Un texto de José
Ingenieros
La hipocresía es el arte de amordazar la dignidad; ella hace
enmudecer los escrúpulos en los hombres incapaces de resistir la tentación del
mal. Es falta de virtud para renunciar a éste y de coraje para asumir su
responsabilidad. Es el guano que fecundiza los temperamentos vulgares,
permitiéndoles prosperar en la mentira: como esos árboles cuyo ramaje es más
frondoso cuando crecen a inmediaciones de las ciénagas.
Hiela, donde ella pasa, todo noble germen de ideal: zarzagán
del entusiasmo. Los hombres rebajados por la hipocresía viven sin ensueño,
ocultando sus intenciones, enmascarando sus sentimientos, dando saltos como el
eslizón; tienen la certidumbre íntima, aunque inconfesa, de que sus actos son
indignos, vergonzosos, nocivos, arrufianados, irredimibles. Por eso es
insolvente su moral: implica siempre una simulación.
Ninguna fe impulsa a los hipócritas; no sospechan el valor
de las creencias rectilíneas. Esquivan la responsabilidad de sus acciones, son
audaces en la traición y tímidos en la lealtad. Conspiran y agreden en la sombra,
escamotean vocablos ambiguos, alaban con reticencias ponzoñosas y difaman con
afelpada suavidad. Nunca lucen un galardón inconfundible: cierran todas las
rendijas de su espíritu por donde podría asomar desnuda su personalidad, sin el
ropaje social de la mentira.
En su anhelo simulan las aptitudes y cualidades que
consideran ventajosas para acrecentar la sombra que proyectan en su escenario.
Así como los ingenios exiguos mimetizan el talento
intelectual, embalumándose de refinados artilugios y defensas, los sujetos de
moralidad indecisa parodian el talento moral, oropelando de virtud su
honestidad insípida. Ignoran el veredicto del propio tribunal interior;
persiguen el salvoconducto otorgado por los cómplices de sus prejuicios
convencionales.
El hipócrita suele aventajarse de su virtud fingida, mucho
más que el verdadero virtuoso. Pululan hombres respetados en fuerza de no
descubrírseles bajo el disfraz; bastaría penetrar en la intimidad de sus
sentimientos, un solo minuto, para advertir su doblez y trocar en desprecio la
estimación. El psicólogo reconoce al hipócrita; rasgos hay que distinguen al
virtuoso del simulador, pues mientras éste es un cómplice de los prejuicios que
fermentan en su medio, aquél posee algún talento que le permite sobreponerse a
ellos.
Todo apetito numulario despierta su acucia y le empuja a
descubrirse. No retrocede ante las arterías, es fácil a los besamanos femeninos,
sabe oliscar el deseo de los amos, se da al mejor oferente, prospera a fuerza
de marañas. Triunfa sobre los sinceros, toda vez que el éxito estriba en
aptitudes viles: el hombre leal es con frecuencia su víctima. Cada Sócrates
encuentra su Mélitos y cada Cristo su Judas.
La hipocresía tiene matices. Si el mediocre moral se aviene
a vegetar en la penumbra, no cabe bajo el escalpelo del psicólogo: su vicio es
un simple reflejo de mentiras que infestan la moral colectiva. Su culpa
comienza cuando intenta agitarse dentro de su basta condición, pretendiendo
igualarse a los virtuosos. Chapaleando en los muladares de la intriga, su
honestidad se mancilla y se encanalla en pasiones innoblemente desatadas.
Tórnase capaz de todos los rencores. Supone simplemente honesto, como él, a
todo santo o virtuoso; no descansa en amenguar sus méritos. Intenta igualar
abajo, no pudiendo hacerlo arriba. Persigue a los caracteres superiores,
pretende confundir sus excelencias con las propias mediocridades, desahoga
sordamente una envidia que no confiesa, en la penumbra, ensalobrándose,
babeando sin morder, mintiendo sumisión y amor a los mismos que detesta y
carcome. Su malsinidad está inquietada con escrúpulos que le obligan a
avergonzarse en secreto; descubrirle es el más cruel de los suplicios. Es su
castigo.
El odio es loable si lo comparamos con la hipocresía.
En ello se distinguen la subrepticia medrosidad del
hipócrita y la adamantina lealtad del hombre digno. Alguna vez éste se encrespa
y pronuncia palabras que son un estigma o un epitafio; su rugido es la luz de
un relámpago fugaz y no deja escorias en su corazón, se desahoga por un gesto
violento, sin envenenarle. Las naturalezas viriles poseen un exceso de fuerza
plástica cuya función regeneradora cura prontamente las hondas heridas y trae
el perdón. La juventud tiene entre sus preciosos atributos la incapacidad de
dramatizar largo tiempo las pasiones malignas; el hombre que ha perdido la
aptitud de borrar sus odios está ya viejo, irreparablemente. Sus heridas son tan
imborrables como sus canas. Y como éstas, puede teñirse el odio: la hipocresía
es la tintura de esas canas morales.
Sin fe en creencia alguna, el hipócrita profesa las más
provechosas. Atafagado por preceptos que entiende mal, su moralidad parece un
pelele hueco; por eso, para conducirse, necesita la muleta de alguna religión.
Prefiere las que afirman la existencia del purgatorio y ofrecen redimir las
culpas por dinero. Esa aritmética de ultratumba le permite disfrutar más
tranquilamente los beneficios de su hipocresía; su religión es una actitud y no
un sentimiento. Por eso suele exagerarla: es fanático. En los santos y en los
virtuosos, la religión y la moral pueden correr parejas; en los hipócritas, la
conducta baila en compás distinto del que marcan los mandamientos.
Las mejores máximas teóricas pueden convertirse en acciones
abominables; cuanto más se pudre la moral práctica, tanto mayor es el esfuerzo
por rejuvenecerla con harapos de dogmatismo. Por eso es declamatoria y suntuosa
la retórica de Tartufo, arquetipo del género, cuya creación pone a Moliére
entre los más geniales psicólogos de todos los tiempos. No olvidemos la
historia de ese oblicuo devoto a quien el sincero Orgon recoge piadosamente y
que sugestiona a toda su familia. Cleanto, un joven, se atreve a desconfiar de
él; Tartufo consigue que Orgon expulse de su hogar a ese mal hijo y se hace
legar sus bienes. Y no basta: intenta seducir a la consorte de su huésped. Para
desenmascarar tanta infamia, su esposa se resigna a celebrar con Tartufo una
entrevista, a la que Orgon asiste oculto. El hipócrita, creyéndose solo, expone
los principios de su casuística perversa; hay acciones prohibidas por el cielo,
pero es fácil arreglar con él estas contabilidades; según convenga pueden aflojarse
las ligaduras de la conciencia, rectificando la maldad de los actos con la
pureza de las doctrinas. Y para retratarse de una vez, agrega:
En fin, votre scrupule
est facile á détruire:
Vous étes assurée ici
d'un plein secret,
Et le anal n'est
jamais que dans l'éclat qu'on fait;
Le scandale du monde
est ce que fait l'offenre
Et ce n'est pas pécher
que pécher en silence (*).
Ésa es la moral de la hipocresía jesuítica, sintetizada en
cinco versos, que son su pentateuco.
La del hombre virtuoso es otra: está en la intención y en el
fin de las acciones, en los hechos mejor que en las palabras, en la conducta
ejemplar y no en la oratoria untuosa. Sócrates y Cristo fueron virtuoso.,
contra la religión de su tiempo; los dos murieron a planos de fanatismos que estaban
ya divorciados de toda moral. La santidad está siempre fuera de la hipocresía
colectiva. La exageración materialista de las ceremonias suele coincidir con la
aniquilación de todos los idealismos en las naciones y en las razas; la
historia la señala en la decadencia de las castas gobernantes y dice que el
loyolismo apuntala siempre su degeneración moral. En esas horas de crisis, la
fe agoniza en, el fanatismo decrépito y alienta formidablemente en los ideales
que renacen frente a él, irrespetuosos, demoledores, aunque predestinados con
frecuencia a caer en nuevos fanatismos y a oponerse a ideales venideros.
El hipócrita está constreñido a guardar las apariencias, con
tanto afán como pone el virtuoso en cuidar sus ideales. Conoce de memoria los
pasajes pertinentes del Sartor Resartus; por ellos admira a Carlyle, tanto como
otros por su culto a Los héroes. El respeto de las formas hace que los
hipócritas de cada época y país adquieran rasgos comunes; hay una
"manera" peculiar que trasunta el tartufismo en todos sus adeptos,
como hay "algo" que denuncia el parentesco entre los afiliados a una
tendencia artística o escuela literaria. Ese estigma común a los hipócritas,
que permite reconocerlos no obstante los matices individuales impuestos por el
rango o la fortuna, es su profunda animadversión a la verdad.
La hipocresía es más honda que la mentira: ésta puede ser
accidental, aquélla es permanente. El hipócrita transforma su vida entera en
una mentira metódicamente organizada. Hace lo contrario de lo que dice, toda
vez que ello le reporte un beneficio inmediato; vive traicionando con sus
palabras, como esos poetas que disfrazan con largas crenchas la cortedad de su
inspiración. El hábito de la mentira paraliza los labios del hipócrita cuando
llega la hora de pronunciar una verdad.
Así como la pereza es la clave de la rutina y la avidez es
móvil del servilismo, la mentira es el prodigioso instrumento de la hipocresía.
Nunca ha escuchado la Humanidad palabras más nobles que
algunas de Tartufo; pero jamás un hombre ha producido acciones más disconformes
con ellas. Sea cual fuere su rango social, en la privanza o en la proscripción,
en la opulencia o en la miseria, el hipócrita está siempre dispuesto a adular a
los poderosos y a engañar a los humildes, mintiendo a entrambos. El que se
acostumbra a pronunciar palabras falsas, acaba por faltar a la propia sin
repugnancia, perdiendo toda noción de lealtad consigo mismo. Los hipócritas
ignoran que la verdad es la condición fundamental de la virtud. Olvidan la
sentencia multisecular de Apolonio: "De siervos es mentir, de libres decir
verdad". Por eso el hipócrita está predispuesto a adquirir sentimientos
serviles. Es el lacayo de los que le rodean, el esclavo de mil amos, de un
millón de amos, de todos los cómplices de su mediocridad.
El que miente es traidor: sus víctimas le escuchan
suponiendo que dice la verdad. El mentiroso conspira contra la quietud ajena,
falta al respeto a todos, siembra la inseguridad y la desconfianza. Con mirar
ojizaino persigue a los sinceros, creyéndolos sus enemigos naturales.
Aborrece la sinceridad. Dice que ella es la fuente de
escándalo y anarquía, como si pudiera culparse a la escoba de que exista la
suciedad.
En el fondo sospecha que el hombre sincero es fuerte e
individualista, fincando en ello su altivez inquebrantable, pues su oposición a
la hipocresía es una actitud de resistencia al mal que le acosa por todas
partes. Se defiende contra la domesticación v el descenso común. Y dice su
verdad como puede, cuando puede, donde puede. Pero la sabe decir. Muchos santos
enseñaron a morir por ella.
El disfraz sirve al débil; sólo se finge lo que se cree no
tener. Hablan más de la nobleza los nietos de truhanes; la virtud suele danzar
en labios desvergonzados; la altivez sirve de estribillo a los envilecidos; la
caballerosidad es la ganzúa de los estafadores; la temperancia figura en el
catecismo de los viciosos. Suponen que de tanto oropel se adherirá alguna
partícula a su sombra. Y, en efecto, ésta se va modificando en la constante
labor; la máscara es benéfica en las mediocracias contemporáneas, maguer los
que la usen carezcan de autoridad moral ante los hombres virtuosos. Éstos no
creen al hipócrita, descubierto una vez; no le creen nunca. ni pueden dejar de
creerle cuando sospechan que miente: quien es desleal con la verdad no tiene
por qué ser leal con la mentira.
El hábito de la ficción desmorona a los caracteres
hipócritas, vertiginosamente, como si cada nueva mentira los empujara hacia el
precipicio; nada detiene a una avalancha en la pendiente. Su vida se polariza
en esa abyecta honestidad por cálculo que es simple sublimación del vicio. El
culto de las apariencias lleva a desdeñar la realidad.
El hipócrita no aspira a ser virtuoso, sino a parecerlo; no
admira intrínsecamente la virtud, quiere ser contado entre los virtuosos por
las prebendas y honores que tal condición puede reportarle. Faltándole la osadía
de practicar el mal, a que está inclinado, conténtase con sugerir que oculta
sus virtudes por modestia; pero jamás consigue usar con desenvoltura el
antifaz. Sus manejos asoman por alguna parte, como las clásicas orejas bajo la
corona de Midas. La virtud y el mérito son incompatibles con el tartufismo; la
observación induce a desconfiar de las virtudes misteriosas. Ya enseñaba
Horacio que "la virtud oculta difiere poco de la oscura holgazanería"
(Od. IV, 9, 29).
No teniendo valor para la verdad es imposible tenerlo para la
justicia. En vano los hipócritas viven jactándose de una gran ecuanimidad y
procurando prestigios catonianos: su prudente cobardía les impide ser jueces
toda vez que puedan comprometerse con un fallo. Prefieren tartajear sentencias
bilaterales y ambiguas, diciendo que hay luz y sombra en todas las cosas; no lo
hacen, empero, por filosofía, sino por incapacidad de responsabilizarse de sus
juicios. Dicen que éstos deben ser relativos, aunque en lo íntimo de su mollera
creen infalibles sus opiniones. No osan proclamar su propia suficiencia;
prefieren avanzar en la vida sin más brújula que el éxito, ofreciendo el flanco
y bordejeando, esquivos a poner la proa hacia el más leve obstáculo. Los
hombres rectos son objeto de su acendrado rencor, pues con su rectitud humillan
a los oblicuos; pero éstos no confiesan su cobardía y sonríen servilmente a las
miradas que los torturan, aunque sienten el vejamen: se contraen a estudiar los
defectos de los hombres virtuosos para filtrar pérfidos venenos en el homenaje
que a todas horas están obligados a tributarles. Difaman sordamente; traicionan
siempre, como los esclavos, como los híbridos que traen en las venas sangre
servil. Hay que temblar cuando sonríen: vienen tanteando la empuñadura de algún
estilete oculto bajo su capa.
El hipócrita entibia toda amistad con sus dobleces: nadie
puede confiar en su ambigüedad recalcitrante. Día por día afloja sus
anastomosis con las personas que le rodean; su sensibilidad escasa impídele
caldearse en la ternura ajena y. su afectividad va palideciendo como una planta
que no recibe sol, agostado el corazón en un invierno prematuro. Sólo piensa en
sí mismo, y ésa es su pobreza suprema. Sus sentimientos se marchitan en los
invernáculos de la mentira y de la vanidad. Mientras los caracteres dignos
crecen en un perpetuo olvido de su ayer y piensan en cosas nobles para su
mañana, los hipócritas se repliegan sobre si mismos, sin darse, sin gastarse,
retrayéndose, atrofiándose. Su falta de intimidades les impide toda expansión,
obsesionados por el temor de que su conciencia moral asome a la superficie.
Saben que bastaría una leve brisa para descorrer su
livianísimo velo de virtud. No pudiendo confiar en nadie, viven cegando las
fuentes de su propio corazón: no sienten la raza, la patria, la clase, la
familia, ni la amistad, aunque saben mentirlas para explotarlas mejor. Ajenos a
todo y a todos, pierden el sentimiento de la solidaridad social, hasta caer en
sórdidas caricaturas del egoísmo. El hipócrita mide su generosidad por las
ventajas que de ella obtiene; concibe la beneficencia como una industria
lucrativa para su reputación. Antes de dar, investiga si tendrá notoriedad su
donativo; figura en primera línea en todas las suscripciones públicas, pero no
abriría su mano en la sombra. Invierte su dinero en un bazar de caridad, como
si comprara acciones de una empresa; eso no le impide ejercer la usura en
privado o sacar provecho del hambre ajena.
Su indiferencia al mal del prójimo puede arrastrarle a
complicidades indignas. Para satisfacer alguno de sus apetitos no vacilará ante
grises intrigas, sin preocuparse de que ellas tengan consecuencias imprevistas.
Una palabra del hipócrita basta para enemistar a dos amigos o para distanciar a
dos amante. Sus armas son poderosas por lo invisibles; con una sospecha falsa
puede envenenar una felicidad, destruir una armonía, quebrar una concordancia.
Su apego a la mentira le hace acoger benévolamente cualquier infamia,
desenvolviéndola hasta lo infinito, subterráneamente, sin ver el rumbo ni medir
cuán hondo, tan irresponsable como esas alimañas que cavan al azar sus
madrigueras, cortando las raíces de las flores más delicadas.
Indigno de la confianza ajena, el hipócrita vive
desconfiando de todos, hasta caer en el supremo infortunio de la
susceptibilidad. Un terror ansioso le acoquina frente a los hombres sinceros,
creyendo escuchar en cada palabra un reproche merecido; no hay en ello dignidad,
sino remordimiento. En vano pretendería engañarse a sí mismo, confundiendo la
susceptibilidad con la delicadeza; aquélla nace del miedo y ésta es hija del
orgullo.
Difieren como la cobardía y la prudencia, como el cinismo y
la sinceridad. La desconfianza del hipócrita es una caricatura de la delicadeza
del orgulloso. Este sentimiento puede tornar susceptible al hombre de méritos
excelente toda vez que desdeña dignidades cuyo precio es el servilismo y cuyo
camino es la adulación; el hombre digno exige entonces respeto para ese valor
moral que no manifiesta por los modos vulgares de la protesta estéril, pero
ello le aparta para siempre de los hipócritas domesticados. Es raro el caso.
Frecuentísima es, en cambio, la susceptibilidad del hipócrita, que teme verse
desenmascara-do por los sinceros.
Sería extraño que conservara esa delicadeza, única
sobreviviente al naufragio de las demás. El hábito de fingir es incompatible
con esos matices del orgullo; la mentira es opaca a cualquier resplandor de
dignidad. La conducta de los tartufos no puede conservarse adamantina; los expedientes
equívocos se encadenan hasta ahogar los últimos escrúpulos. A fuerza de pedir a
los demás sus prejuicios, endeudándose moralmente con la sociedad, pierden el
temor de pedir otros favores y bienes materiales, olvidando que las deudas
torpemente acumuladas esclavizan al hombre. Cada préstamo no devuelto es un
nuevo eslabón remachado a su cadena; se les hace imposible vivir dignamente en
una ciudad donde hay calles que no pueden cruzar y entre personas cuya mirada
no sabrían sostener. La mentira y la hipocresía convergen a estos
renunciamientos, quitando al hombre su independencia. Las deudas contraídas por
vanidad o por vicio obligan a fingir y engañar; el que las acumula renuncia a
toda dignidad.
Hay otras consecuencias del tartufismo. El hombre dúctil a
la intriga se priva del cariño ingenuo. Suele tener cómplices, pero no tiene
amigos; la hipocresía no ata por el corazón, sino por el interés.
Los hipócritas, forzosamente utilitarios y oportunistas,
están siempre dispuestos a traicionar sus principios en homenaje a un beneficio
inmediato; eso les veda la amistad con espíritus superiores. El gentil hombre
tiene siempre un enemigo en ellos, pues la reciprocidad de sentimientos sólo es
posible entre iguales; no puede entregarse nunca a su amistad, pues acecharán
la ocasión para afrentarlo con alguna infamia, vengando su propia inferioridad.
La Bruyére escribió una máxima imperecedera: "En la amistad desinteresada
hay placeres que no pueden alcanzar los que nacieron mediocres"; éstos
necesitan cómplices, buscándolos entre los que conocen esos secretos resortes
descritos como una simple solidaridad en el mal. Si el hombre sincero se
entrega, ellos aguardan la hora propicia para traicionarlo; por eso la amistad
es difícil para los grandes espíritus y éstos no prodigan su intimidad cuando
se elevan demasiado sobre el nivel común. Los hombres eminentes necesitan
disponer de infinita sensibilidad y tolerancia para entregarse; cuando lo
hacen, nada pone límites a su ternura y devoción.
Entre nobles caracteres la amistad crece despacio y prospera
mejor cuando arraiga en el reconocimiento de los méritos recíprocos; entre
hombres vulgares crece inmotivadamente, pero permanece raquítica, fundándose a
menudo en la complicidad del vicio o de la intriga. Por eso la política puede
crear cómplices, pero nunca amigos; muchas veces lleva a cambiar éstos por
aquéllos, olvidando que cambiarlos con frecuencia equivale a no tenerlos.
Mientras en los hipócritas las complicidades se extinguen con el interés que
las determina, en los caracteres leales la amistad dura tanto como los méritos
que la inspiran.
Siendo desleal, el hipócrita es también ingrato. Invierte
las fórmulas del reconocimiento: aspira a la divulgación de los favores que
hace, sin ser por ello sensible a los que recibe. Multiplica por mil lo que da
y divide por un millón lo que acepta. Ignora la gratitud -virtud de elegidos-,
inquebrantable cadena remachada para siempre en los corazones sensibles por los
que saben dar a tiempo y cerrando los ojos.
A veces resulta ingrato sin saberlo, por simple error de su
contabilidad sentimental. Para evitar la ingratitud ajena sólo se le ocurre no
hacer el bien: cumple su decisión sin esfuerzo, limitándose a practicar sus
formas ostensibles, en la proporción que puede convenir a su sombra. Sus
sentimientos son otros: el hipócrita sabe que puede seguir siendo honesto
aunque practique el mal con disimulo y con desenfado la ingratitud.
La psicología de Tartufo sería incompleta si olvidáramos que
coloca en lo más hermético de sus tabernáculos todo lo que anuncia el florecer
de pasiones inherentes a la condición humana. Frente al pudor instintivo, casto
por definición, los hipócritas han organizado un pudor convencional, impúdico y
corrosivo. La capacidad de amar, cuyas efervescencias santifican la vida misma,
eternizándola, les parece inconfesable, como si el contacto de dos bocas
amantes fuera menos natural que el beso del sol cuando enciende las corolas de
las flores.
Mantienen oculto y misterioso todo lo concerniente al amor,
como si el convertirlo en delito no acicateara la tentación de los castos; pero
esa pudibundez visible no les prohíbe ensayar invisiblemente las abyecciones
más torpes. Se escandalizan de la pasión sin renunciar al vicio, limitándose a
disfrazarlo o encubrirlo. Encuentran que el mal no está en las cosas mismas,
sino en las apariencias, formándose una moral para sí y otra para los demás,
como esas casadas que presumen de honestas aunque tengan tres amantes y
repudian a la doncella que ama a un solo hombre sin tener marido.
No tiene límites esta escabrosa frontera de la hipocresía.
Celosos catones de las costumbres, persiguen las más puras exhibiciones de
belleza artística. Pondrían una hoja de parra en la mano de la Venus Medicea,
como otrora injuriaron telas y estatuas para velar las más divinas desnudeces
de Grecia y del Renacimiento. Confunden la castísima armonía de la belleza
plástica con la intención obscena que los asalta al contemplarla. No advierten
que la perversidad está siempre en ellos, nunca en la obra de arte.
El pudor de los hipócritas es la peluca de su calvicie
moral.
(*) Finalmente, vuestro escrúpulo es fácil de destruir: Estáis
asegurada aquí de, un pleno secreto, y el mal no está más que, en el ruido que
se hace; el escándalo del mundo es lo que hace la ofensa y no, es pecar pecar
en silencio.
De El Hombre Mediocre (CAPÍTULO III - LOS VALORES MORALES)
Selección y
transcripción: Agensur.info
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