“Hagamos válida una
globalidad de derechos
y obligaciones compartidas”
Por Carlos Fuentes |
En mi vida, cuatro temas políticos a la vez que
socioeconómicos han centrado la atención de la gente. Entre 1928 y 1939, la
revolución, el fascismo y la crisis económica. Piers Brendon, de la Universidad
de Cambridge, la ha llamado la era del «valle sombrío». Fueron once años en los
que la estupidez y el mal combatieron por la supremacía calificativa. El mal lo
personificaron los totalitarismos ascendentes: el fascismo italiano, el
nacional-socialismo alemán, el militarismo japonés, y el estalinismo ruso. La
estupidez, la cobardía ciega y la cautela elegante de las democracias europeas,
Francia e Inglaterra.
La zona de prueba y combate, la terrible guerra civil
española, arena de todas las valentías y de todas las cobardías, de todas las
glorias y de todas las miserias de eso que Eric Hobsbawm ha llamado «el siglo
más breve». De esa década terrible quienes salen mejor librados son los Estados
Unidos de América. Enfrentados, como todo el mundo, a la depresión económica,
la inflación, el desempleo y la crisis del capitalismo, Franklin Roosevelt y el
Nuevo Trato no tuvieron que apelar al totalitarismo estalinista ni al
totalitarismo hitleriano. Convocaron al capital humano, a la imaginación
democrática, a la dinámica social.
El segundo tema que nos absorbió fue la Segunda Guerra
Mundial. Ha sido llamada la única guerra buena y necesaria. No cabía duda.
Jamás se ha encarnado el mal de manera tan perfilada y atroz como en el
nazismo. Combatirlo absolvía de pecado cualquier alianza con el mal menor
—Stalin— pero imponía una fe casi absoluta en el bien de la libertad, que
representaba la lucha de los Aliados. Los males del capitalismo occidental y
del totalitarismo soviético eran opacados por el mal absoluto del Holocausto,
los campos de concentración, la esclavitud impuesta a Francia, Bélgica,
Holanda, Dinamarca, Noruega y los Balcanes, a Grecia... Incluso los crímenes de
las purgas estalinistas parecieron borrados, un instante, por el sitio de
Leningrado y la gloria de Stalingrado.
El júbilo del triunfo aliado pronto degeneró en la tercera,
larga y terrible etapa de la guerra fría. Casi medio siglo de maniqueísmo a
ultranza, los buenos aquí, los malos allá. El sometimiento total de la Europa
central a la dictadura soviética. Y el reflejo simétrico de la intolerancia y
la cacería de brujas en el macartismo norteamericano. Y si los Estados Unidos,
al cabo, reaccionaron contra la «indecencia» macartista, impusieron a su corral
vecino, la América Latina, una satanización represiva y regresiva contra toda
reforma económica y social democrática en nombre de la paranoia anticomunista
que hermanó al imperialismo norteamericano con el militarismo latinoamericano.
Las guerras de Centroamérica se iniciaron en Guatemala en 1954 y sólo
terminaron, gracias a la gestión diplomática de Contadora y las iniciativas del
presidente de Costa Rica, Óscar Arias, en la década de los ochenta. De John
Foster Dulles («Los Estados Unidos no tienen amigos, tienen intereses») a
Ronald Reagan («Los sandinistas pueden llegar en veinticuatro horas de Managua,
Nicaragua, a Harlingen, Texas»). Iberoamérica debió sufrir la muerte de más de
trescientos mil centroamericanos y la tortura, desaparición y muerte de miles
de argentinos, uruguayos, chilenos y brasileños. Atroz aritmética de la guerra
fría en Latinoamérica, cuyas heridas no acaban de cerrarse. La memoria del
horror está viva. He conocido mujeres chilenas violadas por perros en presencia
de sus hijos y de sus maridos en las mazmorras del salvador del cristianismo,
Augusto Pinochet. He conocido madres argentinas que no volverán a ver a sus
hijos «desaparecidos» por la sevicia de los militares mandados por Jorge
Videla. He visto el terror que palidece los rostros de hombres y mujeres del
Sur con sólo mencionar al «ángel de la muerte», el rubio y bello capitán Astiz,
especialista en arrojar monjas vivas desde un avión al Río de la Plata; con
sólo mencionar al general chileno Contreras, asesino de Orlando Letelier en las
calles de Washington, de Carlos Prats en las calles de Buenos Aires, de
Bernardo Leighton en las calles de Roma. Ariel Dorfman no falta a la verdad en
su pieza teatral La muerte y la doncella.
En los separos [calabozos] de la DINA en Santiago de Chile, los esbirros de la
dictadura se divertían introduciendo ratones vivos en las vaginas de las
prisioneras.
El siglo más corto. De Sarajevo 1914 a Sarajevo 1994. Qué
largo resulta en comparación el siglo XIX que va de la Revolución Francesa a la
Primera Guerra Mundial. Qué largo, también, culturalmente, un siglo que se
extiende en literatura de Goethe a Joyce; en pintura, de Ingres y Delacroix a
Matisse y Bracque; en filosofía, de Schopenhauer y Kant a Husserl y Heidegger.
Y qué corto un siglo XX que empieza con Picasso y termina con Picasso.
El tema final del siglo XX se prolonga ya en el XXI y se
llama la globalización (la mundialización para la excepcionalidad francesa). Y
yo, que he vivido las cuatro etapas, digo ahora que la globalización es el
nombre de un sistema de poder. Y, como el Espíritu Santo, no tiene fronteras.
Pero como el Monte Everest, está allí. Y como la ley de la gravedad, es una
evidencia irrebatible. Pero como el dios latino Jano, tiene dos caras. La buena
cara es la del avance técnico y científico más veloz de toda la historia. El
libre comercio, postulado de la libertad económica desde los días del
zoelverein prusiano que preparó la unificación de Alemania. Las inversiones
foráneas productivas. La accesibilidad y difusión de la información que deja
desnudos a muchos emperadores que antes se cobijaban con las hojas de parra de
las selvas asiáticas, africanas y latinoamericanas. La universalización del
concepto de los derechos humanos y el carácter imprescriptible de los crímenes
contra la humanidad: el caso de Pinochet, el asesino y torturador chileno,
fuente de toda orden criminal durante su dictadura.
Pero Jano tiene otra cara menos atractiva. La velocidad
misma del desarrollo tecnológico deja atrás, quizás para siempre, a los países
incapaces de mantener el paso. El libre comercio acentúa las ventajas de las
grandes corporaciones competitivas (muy pocas) y arrumba a la pequeña y mediana
industria sin la cual los niveles de empleo, salario y bienestar de las
mayorías sufren y restan soporte al desarrollo del tercer mundo. En
consecuencia, la globalización acentúa la división entre ricos y pobres,
internacionalmente y dentro de cada nación: el 20 por ciento de la población
del mundo consume el 90 por ciento de la producción mundial. Se levanta el
espectro de un darwinismo global, como lo ha llamado Óscar Arias. Las inversiones
especulativas privan sobre las productivas: el 80 por ciento de los seis mil
millones de dólares que circulan diariamente en los mercados globales son
capitales de especulación. Las crisis de la globalización, por este motivo, no
son crisis de las empresas ni de la información ni de la tecnología: son crisis
del sistema financiero internacional, provocadas por la ruptura de los
controles sociales de la economía y la disminución del poder político frente al
poder cresohedónico.
Unión de Creso —dinero— y Hedoné —placer—, la cultura global
se convierte en un desfile de modas, una pantalla gigante, un estruendo
estereofónico, una existencia de papel cauché. Nos convierte en lo que C.
Wright Mills llamó «Robots Alegres». Nos condena, según el título de un célebre
libro de Neil Postman, a «divertirnos hasta la muerte». Mientras tanto,
millones de seres humanos mueren sin haber sonreído nunca. Un vasto traslado
del mundo rural a las ciudades acabará, en el siglo XXI, por erradicar una de
las más viejas formas de vida, la vida agraria. Sólo habrá vida citadina. Y
sólo habrá una crisis generalizada de la civilización urbana: pandemias
incontrolables, gente sin techo, infraestructuras desmoronadas, discriminación
contra las minorías sexuales, la mujer, el inmigrante. Mendicidad. Crimen.
¿Hay respuestas a esta crisis? ¿Qué papel le corresponde en
el siglo XXI a esa izquierda en la que yo me eduqué, cuyos ideales asimilé,
cuyas crisis atestigüé y critiqué? ¿Puede volver la política a ejercer control
sobre los mercados anárquicos? ¿Tiene un papel el Estado en el mundo global?
Las hay. Lo puede. Lo tiene. El antiestatismo friedmanita de los años
Reagan-Thatcher de mostró su hipocresía y su insuficiencia. Declarado obsoleto,
el Estado resultaba bien vigente para rescatar a bancos quebrados, a
financieros fraudulentos y a industrias bélicas mimadas. En 2001, nos damos
cuenta de que no hay democracias estables sin Estado fuerte. Lejos de disminuir
al Estado, la globalización extiende las áreas de la competencia pública. Lo que
ha disminuido es el Estado propietario. Lo que es más necesario que nunca es el
Estado regulador y normativo. No hay nación desarrollada en la que esto no sea
cierto. Con más razón, deberá serlo en países con agentes económicos débiles:
la América Latina.
Están a la vista los efectos nocivos de una globalización
que escapa a todo control político, nacional o internacional, para favorecer a
un sistema especulativo que en palabras de uno de sus más sagaces
protagonistas, George Soros, ha llegado a sus límites. Si continúa sin frenos,
advierte Soros, el mundo será arrastrado a una catástrofe. Las crisis de la
globalización —Filipinas, Malasia, Brasil, Rusia, Argentina— tienen un origen
perverso: sobrevalúan al capital financiero pero subvalúan al capital social.
La misión del conjunto social dentro de lo que, a falta de
mejor denominación, seguiremos llamando «la nación», consiste en reanimar los
valores del trabajo, la salud, la educación y el ahorro: devolverle su
centralidad al capital humano.
¿Es tolerable un mundo en el que las necesidades de la
educación básica en las naciones en desarrollo son de nueve mil millones de
dólares, y el consumo de cosméticos en los Estados Unidos también es de nueve
mil millones de dólares?
¿Un mundo en el que las necesidades de agua, salud y
alimentación en los países pobres podrían resolverse con una inversión inicial
de trece mil millones de dólares —y donde el consumo de helados en Europa es de
trece mil millones de dólares?
«Es inaceptable —nos dicen, entre otros, el ex director
general de la Unesco, Federico Mayor, y el director del Banco Mundial, James
Wolfenson— que un mundo que gasta aproximadamente ochocientos mil millones al
año en armamento no pueda encontrar el dinero —estimado en seis mil millones
por año— para dar escuela a todos los niños del mundo.»
Tan sólo una rebaja del uno por ciento en gastos militares
en el mundo sería suficiente para sentar frente a un pizarrón a todos los niños
del mundo.
Todos estos datos deberían impulsar a la comunidad internacional
a darle un rostro humano a la era global.
Y sin embargo, al fin y al cabo, nos hallamos de vuelta en
nuestros pagos, los problemas no pueden esperar una nueva ilustración
internacional que tarda en llegar y acaso nunca llegue.
La caridad empieza por casa y lo primero que los
latinoamericanos debemos preguntarnos es, ¿con qué recursos contamos para
sentar las bases de un desarrollo que, a partir de la aldea local, nos permita,
al cabo, ser factores activos y no víctimas pasivas del veloz movimiento global
en el siglo XXI?
La globalización en sí no es panacea para la América Latina.
No seremos excepción a la verdad que se perfila con claridad
cada vez mayor. No hay globalidad que valga sin localidad que sirva.
En otras palabras: No hay participación global sana que no
parta de gobernanza local sana.
Y la gobernanza local necesita sectores públicos y privados
fuertes y renovados, conscientes de sus respectivas responsabilidades. «Poner
en orden la propia casa, construir una economía estable... y un Estado sólido,
capaz de ofrecer seguridad en todos los órdenes» (Héctor Aguilar Camín, México:
la ceniza y la semilla).
La globalización será juzgada. Y el juicio le será adverso
si por globalización se entiende desempleo mayor, servicios sociales en descenso,
pérdida de soberanía, desintegración del derecho internacional, y un cinismo
político gracias al cual, desaparecidas las banderas democráticas agitadas
contra el comunismo durante la guerra fría por el llamado mundo libre, éste se
congratula de que, en vez de totalitarismos comunistas o dictaduras castrenses,
se instalen capitalismos autoritarios, eficaces, como en China, que siempre son
preferibles —en la actual lógica global— a neoliberalismos fracasados que en
realidad son capitalismos de compadres, como en Rusia.
La globalización puede instalarnos en un mundo indeseable
dominado por la lógica especulativa, el olvido del ser humano concreto, el
desprecio hacia el capital social, la burla de los restos de soberanías
nacionales ya heridas profundamente, la destitución del orden internacional y
la consagración del capitalismo autoritario como forma expedita de seguridad,
sin necesidad de mayores explicaciones.
Pero el desafío está allí. El Everest no se moverá. ¿Cómo
podemos escalarlo? ¿Cómo podemos revertir las tendencias negativas de la
globalización a tendencias favorables?
¿Podemos aprovechar las oportunidades de la globalización
para crear crecimiento, prosperidad y justicia?
Quiero decir con esto que si la globalización es inevitable,
ello no significa que sea fatalmente negativa.
Significa que debe ser controlable y que debe ser juzgada
por sus efectos sociales.
¿Es posible socializar la economía global? Yo creo que sí,
por más arduo y exigente que sea el esfuerzo.
Sí, en la medida en que logremos sujetar las nuevas formas
de relación económica internacional a la acción de base de la sociedad civil,
al control democrático y a la realidad cultural.
Sí, en la medida en que la sociedad civil sea capaz de
ofrecer alternativas a un supuesto modelo único.
Sí, en cuanto la sociedad civil rehúse la fatalidad, el fait accompli y constantemente reimagine
las condiciones sociales, le recuerde a todos los poderes que vivimos en la
contingencia y vincule la globalidad a hechos sociales concretos y variables
dentro de lo que, a falta de una nueva terminología, seguimos llamando
«naciones».
La globalización en sí no es panacea.
Se requiere la base de sociedades civiles activas, de
culturas diversificadas que se opongan al acecho de una cultura mundial de puro
entretenimiento, uniforme, excluyente y vacua.
Se requiere de sectores públicos y privados conscientes de
sus respectivas responsabilidades: la iniciativa privada necesita un Estado
fuerte, no grande sino fuerte gracias a su base tributaria y su política social
en beneficio de un sector privado que requiere, a su vez, de una población
trabajadora educada, saludable, con capacidad de consumo. «La pobreza no crea
mercado», ha dicho un lúcido empresario mexicano, Carlos Slim. «La mejor
inversión es acabar con ella.»
Se requiere de un marco democrático que le devuelva a la
noción mermada de soberanía su sentido político prístino: no hay nación
soberana en el concierto internacional si no es soberana en el orden nacional,
es decir, si no respeta los derechos políticos y culturales de la población
concebida no como simple número sino como compleja calidad: no como habitantes
sino como ciudadanos.
Invoco a Juan Bautista Alberdi: Gobernar es poblar, sí, pero
poblar es educar, añadiría Domingo F. Sarmiento, y sólo una ciudadanía educada
puede gobernar en beneficio de su país y el mundo.
Esa base, la única firme, la única creativa para convertir a
los procesos globalizadores en oportunidades de crecimiento, prosperidad y
justicia, es la identificación activa de la sociedad civil, la democracia y la
cultura como depositarías inseparables de una nueva soberanía para el siglo XXI
y de una refundación, acaso con un nombre que aún ignoramos, de ese plebiscito
diario, que, en palabras de Renán, constituye una «nación».
Sólo puede haber buen gobierno nacional si hay un sector
público y un sector privado conscientes de sus deberes para con la comunidad
local a la cual deben servir primero a fin de ser parte positiva, en segundo
término, de la comunidad global.
Ello exige que entre ambos sectores juegue el papel de
puente, instancia supletoria y vigilancia política, el tercer sector.
Navegando en el barco de la globalidad, no arrojemos por la
borda ni al sector público ni al sector privado ni a las sociedades en las que
actúan. La globalización podría convertirse, sin la flotación equilibrada de
esos tres factores, en un Titanic indefenso ante los icebergs imprevistos de
una historia llena de peligros, tormentas, desplazamientos, sorpresas
financieras, resurrección de viejos prejuicios y resistencia de viejas
culturas. Lejos de haber terminado, la historia está más viva que nunca, más
conflictiva, más desafiante que nunca.
Porque junto con los vicios de la aldea global, han
resurgido los vicios de la aldea local. El tribalismo. Los nacionalismos
reductivos y chovinistas. La xenofobia.
Los prejuicios raciales y culturales. Los fundamentalismos
religiosos. Las guerras fratricidas.
No es ésta, ni mucho menos, la primera «mundialización». Lo
fue, con creces, la era de los grandes descubrimientos, la circunnavegación de
la tierra y la creación del jus gentium,
el derecho internacional como respuesta a los procesos globales de conquista,
colonización y rivalidad comercial.
Lo fue, conflictivamente, el paso de la «primera ola»
agrofeudal (Toffler) a la «segunda ola» de una industrialización veloz que
despojó de primacía al mundo agrario y artesanal, provocando la rebelión de Ned
Ludd y sus partidarios (los ludditas) destruyendo las máquinas que le quitaban
trabajo al artesano y al labriego.
Hoy, un neoluddismo que el ex presidente mexicano Ernesto
Zedillo ha denominado «globalifobia», repite la actitud de oponerse a lo
imparable: la nueva economía tecnoinformativa que da primacía a la calidad
sobre la cantidad del producto y se manifiesta en vastas alianzas mundiales
para la producción, la distribución y la rentabilidad.
Que esta revolución provoca desquiciamientos, dolor,
injusticia, es tan cierto hoy como en el siglo XIX.
Que la nueva economía no va a desaparecer al golpe de
manifestaciones de descontento, también es cierto, como en el siglo XIX.
Decía que la nueva economía global, como el Monte Everest,
está allí. No se va a mover. El problema es cómo escalarla.
El Cristo del Corcovado está allí. No se trata de
dinamitarlo porque el mundo no es perfecto. Se trata de abrazarlo para que el
mundo sea menos imperfecto.
Ya hay dos mil millones de computadoras en el mundo. Más y
más, los teléfonos se conectarán a las computadoras, se multiplicarán las voces
y los datos, la comunicación de uno a uno se transformará en comunicación entre
uno y muchos.
Y hasta los guerrilleros, como lo ha demostrado Marcos en
Chiapas, harán sus revoluciones por Internet.
El hecho es novedoso y aplastante: Bill Clinton, escribiendo
sobre «la lucha por el espíritu del siglo XXI» en el diario El País, nos da un dato impresionante:
Cuando asumió la presidencia de los Estados Unidos, en enero de 1993, sólo existían
cincuenta sitios en la red mundial. Cuando dejó la Casa Blanca, ocho años
después, había trescientos cincuenta millones.
¿Resuelven las nuevas tecnologías y la informática los
problemas básicos de la gran masa de pobres en Latinoamérica y el mundo?
Por sí solos, no.
Pero en la medida en que la novedad tecnológica se extiende
como factor acelerado de educación en comarcas y clases sociales que pueden
recibir instrucción sin necesidad de caminar tres horas a una escuela y sin la
posibilidad de pagar a maestros escasos y mal remunerados, entonces sí.
En la medida en que la tecnología y la información pueden
llegar a las erosionadas e improductivas tierras muertas de la América Latina y
demostrar cómo se conservan tierra, agua, bosques y se moderniza y enriquece el
quehacer agrícola, entonces sí.
En la medida en que la tecnología y la información se
convierten en vehículos de una solución básica de la pobreza, que es
generalizar el microcrédito, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología pueden
multiplicar los ingresos de los pequeños productores mediante la identificación
de mercados, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología les
otorguen a los ciudadanos los poderes necesarios para reconstruir los controles
políticos y sociales de la economía, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología le
proporcionen a cada individuo el equipo cultural necesario para aprender,
producir, influir, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología les
permitan a los ciudadanos adquirir perfil propio, identificar intereses y
asumir cultura, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología le
devuelvan al Estado y a la política su indispensable papel de actor central,
entonces sí.
Globalización y política. Lo ha dicho con gran precisión el
politólogo mexicano Federico Reyes Heroles:
«En nuestra América
Latina... los agentes económicos no poseen la capacidad de sustituir al
Estado... Despidamos al Estado benefactor pero fortalezcamos al Estado
regulador.»
Reyes Heroles nos recuerda que no hay democracias estables
sin Estado fuerte. Esto es cierto en las democracias fuertes de las economías
fuertes del Hemisferio norte. Lejos de disminuir al Estado, la globalización y
la apertura extienden las áreas de la competencia pública y reafirman la
función redistribuidora del Estado por la vía fiscal.
El Estado latinoamericano sigue siendo factor indispensable
para implementar las políticas de salud, educación y nutrición. El Estado no
puede renunciar a su función recaudatoria, mejorar la eficiencia del gasto y
obtener recursos adicionales para la política social.
Estado no grande, sino fuerte. Política de pie, no
recumbente. Empresa privada productiva, no especulativa. Sociedad civil atenta,
consciente de que los derechos sociales dependen de la acción y la organización
sociales. Tercer sector como conducto de inteligencia social: cuál es mi
identidad, cuáles mis intereses, cuáles mis desafíos.
No oculto por un momento los males de la economía global. El
abismo creciente entre pobres y ricos. La abolición de ocupaciones
tradicionales. La urbanización devastadora. La rapiña de recursos naturales. La
destrucción de estructuras sociales. La vulgaridad de la cultura comercial.
Pero niego dos políticas: La del avestruz que esconde la
cabeza en la arena. Y la del toro que entra a destruirlo todo en la
cristalería.
La pura negación no va a ponerle fin al proceso
globalizador. La cuestión es: cómo aprovecharlo.
¿Cuáles serán, una vez asimiladas las virtudes, limadas las
asperezas, agotadas las oposiciones, reforzadas las resistencias, legisladas y
sujetas a política las realidades de la selva y las del zoológico globales, los
temas que podemos prever ya como nueva arena de disputas dentro de cuarenta,
cincuenta años, cuando yo ya no esté aquí? Me atrevo a imaginar tres. La
protección del medio ambiente. Los derechos de la mujer. Y la defensa de la
esfera personal contra la invasión pública, así como la defensa de la esfera de
lo público contra la rapacidad privada.
Los méritos de la globalización serán urnas vacías si no se
llenan con los líquidos de la gobernanza local: las políticas de desarrollo,
bienestar, trabajo, infraestructura, educación, salud y alimentación que se
inician localmente a fin de crear el círculo virtuoso de un mercado interno
sano como condición para contribuir a un mercado global vigoroso pero más
justo, realmente global en la medida en que incluye cada vez a más hombres y
mujeres en el proceso del mejoramiento real de sus vidas. La exclusión no puede
ser el precio para alcanzar la eficiencia.
Creo que sólo a partir de esta gobernanza local sana se
puede aspirar a un nuevo orden internacional igual, mente saludable. Pues en la
medida en que el Estado nacional inicie, coopere en y proteja las medidas
nacionales para resolver la galaxia de problemas que aquí he señalado, en esa
medida tendrá más autoridad para proponer leyes globales sobre medio ambiente,
migración y normas de trabajo, financiamiento para el desarrollo y
jurisdicciones internacionales para combatir el crimen organizado, política
familiar, feminismo, educación, salud y cuidado de la infancia.
Ante todo, gobernanza local efectiva: política.
En seguida, organización internacional reforzada por
políticas locales, y viceversa. Avenidas de doble circulación, es cierto, pero
si la comunidad nacional no crea sus propios instrumentos para resolver
localmente los problemas, la ayuda internacional puede irse a un pozo sin fondo
en el que, lo sabemos todos, la corrupción es el más insaciable de los
monstruos.
La globalización sólo favorece al desarrollo humano si al
mismo tiempo se fortalecen las instituciones públicas tanto nacionales como
internacionales, a fin de sujetar a derecho la multitud de agentes no políticos
que actualmente despojan de poder a los pobres electos a favor de los no
electos.
No contribuyen a la legalidad dentro de la globalidad las
decisiones que dan la espalda a los tratados protectores del medio ambiente, a
los acuerdos de desarme equilibrado y sobre todo al esfuerzo máximo para hacer
que coincidan la globalidad y la justicia penal.
Proclamar un eje del mal es una manera simplista de combatir
al terrorismo identificándolo con dos o tres Estados mal escogidos. El
terrorismo no tiene Estado. Ésa es su ventaja y su peligro. Carece de bandera.
No tiene rostro. Aparece un día en Afganistán, otro en el País Vasco, un tercer
día en Oklahoma y al siguiente en las calles de Belfast. La tragedia del 11 de
septiembre de 2001 nos horrorizó a todos y confirmó que el terrorismo es un
hecho universal. Hay que combatirlo con vigor allí donde se manifieste, sin
satanizar ni a naciones ni a culturas enteras. Pero sin caer en las
inadmisibles trampas de atribuir el terrorismo a un odio histórico contra los
Estados Unidos o a la corrupción e ineficacia de determinados gobiernos
islámicos, y mucho menos a un choque de civilizaciones, sí debemos afirmar que
las causas profundas de los conflictos en nuestro mundo son la inestabilidad,
la ilegalidad, la pobreza, la exclusión y, en términos generales, la ausencia
de una nueva legalidad para una nueva realidad.
Por eso es tan importante ir construyendo, paso a paso, el
edificio de la legalidad internacional para la era global. No abramos, como
Virgilio en el infierno, una puerta de marfil para enviarle falsos sueños al
mundo. Es preferible la paciencia de Job, para quien las aguas acabarán por desgastar
las piedras, pero permitirán, también, que el árbol retoñe.
Pero en las calles de Seattle, de Praga, de Genova, lo que
hay es impaciencia, una impaciencia que poco a poco se convierte en la
inteligencia de que la globalización no debe ser, sin más, satanizada, sino
transformada en arma de beneficio público, de bienestar creciente.
En un extraordinario discurso ante la Asamblea Nacional de
Francia, el Presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, nos da las pautas
para ello: El sistema económico internacional debe crear fondos de lucha contra
la pobreza, el hambre y la enfermedad en los países más desfavorecidos. Se
deben reducir o anular las deudas de los países más pobres de África y la
América Latina. Se debe llegar a un nuevo contrato internacional entre Estados
al servicio de los pueblos. Se debe, en una palabra, globalizar la solidaridad.
En vez de la predominancia de algunos Estados y de algunos mercados, se debe
instrumentar un nuevo contrato internacional entre naciones libres.
El presidente Cardoso no sólo propone un ideal —y no hay
metas dignas de nuestra acción humana si primero no hay ideales dignos de
nuestra condición humana—. Nos hace ver que vivimos hoy una realidad mutante y
una legalidad incierta, como lo fue para las sociedades de Occidente en su
pasaje del orden consagrado y seguro de la Edad Media a la incertidumbre del
valiente mundo nuevo del Renacimiento, incertidumbre que expresan en su más
alto grado las tragedias de William Shakespeare y las novelas de Miguel de Cervantes.
Hoy, entre los desafíos del nuevo siglo, se encuentra el
desafío de imaginar el nuevo siglo.
Shakespeare y Cervantes, sí, pero también Vitoria y Bodino,
Las Casas y Grocio.
Desde esta nuestra América Latina, desde estas tierras
feraces, bellas, dolientes, pisoteadas y acribilladas por sí mismas y por
quienes codician, yo no lo sé, si su pobreza o su belleza, pedimos hoy,
simplemente, globalizar no sólo el hecho, sino el derecho, elevar a derecho el
comercio y la salud, la educación y el medio ambiente, el trabajo y la
seguridad.
Que el Norte, en su propio beneficio, sepa, en la era
global, distribuir beneficios y reducir cargas.
Que el Sur, en vez de reiterar una y otra vez su cuaderno de
quejas, su cahier de doléances, sepa
limpiar primero su propia casa, no exigirle al mundo lo que antes no nos demos
a nosotros mismos: la soberanía de la libertad interna, la democracia y los
derechos humanos, la respetabilidad de la justicia que destierra la corrupción,
la impunidad y la cultura de la ilegalidad en nuestro propio suelo.
Y sólo entonces, a partir de todo ello, hagamos válida una
globalidad de derechos y obligaciones compartidas, de acuerdo con la certeza de
que no hay globalidad que valga sin localidad que sirva.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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