Por Guillermo Piro |
Desde hace un tiempo suelo encontrarme regularmente –una vez
por semana– con unos pocos viejos amigos. La excusa es grandiosa, y los
encuentros nacieron al coincidir todos en que cada vez que emprendíamos la
lectura de la Divina Comedia, teníamos la impresión de comprender menos, cuando
lo lógico hubiese sido comprender más. La leemos en italiano, y cada uno de
nosotros acude a la cita con una batería variada y creciente de traducciones de
la obra y de obras críticas –filosóficas, astrológicas, cosmológicas y filológicas–
sobre la obra maestra de Dante.
Nuestra intención no es que de esas reuniones
resulte una traducción. No está en los planes de nadie, pero al mismo tiempo
está en los planes de todos. Hay quien cree que sólo es posible una traducción
en prosa, quien cree que esa opción es una traición flagrante a los motivos e
intenciones del poema, quien cree que la traducción debería ajustarse a los
tiempos que corren –con los consiguientes reemplazos de nombres ignotos
italianos por otros más familiares y efectivos–, y quien cree que haga lo que
se haga, el resultado será un fracaso, de modo que todo le da lo mismo.
Nada nos hace correr. Avanzamos lentamente, de a tercetos, y
no pasamos al siguiente hasta que fue pulcramente desmenuzado y comprendido. La
tarea es lenta porque está llena de desvíos, y porque de una forma un tanto
misteriosa todo lo que nos ocurre desde que comenzamos a reunirnos parece estar
ligado, de una u otra forma, a la Divina Comedia. Por ejemplo, haber visto el
lunes un capítulo de la serie Cosmos –la anterior, la de 1980, la de Carl
Sagan– sirvió perfectamente para entender dos días después un pasaje en que se
alude a un torbellino de arena al entrar en el Infierno. El mismo Sagan, con un
puñado de arena que se filtraba y caía de su mano, había dicho que lo que se
veía contemplándolo era el transcurso del tiempo. “La arena de los tiempos” era
un modo eficaz de traducir ese pasaje, pero la traducción –insisto– es lo menos
importante. Lo que sorprende es que en cada encuentro corroboramos que todo
parece explicar la Divina Comedia, o que, dicho de un modo invertido, la Divina
Comedia sirve para explicarlo todo.
Hay un breve pasaje de un libro genial, Eutanasia de la
crítica, de Mario Lavagetto, que me hace pensar en lo que en realidad deberíamos
hacer con Dante. Cuando Lavagetto cursaba el último año de colegio secundario,
fue con algunos compañeros a oír una clase de Giuseppe Ungaretti sobre Leopardi
en la Universidad de Roma. Entraron entusiasmados y ansiosos, pero salieron
desconcertados y desilusionados: Ungaretti había leído el poema A la luna, de
Leopardi, y al llegar al final se había quedado en silencio durante algunos
minutos; después había dicho: “Es maravilloso… no hay nada, nada que decir”, y
había leído y releído y vuelto a leer repetidas veces el texto. Y en eso
consistió la clase de Ungaretti sobre Leopardi.
Tal vez, dentro de algún tiempo, cansados de tantas
explicaciones y de tantas comprensiones, nos sigamos reuniendo para que alguien
lea un pasaje de Dante y nos quedemos callados, y alguien rompa el silencio
para decir, simplemente: “Es maravilloso... no hay nada que decir”.
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