Por Diego Fonseca
En julio, poco antes de la Convención Nacional Demócrata, uno de los
explicadores oficiales de Donald Trump, Newt Gingrich, se sentó con CNN a discutir las
estadísticas de crimen en Estados Unidos.
La presentadora recordó que las
cifras mostraban una tendencia a la baja pero Gingrich defendió su idea de que,
en realidad, las personas se sienten más amenazadas. “Lo que yo
digo es igualmente verdadero”, dijo, con la misma porfía de su jefe político.
“Yo voy con lo que la gente siente; usted vaya con los teóricos”.
Gingrich es un sofista pero tiene razón: Trump ha demostrado que la
realidad es una ficción que solo precisa de la fe de sus seguidores para
convertirse en verdadera. Gabriel García Márquez, autor de Cien años de
soledad, definió al realismo mágico como un hecho rigurosamente cierto que
parece fantástico. La campaña de Trump funciona al revés: su “magia realista”
consiste en fantasías que parecen ciertas a ojos de sus creyentes. Tal vez por
eso las frases que Trump más reitera sean llamados a la fe. “Confíen en mí”. “Créanme”.
Como si alguna vez hubiera leído a Kant, Trump crea una realidad con su
palabra, pero es una realidad turbia. En la doctrina trumpiana no
hay revelación sino ocultamiento, abunda la manipulación, escasea el sentido
común. Predomina la forma sobre el fondo.
La campaña de Trump es un ejercicio de credulidad carismática, una
estafa masiva. Está dirigida a las emociones de sus creyentes, no a la razón.
Por eso cada vez que la prensa y Hillary Clinton procuran comprender la lógica
de su juego de timo, Trump se ríe en sus caras:“They still don’t get it”.
Las ideas de Trump parecen provenir del universo bizarre. En
su campaña no hay espacio para fórmulas, métodos, políticas: solo la promesa de
un fin sin importar los medios. Allí está la idea de repatriar casi 5 billones de dólares de
ganancias corporativas y hacer crecer el país a casi 4 por
ciento cada año para crear 25 millones de nuevos empleos, algo si no imposible
al menos improbable. Es un proyecto mesiánico donde el líder todo lo sabe
y no se discute. “No me pidan que les diga cómo los llevaré allí”, dijo
recientemente. “Nada más déjenme llevarlos”.
Y el engaño funciona. Al decir de Gingrich, los seguidores sienten a
Trump y él sabe cómo hablarles: simple, al nervio y a la sangre.
Pero si la ausencia de razón puede ser audaz, el delirio suele ser
fatal. “Yo soy su voz”, dijo Trump en la Convención Republicana, ante el
rugido de la masa. “Yo puedo arreglar esto solo”.
Trump no es un político bondadoso sino un demagogo brutal, adorado por
la derecha más retrógrada del país. ¿Qué puede pasar cuando el mayor ejército
del mundo quede al mando de un mesías inestable que se cree infalible?
América Latina tiene una larga tradición de líderes portadores de
verdades reveladas. Vengo de un país, Argentina, que en 2016 cumple setenta
años marcado por una fe política, el peronismo, que parece inagotable. Desde el
primer gobierno de Juan Perón, en 1946, su movimiento se erigió como una fuerza
mística que resistió persecuciones y perduró estirando sus fronteras
ideológicas. Ya cadáveres, Perón y Evita se volvieron figuras de culto. Algo
similar sucedió en la última reencarnación peronista, el kirchnerismo. Cuando
murió Néstor Kirchner en 2010, sus sucesores montaron a su alrededor una
religión de consumo rápido, bautizaron calles y escuelas con su nombre y
hablaron de él como un ánima presente.
Es común en América Latina afirmar que nuestros dirigentes pueden hacer
de cada nación un lugar más iconoclasta que Macondo pero Trump ha demostrado
que también hay caudillos en la Quinta Avenida de Manhattan.
“Los gringos nos han ganado”, me dijo hace unos días Alberto Trejos, el
ministro de Costa Rica que negoció el último tratado de libre comercio
latinoamericano con Estados Unidos. “En Cien años de soledad,
García Márquez inventó diecisiete Aurelianos Buendía con una cruz de ceniza en
la frente, pero Trump supera toda ridiculez”.
En algún punto, no somos tan distintos los americanos y los
latinoamericanos. Mientras en América Latina los nacionalismos de izquierda
movilizan a los crédulos con una pasión patriótica sobreactuada —una cierta
fe—, en Estados Unidos, todavía una sociedad puritana, la credulidad religiosa
es consubstancial a la política. De hecho, la Constitución misma postula que
los hombres son iguales porque “el Creador” lo dispuso, así que en tiempos
desesperados la sociedad estadounidense suele ver a su presidente como un
mesías capaz de salvar la integridad nacional. Sin ir muy lejos, Oprah Winfrey,
sacerdotisa de la iglesia catódica, dijo que Barack Obama era “the one”.
El peligro de Trump es su egolatría descontrolada que no reconoce dogma,
institución o límite. Los valores son secundarios: Trump pide que no crean en
ideas sino en él, como si fuera la síntesis de la sabiduría, rey o dios. En América Latina sabemos cómo es dejar en
manos de caudillos incontrolables el destino colectivo. Y lo sabían también los
Padres Fundadores de Estados Unidos cuando decidieron eliminar la figura del
derecho divino de los reyes de la Constitución. “Virtud o moralidad son resortes necesarios del
gobierno popular”, escribió en esos años George Washington. El
problema: ni virtud ni moralidad habitan la fe de Donald Trump.
Diego Fonseca es escritor argentino que
actualmente vive en Phoenix y Washington. Es autor de "Hamsters" y
editor de "Sam no es mi tío" y "Crecer a golpes".
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