domingo, 4 de septiembre de 2016

La guerra del burkini

Por James Neilson
Para perplejidad y, en algunas partes del mundo, para diversión de los demás, en Francia los intelectuales y políticos más destacados están celebrando un gran debate ético, ideológico y hasta geopolítico en torno a un traje de baño. No es un asunto menor. Está en juego el destino de un país clave de la Unión Europea; el proyecto comunitario, ya debilitado por el resultado del referéndum británico, depende más que nunca de la voluntad colectiva de los franceses. 

De triunfar la nacionalista Marine Le Pen en las elecciones del año que viene, no podría sino oponerse visceralmente a la política de fronteras abiertas reivindicada, si bien de manera cada vez más vacilante, por Alemania, aliándose no sólo con los independentistas británicos sino también con los húngaros y otros de Europa central y oriental que se niegan a permitir la entrada de musulmanes.

Por ser cuestión de un tema muy espinoso, cuando los políticos y referentes intelectuales franceses aluden a lo difícil que le ha resultado a su país hacer que musulmanes, cristianos, judíos y otros convivan pacíficamente en un clima de respeto mutuo, como correspondería en la utopía multicultural prevista por los arquitectos de la Unión Europea, casi todos prefieren emplear eufemismos. Quienes hablan como si a su entender el bikini representara lo que llaman “los valores europeos”, no están pensando en las tradiciones artísticas del Viejo Continente sino en el escozor que, por lo que significa, les produce el burkini, una prenda que fue creada para que las mujeres musulmanas puedan chapotear en el agua sin exponerse a las miradas lascivas de los hombres. Según ellos, lo que simboliza plantea una amenaza a la paz pública, razón por la que hay que prohibirlo. No es que personajes como el ex presidente Nicolas Sarkozy, la presidenciable Le Pen y el primer ministro del gobierno socialista actual, Manuel Valls, se hayan convertido en militantes nudistas, es que toman el burkini por un emblema islamista equiparable en cierto modo con las camisas pardas y esvásticas de los nazis.

Irónicamente, los más ofendidos por la proliferación de burkinis en las playas y piletas de la república suelen ser conservadores que, de ser otras las circunstancias, estarían plenamente a favor de más recato femenino, mientras que los progres, que por lo común son partidarios instintivos del derecho de la mujer a desvestirse sin preocuparse por los reparos de moralistas de ideas anticuadas, están defendiendo con pasión una forma de cubrirse de reminiscencias victorianas. Aunque el Consejo de Estado galo ha fallado en contra de la prohibición por considerarla incompatible con las leyes vigentes, la decisión supuestamente definitiva de los jueces ha servido para hacer todavía más explosivo el conflicto. En docenas de municipalidades las autoridades, con el apoyo de la mayoría de los habitantes, se aseveran reacias a acatarla. Huelga decir que el pro y el contra de la malla musulmana ocuparán un lugar de privilegio en la campaña electoral que está por comenzar.

Valls dice que el burkini, el fruto de un intento quijotesco por parte de un australiano de confeccionar un traje de baño que todos, con la eventual excepción de los clérigos islámicos más retrógrados y las chicas occidentales más liberadas, encontrarían aceptable, “es un símbolo de la esclavitud de las mujeres, como si la presencia de una mujer en el espacio público fuera algo indecente”. Otros juran creerlo un atentado contra la laicidad que según ellos es fundamental en Francia y algunos sugieren que es antihigiénico, pero, como el argumento esgrimido por Valls, sólo se trata de pretextos. Lo que todos quieren decir es que a su juicio la influencia musulmana ya es excesiva y que la policía, respaldada si es necesario por las fuerzas armadas, deberían colaborar en los esfuerzos por reducirla.

De haberse tratado del vestido pudoroso de una secta cristiana excéntrica, de judíos ultra-ortodoxos, budistas o hindúes, a nadie se le hubiera ocurrido prohibirlo, pero sucede que muchos franceses sienten que su país es blanco de una invasión musulmana, a un tiempo física y cultural, cuidadosamente preparada en la que señoras piadosas o, según los escépticos, militantes, están desempeñando un papel importante. Sospechan que los islamistas, con la ayuda entusiasta de una multitud de contestatarios interesados en demoler el statu quo y biempensantes sensibleros, han emprendido una larga marcha gramsciana por las instituciones de Francia y otros países europeos con el propósito de cambiarlas poco a poco hasta que merezcan la aprobación de los predicadores más exigentes. Creen que han logrado acercarse a tal objetivo aprovechando con astucia notable las libertades occidentales que, desde luego, son ajenas al mundo musulmán.

¿Exageran quienes piensan así? ¿Son paranoicos? Hace apenas un par de años, antes de irrumpir en Europa millones de musulmanes que se creían invitados por Angela Merkel y redoblarse los ataques terroristas de sujetos vinculados de una manera u otra con el Estado Islámico, la mayoría entendía que, a pesar de algunas dificultades pasajeras, no había motivos genuinos para inquietarse por la creciente presencia islámica, puesto que andando el tiempo los inmigrantes imitarían las costumbres, debidamente suavizadas, de las sociedades anfitrionas. Los aún convencidos de que el obstáculo principal a la integración de los musulmanes es la xenofobia nativista impulsada por “la derecha” están perdiendo la batalla cultural. En todos los países europeos, sin excluir Suecia y Alemania, la hostilidad hacia los musulmanes se ha intensificado muchísimo en los meses últimos.

El temor al islam ha contribuido a la rebelión contra “las elites” que ha cambiado drásticamente el panorama político en Europa y Estados Unidos. Tanto en Francia como en el resto de Europa, la mayoría ha llegado a la conclusión de que les toca a los musulmanes mostrar mucho más respeto por los valores actuales de los países en que se han afincado y por lo tanto se sienten indignados por los intentos ya rutinarios de apaciguarlos prestando atención a sus quejas e incluso llegando al extremo de castigar a los culpables de “islamofobia” como si se tratara de un fenómeno racista. Que en Francia los perturbados por la visibilidad del islam en sociedades antes dominadas por el cristianismo hayan hecho de algo tan trivial y, pensándolo bien, tan inofensivo como el burkini el símbolo de la lucha que se han propuesto es patético, pero sería un error subestimar la importancia de lo que está ocurriendo.

Hablar del peligro planteado por “la islamización” ya no es propio sólo de derechistas. En parte por entender que les sería políticamente suicida insistir en que es fascista, cuando no neo-nazi, criticar la negativa de muchos musulmanes a abandonar tradiciones que son claramente incompatibles con el estilo de vida occidental, socialistas como Valls y, de forma menos contundente, el presidente François Hollande, reconocen que los riesgos distan de ser imaginarios. Entienden que a menos que la clase política de su país consiga reducir la brecha ya muy grande que separa buena parte de la minoría musulmana de sus conciudadanos de otros cultos o de ninguno, a Francia le aguarda un futuro sumamente conflictivo.

Es imposible saber con precisión cuántos musulmanes hay en Francia porque, a diferencia de lo que sucede en otros países, no hay estadísticas oficiales que toman en cuenta el origen étnico o los credos de sus habitantes, pero según diversas fuentes habrá entre 5 y 8 millones. En vista de las tensiones que existen, uno supondría que sería del interés de los miembros de dicha comunidad mantener un perfil relativamente bajo hasta nuevo aviso para no brindar a los alarmados por la ferocidad de sus correligionarios en otras latitudes motivos para querer expulsarlos, como ya está ocurriendo a los islamistas más vehementes de origen extranjero. Pero aunque muchos comprenden que les convendría intentar tranquilizar a los nativos, abundan los militantes que están resueltos a hacer valer sus pretensiones. La controversia en torno al burkini les ha venido muy bien; además de poner en ridículo a la civilización francesa, les ha permitido mofarse de quienes hablan de libertad, igualdad y fraternidad pero así y todo quieren establecer una especie de dictadura de la indumentaria en las playas.

Como tantos otros, los políticos franceses se ven frente a una serie de dilemas nada sencillos. Si continúan procurando suprimir todo cuanto les parece demasiado islámico, trátese de velos, burkas o burkinis, enojarán aun más a los muchos que, en un rapto de furia, podrían cometer actos terroristas, pero si el gobierno adopta una estrategia menos agresiva, ayudará no sólo a los islamistas que se felicitarían por haber humillado a los infieles sino también a la derecha nacionalista. Asimismo, aunque los islamistas suponen que les beneficiaría que Francia sufriera una virtual guerra civil – conforme a los especialistas en la materia, el Estado Islámico está tratando de provocar una. A la larga, los más perjudicados por tamaña catástrofe serían millones de musulmanes que están más interesados en su propio futuro personal que en el sueño de un planeta islamizado que tanto fascina a los fanatizados.

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