganando la batalla cultural que está librándose en la mente colectiva, pero no bien se puso en marcha el programa de los macristas, comenzaron a recuperar terreno los deseosos de frenarlo. Si sólo fuera cuestión de la furia de kirchneristas despechados, el gobierno de Cambiemos no tendría por qué preocuparse, ya que son cada vez menos los tentados a pasar por alto la corrupción sistemática que es su marca de fábrica, pero ocurre que hay muchos más.
Entre los contrarios a lo que se han propuesto los macristas y, aunque sólo sea por resignación, los radicales y otros que conforman el oficialismo, están empresarios, que tienen buenos motivos para querer mantener cautivo el mercado nacional, sindicalistas cuyo propio destino personal depende de su combatividad, policías acusados de pactar con delincuentes, operadores políticos acostumbrados a aprovechar las penurias ajenas, subsidiados que dependen de “planes”, estatales, juristas, clérigos y otros, muchos otros. Por lo común, tales personas entienden que para prosperar, la Argentina necesitaría un sinnúmero de cambios profundos, pero temen encontrarse entre los perdedores en el caso de que el país finalmente lograra quitarse el chaleco de fuerza corporativista.
La ansiedad que tantos sienten puede entenderse; de “modernizarse” las estructuras nacionales, algunos que están conformes con su situación actual resultarían incapaces de adaptarse a las nuevas exigencias. A la larga, la mayoría se beneficiaría si la Argentina lograra metamorfosearse en el tigre latinoamericano previsto por Macri y sus adherentes más entusiastas, pero mientras tanto muchos se verían obligados a ajustarse personalmente, lo que no les sería del todo grato.
A
menos que la economía levante cabeza en los meses próximos, lo que, por
fortuna, parece factible, el proyecto macrista que ha merecido el aplauso de
Obama y otros que se ubican en el lado izquierdo del panorama ideológico de los
países desarrollados podría empantanarse. Si bien muchos juran querer que a
Macri le vaya bien, quienes hablan así ya están procurando debilitarlo,
tratándolo como un aficionado torpe que, por no haber aprendido el catecismo
peronista, todos los días comete errores imperdonables.
Los gobiernos que han querido pilotear la Argentina para que por fin saliera del mar de los Sargazos en que está moviéndose en círculos desde la primera mitad del siglo pasado siempre han sido propensos a privilegiar la macroeconomía, pero los problemas más urticantes suelen ser los microeconómicos, sociales y culturales. En algunos países como China y el Japón, los decididos a impulsar el crecimiento son detallistas; entienden que el progreso es la consecuencia acumulativa de una serie de mejoras a primera vista menores y, felizmente para ellos, cuentan con la ayuda de la mayoría.
¿Tendrá la misma suerte el gobierno macrista? Es de temer que no. Para los veteranos de mil batallas sindicales o políticas, y para muchos jóvenes contestatarios, luchar contra el cambio propuesto por el gobierno es más glamoroso y emocionante de lo que sería tratar de impulsarlo. El centrismo pragmático les parece aburrido. Aunque en todas partes las recetas izquierdistas reivindicadas por los progresistas, sobre todo las supuestamente “revolucionarias”, han resultado ser contraproducentes, en muchas partes de América latina el relato que sirve para justificarlas ha conservado todo su atractivo. Para quienes son expertos consumados en el arte de fingir hablar en nombre de los que según ellos no tienen voz, la lucha contra los avatares sucesivos de lo que hoy en día llaman el “neoliberalismo” ha resultado ser una fuente casi inagotable de dinero y prestigio; así las cosas, el que al grueso de sus compatriotas las protestas multitudinarias que saben organizar hayan traído más miseria que justicia social no les preocupa en absoluto.
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